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OBRAS COMPLETAS de Miguel de Cervantes.Ediciones publicadas por Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas CENTRO DE ESTUDIOS CERVANTINOS. 1993-1995

Persiles y Sigismunda / Libro III

LIBRO TERCERO

DE

LOS TRABAJOS DE PERSILES Y SIGISMUNDA,

HISTORIA SETENTRIONAL







Capítulo primero del libro tercero



Como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla que nuestros pensamientos se muden: que éste se tome, aquél se deje, uno se prosiga y otro se olvide; y el que más cerca anduviere de su sosiego, ése será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento.

Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnaldo en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mostrado de servir a Auristela; pero no se puede decir que le dejó, sino que le entretuvo, en tanto que el de la honra, que sobrepuja al de todas las acciones humanas, se apoderó de su alma. El cual deseo se le declaró Arnaldo a Periandro una noche antes de la partida, hablándole aparte en la isla de las Ermitas. Allí le suplicó que quien pide lo que ha menester, no ruega, sino suplica que mirase por su hermana Auristela, y que la guardase para reina de Dinamarca; y que, aunque la ventura no se le mostrase a él buena en cobrar su reino, y en tan justa demanda perdiese la vida, se estimase Auristela por viuda de un príncipe, y, como tal, supiese escoger esposo, puesto que ya él sabía y muchas veces lo había dicho, que por sí sola, sin tener dependencia de otra grandeza alguna, merecía ser señora del mayor reino del mundo, no que del de Dinamarca. Periandro le respondió que le agradecía su buen deseo, y que él tendría cuidado de mirar por ella como por cosa que tanto le tocaba y que tan bien le venía. Ninguna destas razones dijo Periandro a Auristela, porque las alabanzas que se dan a la persona amada, halas de decir el amante como propias, y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro; suyas han de ser las que mostrare a su dama; si no canta bien, no le traiga quien la cante; si no es demasiado gentilhombre, no se acompañe con Ganimedes; y, finalmente, soy de parecer que las faltas que tuviere, no las enmiende con ajenas sobras. Estos consejos no se dan a Periandro, que de los bienes de la naturaleza se llevaba la gala, y en los de la fortuna era inferior a pocos.

En esto iban las naves con un mismo viento, por diferentes caminos, que éste es uno de los que parecen misterios en el arte de la navegación; iban rompiendo, como digo, no claros cristales, sino azules; mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de la superficie, y la nave suavemente le besaba los labios, y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba. Desta suerte, y con la misma tranquilidad y sosiego, navegaron diez y siete días sin ser necesario subir ni bajar, ni llegar a templar las velas, cuya felicidad en los que navegan, si no tuviese por descuentos el temor de borrascas venideras, no había gusto con que igualalle.

Al cabo destos o pocos más días, al amanecer de uno, dijo un grumete que desde la gavia mayor iba descubriendo la tierra:

¡Albricias, señores, albricias pido y albricias merezco! ¡Tierra! ¡Tierra! Aunque mejor diría ¡cielo!, ¡cielo!, porque sin duda estamos en el paraje de la famosa Lisboa.

Cuyas nuevas sacaron de los ojos de todos tiernas y alegres lágrimas, especialmente de Ricla, de los dos Antonios y de su hija Constanza, porque les pareció que ya habían llegado a la tierra de promisión que tanto deseaban.

Echóle los brazos Antonio al cuello, diciéndole:

Agora sabrás, bárbara mía, del modo que has de servir a Dios, con otra relación más copiosa, aunque no diferente, de la que yo te he hecho; agora verás los ricos templos en que es adorado; verás juntamente las católicas ceremonias con que se sirve, y notarás cómo la caridad cristiana está en su punto. Aquí, en esta ciudad, verás cómo son verdugos de la enfermedad muchos hospitales que la destruyen, y el que en ellos pierde la vida, envuelto en la eficacia de infinitas indulgencias, gana la del cielo. Aquí el amor y la honestidad se dan las manos, y se pasean juntos, la cortesía no deja que se le llegue la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son agradables, son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas del Oriente, y desde ella se reparten por el universo; su puerto es capaz, no sólo de naves que se puedan reducir a número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

No digas más dijo a esta sazón Periandro; deja, Antonio, algo para nuestros ojos, que las alabanzas no lo han de decir todo: algo ha de quedar para la vista, para que con ella nos admiremos de nuevo, y así, creciendo el gusto por puntos, vendrá a ser mayor en sus estremos.

Contentísima estaba Auristela de ver que se le acercaba la hora de poner pie en tierra firme, sin andar de puerto en puerto y de isla en isla, sujeta a la inconstancia del mar y a la movible voluntad de los vientos; y más cuando supo que desde allí a Roma podía ir a pie enjuto, sin embarcarse otra vez si no quisiese.

Mediodía sería cuando llegaron a Sangián, donde se registró el navío, y donde el castellano del castillo, y los que con él entraron en la nave, se admiraron de la hermosura de Auristela, de la gallardía de Periandro, del traje bárbaro de los dos Antonios, del buen aspecto de Ricla y de la agradable belleza de Constanza. Supieron ser estranjeros, y que iban peregrinando a Roma. Satisfizo Periandro a los marineros, que los habían traído magníficamente, con el oro que sacó Ricla de la Isla Bárbara, ya vuelto en moneda corriente en la isla de Policarpo. Los marineros quisieron llegar a Lisboa a granjearlo con alguna mercancía.

El castellano de Sangián envió al gobernador de Lisboa, que entonces era el arzobispo de Braga, por ausencia del rey, que no estaba en la ciudad, de la nueva venida de los estranjeros y de la sin par belleza de Auristela, añadiendo la de Constanza, que con el traje de bárbara no solamente no la encubría, pero la realzaba; exageróle asimismo la gallarda disposición de Periandro, y juntamente la discreción de todos, que no bárbaros, sino cortesanos parecían.

Llegó el navío a la ribera de la ciudad, y en la de Belén se desembarcaron, porque quiso Auristela, enamorada y devota de la fama de aquel santo monasterio, visitarle primero, y adorar en él al verdadero Dios libre y desembarazadamente, sin las torcidas ceremonias de su tierra. Había salido a la marina infinita gente a ver los estranjeros desembarcados en Belén; corrieron allá todos por ver la novedad, que siempre se lleva tras sí los deseos y los ojos.

Ya salía de Belén el nuevo escuadrón de la nueva hermosura: Ricla, medianamente hermosa, pero estremadamente a lo bárbaro vestida; Constanza, hermosísima y rodeada de pieles; Antonio el padre, brazos y piernas desnudas, pero con pieles de lobos cubierto lo demás del cuerpo; Antonio el hijo iba del mismo modo, pero con el arco en la mano y la aljaba de las saetas a las espaldas; Periandro, con casaca de terciopelo verde y calzones de lo mismo, a lo marinero, un bonete estrecho y puntiagudo en la cabeza, que no le podía cubrir las sortijas de oro que sus cabellos formaban; Auristela traía toda la gala del setentrión en el vestido, la más bizarra gallardía en el cuerpo y la mayor hermosura del mundo en el rostro. En efeto, todos juntos y cada uno de por sí, causaban espanto y maravilla a quien los miraba; pero sobre todos campeaba la sin par Auristela y el gallardo Periandro.

Llegaron por tierra a Lisboa, rodeados de plebeya y de cortesana gente; lleváronlos al gobernador, que, después de admirado de verlos, no se cansaba de preguntarles quiénes eran, de dónde venían y adónde iban. A lo que respondió Periandro, que ya traía estudiada la respuesta que había de dar a semejantes preguntas, viendo que se la habían de hacer muchas veces: cuando quería o le parecía que convenía, relataba su historia a lo largo, encubriendo siempre sus padres, de modo que, satisfaciendo a los que le preguntaban, en breves razones cifraba, si no toda, a lo menos gran parte de su historia. Mandólos el visorrey alojar en uno de los mejores alojamientos de la ciudad, que acertó a ser la casa de un magnífico caballero portugués, donde era tanta la gente que concurría para ver a Auristela, de quien sola había salido la fama de lo que había que ver en todos, que fue parecer de Periandro mudasen los trajes de bárbaros en los de peregrinos, porque la novedad de los que traían era la causa principal de ser tan seguidos, que ya parecían perseguidos del vulgo; además, que para el viaje que ellos llevaban de Roma, ninguno le venía más a cuento. Hízose así, y de allí a dos días se vieron peregrinamente peregrinos.

Acaeció, pues, que al salir un día de casa, un hombre portugués se arrojó a los pies de Periandro, llamándole por su nombre, y, abrazándole por las piernas, le dijo:

¿Qué ventura es ésta, señor Periandro, que la des a esta tierra con tu presencia? No te admires en ver que te nombro por tu nombre, que uno soy de aquellos veinte que cobraron libertad en la abrasada isla Bárbara, donde tú la tenías perdida; halléme a la muerte de Manuel de Sosa Cuitiño, el caballero portugués; apartéme de ti y de los tuyos en el hospedaje donde llegó Mauricio y Ladislao en busca de Transila, esposa del uno y hija del otro; trújome la buena suerte a mi patria; conté aquí a sus parientes la enamorada muerte; creyéronla, y, aunque yo no se la afirmara de vista, la creyeran, por tener casi en costumbre el morir de amores los portugueses; un hermano suyo, que heredó su hacienda, ha hecho sus obsequias, y en una capilla de su linaje, le puso en una piedra de mármol blanco, como si debajo della estuviera enterrado, un epitafio que quiero que vengáis a ver todos, así como estáis, porque creo que os ha de agradar por discreto y por gracioso.

Por las palabras, bien conoció Periandro que aquel hombre decía verdad; pero, por el rostro, no se acordaba haberle visto en su vida. Con todo eso, se fueron al templo que decía, y vieron la capilla y la losa sobre la cual estaba escrito en lengua portuguesa este epitafio, que leyó casi en castellano Antonio el padre, que decía así:

Aquí yace viva la memoria del ya muerto

Manuel de Sosa Coitiño, caballero portugués,

que, a no ser portugués, aún fuera vivo.

No murió a las manos de ningún castellano,

sino a las del amor, que todo lo puede;

procura saber su vida, y envidiarás su muerte,

pasajero.

Vio Periandro que había tenido razón el portugués de alabarle el epitafio, en el escribir de los cuales tiene gran primor la nación portuguesa. Preguntó Auristela al portugués qué sentimiento había hecho la monja, dama del muerto, de la muerte de su amante, el cual la respondió que, dentro de pocos días que la supo, pasó desta a mejor vida, o ya por la estrecheza de la que hacía siempre, o ya por el sentimiento del no pensado suceso.

Desde allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde ordenó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos los más principales casos de su historia: a un lado pintó la Isla Bárbara ardiendo en llamas, y allí junto la isla de la prisión, y un poco más desviado, la balsa o enmaderamiento donde le halló Arnaldo cuando le llevó a su navío; en otra parte estaba la isla Nevada, donde el enamorado portugués perdió la vida; luego la nave que los soldados de Arnaldo taladraron; allí junto pintó la división del esquife y de la barca; allí se mostraba el desafío de los amantes de Taurisa y su muerte; acá estaban serrando por la quilla la nave que había servido de sepultura a Auristela y a los que con ella venían; acullá estaba la agradable isla donde vio en sueños Periandro los dos escuadrones de virtudes y vicios; y allí, junto la nave, donde los peces Náufragos pescaron a los dos marineros y les dieron en su vientre sepultura. No se olvidó de que pintase verse empedrados en el mar helado, el asalto y combate del navío, ni el entregarse a Cratilo; pintó asimismo la temeraria carrera del poderoso caballo, cuyo espanto, de león, le hizo cordero; que los tales con un asombro se amansan; pintó, como en resguño y en estrecho espacio, las fiestas de Policarpo, coronándose a sí mismo por vencedor en ellas; resolutamente, no quedó paso principal en que no hiciese labor en su historia, que allí no pintase, hasta poner la ciudad de Lisboa y su desembarcación en el mismo traje en que habían venido; también se vio en el mismo lienzo arder la isla de Policarpo, a Clodio traspasado con la saeta de Antonio y a Cenotia colgada de una entena; pintóse también la isla de las Ermitas, y a Rutilio con apariencias de santo. Este lienzo se hacía de una recopilación que les escusaba de contar su historia por menudo, porque Antonio el mozo declaraba las pinturas y los sucesos cuando le apretaban a que los dijese. Pero, en lo que más se aventajó el pintor famoso, fue en el retrato de Auristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase.

Diez días estuvieron en Lisboa, todos los cuales gastaron en visitar los templos y en encaminar sus almas por la derecha senda de su salvación, al cabo de los cuales, con licencia del visorrey y con patentes verdaderas y firmes de quiénes eran y adónde iban, se despidieron del caballero portugués, su huésped, y del hermano del enamorado, Alberto, de quien recibieron grandes caricias y beneficios, y se pusieron en camino de Castilla. Y esta partida fue menester hacerla de noche, temerosos que si de día la hicieran, la gente que les seguiría la estorbara, puesto que la mudanza del traje había hecho ya que amainase la admiración.









Capítulo segundo del tercer libro

Peregrinos. Su viaje por España. Sucédenles nuevos

y estraños casos



Pedían los tiernos años de Auristela, y los más tiernos de Constanza, con los entreverados de Ricla, coches, estruendo y aparato para el largo viaje en que se ponían; pero la devoción de Auristela, que había prometido de ir a pie hasta Roma, desde la parte do llegase en tierra firme, llevó tras sí las demás devociones; y todos de un parecer, así varones como hembras, votaron el viaje a pie, añadiendo, si fuese necesario, mendigar de puerta en puerta. Con esto cerró la del dar Ricla, y Periandro se escusó de no disponer de la cruz de diamantes que Auristela traía, guardándola con las inestimables perlas para mejor ocasión. Solamente compraron un bagaje que sobrellevase las cargas que no pudieran sufrir las espaldas; acomodáronse de bordones, que servían de arrimo y defensa, y de vainas de unos agudos estoques. Con este cristiano y humilde aparato salieron de Lisboa, dejándola sola sin su belleza, y pobre sin la riqueza de su discreción, como lo mostraron los infinitos corrillos de gente que en ella se hicieron, donde la fama no trataba de otra cosa sino del estremo de discreción y belleza de los peregrinos estranjeros.

Desta manera, acomodándose a sufrir el trabajo de hasta dos o tres leguas de camino cada día, llegaron a Badajoz, donde ya tenía el Corregidor castellano nuevas de Lisboa, cómo por allí habían de pasar los nuevos peregrinos, los cuales, entrando en la ciudad, acertaron a alojarse en un mesón do se alojaba una compañía de famosos recitantes, los cuales aquella misma noche habían de dar la muestra para alcanzar la licencia de representar en público, en casa del Corregidor. Pero, apenas vieron el rostro de Auristela y el de Constanza, cuando les sobresaltó lo que solía sobresaltar a todos aquellos que primeramente las veían, que era admiración y espanto.

Pero ninguno puso tan en punto el maravillarse, como fue el ingenio de un poeta, que de propósito con los recitantes venía, así para enmendar y remendar comedias viejas, como para hacerlas de nuevo: ejercicio más ingenioso que honrado y más de trabajo que de provecho. Pero la excelencia de la poesía es tan limpia como el agua clara, que a todo lo no limpio aprovecha; es como el sol, que pasa por toda[s] las cosas inmundas sin que se le pegue nada; es habilidad, que tanto vale cuanto se estima; es un rayo que suele salir de donde está encerrado, no abrasando, sino alumbrando; es instrumento acordado que dulcemente alegra los sentidos, y, al paso del deleite, lleva consigo la honestidad y el provecho. Digo, en fin, que este poeta, a quien la necesidad había hecho trocar los Parnasos con los mesones y las Castalias y las Aganipes con los charcos y arroyos de los caminos y ventas, fue el que más se admiró de la belleza de Auristela, y al momento la marcó en su imaginación y la tuvo por más que buena para ser comedianta, sin reparar si sabía o no la lengua castellana. Contentóle el talle, diole gusto el brío, y en un instante la vistió en su imaginación en hábito corto de varón; desnudóla luego y vistióla de ninfa, y casi al mismo punto la envistió de la majestad de reina, sin dejar traje de risa o de gravedad de que no la vistiese, y en todas se le representó grave, alegre, discreta, aguda, y sobremanera honesta: estremos que se acomodan mal en una farsanta hermosa.

¡Válame Dios, y con cuánta facilidad discurre el ingenio de un poeta y se arroja a romper por mil imposibles! ¡Sobre cuán flacos cimientos levanta grandes quimeras! Todo se lo halla hecho, todo fácil, todo llano, y esto de manera que las esperanzas le sobran cuando la ventura le falta, como lo mostró este nuestro moderno poeta cuando vio descoger acaso el lienzo donde venían pintados los trabajos de Periandro. Allí se vio él en el mayor que en su vida se había visto, por venirle a la imaginación un grandísimo deseo de componer de todos ellos una comedia; pero no acertaba en qué nombre le pondría: si le llamaría comedia, o tragedia, o tragicomedia, porque si sabía el principio, ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corriendo las vidas de Periandro y de Auristela, cuyos fines habían de poner nombre a lo que dellos se representase. Pero lo que más le fatigaba era pensar cómo podría encajar un lacayo consejero y gracioso en el mar y entre tantas islas, fuego y nieves; y, con todo esto, no se desesperó de hacer la comedia y de encajar el tal lacayo, a pesar de todas las reglas de la poesía y a despecho del arte cómico. Y, en tanto que en esto iba y venía, tuvo lugar de hablar a Auristela y de proponerle su deseo y de aconsejarla cuán bien la estaría si se hiciese recitanta. Díjole que, a dos salidas al teatro, le lloverían minas de oro a cuestas, porque los príncipes de aquella edad eran como hechos de alquimia, que llegada al oro, es oro, y llegada al cobre, es cobre; pero que, por la mayor parte, rendían su voluntad a las ninfas de los teatros, a las diosas enteras y a las semideas, a las reinas de estudio y a las fregonas de apariencia; díjole que si alguna fiesta real acertase a hacerse en su tiempo, que se diese por cubierta de faldellines de oro, porque todas o las más libreas de los caballeros habían de venir a su casa rendidas a besarle los pies; representóle el gusto de los viajes, y el llevarse tras sí dos o tres disfrazados caballeros que la servirían tan de criados como de amantes; y, sobre todo, encarecía y puso sobre las nubes la excelencia y la honra que le darían en encargarle las primeras figuras. En fin, le dijo que si en alguna cosa se verificaba la verdad de un antiguo refrán castellano, era en las hermosas farsantas, donde la honra y provecho cabían en un saco.

Auristela le respondió que no había entendido palabra de cuantas le había dicho, porque bien se veía que ignoraba la lengua castellana, y que, puesto que la supiera, sus pensamientos eran otros, que tenían puesta la mira en otros ejercicios, si no tan agradables, a lo menos más convenientes. Desesperóse el poeta con la resoluta respuesta de Auristela; miróse a los pies de su ignorancia, y deshizo la rueda de su vanidad y locura.

Aquella noche fueron a dar la muestra en casa del Corregidor, el cual, como hubiese sabido que la hermosa junta peregrina estaba en la ciudad, los envió a buscar y a convidar viniesen a su casa a ver la comedia, y a recebir en ella muestras del deseo que tenía de servirles, por las que de su valor le habían escrito de Lisboa. Acetólo Periandro, con parecer de Auristela y de Antonio el padre, a quien obedecían como a su mayor. Juntas estaban muchas damas de la ciudad con la Corregidora, cuando entraron Auristela, Ricla y Constanza, con Periandro y los dos Antonios, admirando, suspendiendo, alborotando la vista de los presentes, que a sentir tales efetos les forzaba la sin par bizarría de los nuevos peregrinos, los cuales, acrecentando con su humildad y buen parecer la benevolencia de los que los recibieron, dieron lugar a que les diesen casi el más honrado en la fiesta, que fue la representación de la fábula de Céfalo y de Pocris, cuando ella, celosa más de lo que debía, y él, con menos discurso que fuera necesario, disparó el dardo que a ella le quitó la vida y a él el gusto para siempre. El verso tocó los estremos de bondad posibles, como compuesto, según se dijo, por Juan de Herrera de Gamboa, a quien por mal nombre llamaron el Maganto, cuyo ingenio tocó asimismo las más altas rayas de la poética esfera. Acabada la comedia, desmenuzaron las damas la hermosura de Auristela parte por parte, y hallaron todas un todo a quien dieron por nombre Perfección sin tacha, y los varones dijeron lo mismo de la gallardía de Periandro, y de recudida se alabó también la belleza de Constanza y la bizarría de su hermano Antonio. Tres días estuvieron en la ciudad, donde en ellos mostró el Corregidor ser caballero liberal, y tener la Corregidora condición de reina, según fueron las dádivas y presentes que hizo a Auristela y a los demás peregrinos, los cuales, mostrándose agradecidos y obligados, prometieron de tener cuenta de darla de sus sucesos, de dondequiera que estuviesen.

Partidos, pues, de Badajoz, se encaminaron a nuestra Señora de Guadalupe, y, habiendo andado tres días y en ellos cinco leguas, les tomó la noche en un monte poblado de infinitas encinas y de otros rústicos árboles. Tenía suspenso el cielo el curso y sazón del tiempo en la balanza igual de los dos equinocios: ni el calor fatigaba, ni el frío ofendía, y, a necesidad, tan bien se podía pasar la noche en el campo como en el aldea; y a esta causa, y por estar lejos un pueblo, quiso Auristela que se quedasen en unas majadas de pastores boyeros que a los ojos se les ofrecieron. Hízose lo que Auristela quiso, y, apenas habían entrado por el bosque docientos pasos, cuando se cerró la noche con tanta escuridad que los detuvo, y les hizo mirar atentamente la lumbre de los boyeros, porque su resplandor les sirviese de norte para no errar el camino. Las tinieblas de la noche, y un ruido que sintieron, les detuvo el paso y hizo que Antonio el mozo se apercibiese de su arco, perpetuo compañero suyo. Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron, el cual les dijo:

¿Sois desta tierra, buena gente?

No, por cierto respondió Periandro, sino de bien lejos della; peregrinos estranjeros somos que vamos a Roma, y primero a Guadalupe.

Sí, que también dijo el de a caballo hay en las estranjeras tierras caridad y cortesía, también hay almas compasivas dondequiera.

¿Pues no? respondió Antonio. Mirad, señor, quienquiera que seáis, si habéis menester algo de nosotros, y veréis cómo sale verdadera vuestra imaginación.

Tomad dijo, pues, el caballero, tomad, señores, esta cadena de oro, que debe de valer docientos escudos, y tomad asimismo esta prenda, que no debe de tener precio, a lo menos yo no se le hallo, y darle heis en la ciudad de Trujillo a uno de dos caballeros que en ella y en todo el mundo son bien conocidos: llámase el uno don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana; ambos mozos, ambos libres, ambos ricos y ambos en todo estremo.

Y, en esto, puso en las manos de Ricla, que como mujer compasiva se adelantó a tomarlo, una criatura que ya comenzaba a llorar, envuelta ni se supo por entonces si en ricos o en pobres paños.

Y diréis a cualquiera dellos que la guarden, que presto sabrán quién es, y las desdichas que a ser dichoso le habrán llevado, si llega a su presencia. Y perdonadme, que mis enemigos me siguen, los cuales, si aquí llegaren y preguntaren si me habéis visto, diréis que no, pues os importa poco el decir esto; o si ya os pareciere mejor, decid que por aquí pasaron tres o cuatro hombres de a caballo, que iban diciendo: ``¡A Portugal! ¡A Portugal!'' Y a Dios quedad, que no puedo detenerme; que, puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone la honra.

Y, arrimando las que traía al caballo, se apartó como un rayo dellos; pero, casi al mismo punto, volvió el caballero y dijo:

No está bautizado.

Y tornó a seguir su camino.

Veis aquí a nuestros peregrinos, a Ricla con la criatura en los brazos, a Periandro con la cadena al cuello, a Antonio el mozo sin dejar de tener flechado el arco, y al padre en postura de desenvainar el estoque, que de bordón le servía, y a Auristela confusa y atónita del estraño suceso, y a todos juntos admirados del estraño acontecimiento, cuya salida fue por entonces que aconsejó Auristela que, como mejor pudiesen, llegasen a la majada de los boyeros, donde podría ser hallasen remedios para sustentar aquella recién nacida criatura, que, por su pequeñez y la debilidad de su llanto, mostraba ser de pocas horas nacida. Hízose así; y apenas llegaron a la majada de los pastores, a costa de muchos tropiezos y caídas, cuando, antes que los peregrinos les preguntasen si eran servidos de darles alojamiento aquella noche, llegó a la majada una mujer llorando, triste, pero no reciamente, porque mostraba en sus gemidos que se esforzaba a no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda, pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona. La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia que ella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieron ser tan hermosa como niña, y tan niña como hermosa, puesto que Ricla, que sabía más de edades, la juzgó por de diez y seis a diez y siete años.

Preguntáronle los pastores si la seguía alguien, o si tenía otra necesidad que pidiese presto remedio.

A lo que respondió la dolorosa muchacha:

Lo primero, señores, que habéis de hacer, es ponerme debajo de la tierra; quiero decir, que me encubráis de modo que no me halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algún sustento, porque desmayos me van acabando la vida.

Nuestra diligencia dijo un pastor viejo mostrará que tenemos caridad.

Y, aguijando con presteza a un hueco de un árbol que en una valiente encina se hacía, puso en él algunas pieles blandas de ovejas y cabras, que entre el ganado mayor se criaban; hizo un modo de lecho, bastante por entonces a suplir aquella necesidad precisa; tomó luego a la mujer en los brazos y encerróla en el hueco, adonde le dio lo que pudo, que fueron sopas en leche, y le dieran vino, si ella quisiera beberlo; colgó luego delante del hueco otras pieles, como para enjugarse.

Ricla, viendo hecho esto, habiendo conjeturado que aquélla, sin duda, debía de ser la madre de la criatura que ella tenía, se llegó al pastor caritativo, diciéndole:

No pongáis, buen señor, término a vuestra caridad, y usalda con esta criatura que tengo en los brazos, antes que perezca de hambre.

Y en breves razones le contó cómo se le habían dado.

Respondióla el pastor a la intención, y no a sus razones, llamando a uno de los demás pastores, a quien mandó que, tomando aquella criatura, la llevase al aprisco de las cabras y hiciese de modo como de alguna dellas tomase el pecho. Apenas hubo hecho esto, y tan apenas que casi se oían los últimos acentos del llanto de la criatura, cuando llegaron a la majada un tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer desmayada y por el caballero de la criatura; pero, como no les dieron nuevas ni noticia de lo que pedían, pasaron con estraña priesa adelante, de que no poco se alegraron sus remediadores. Y aquella noche pasaron con más comodidad que los peregrinos pensaron, y con más alegría de los ganaderos, por verse tan bien acompañados.









Capítulo tercero del tercer libro

La doncella encerrada en el árbol: de quién era



Preñada estaba la encina digámoslo así, preñadas estaban las nubes, cuya escuridad la puso en los ojos de los que por la prisionera del árbol preguntaron; pero al compasivo pastor, que era mayoral del hato, ninguna cosa le pudo turbar para que dejase de acudir a proveer lo que fuese necesario al recebimiento de sus huéspedes: la criatura tomó los pechos de la cabra; la encerrada, el rústico sustento; y los peregrinos, el nuevo y agradable hospedaje.

Quisieron todos saber luego qué causas habían traído allí a la lastimada y al parecer fugitiva, y a la desamparada criatura; pero fue parecer de Auristela que no le preguntasen nada hasta el venidero día, porque los sobresaltos no suelen dar licencia a la lengua, aun a que cuente venturas alegres, cuanto más desdichas tristes; y, puesto que el anciano pastor visitaba a menudo el árbol, no preguntaba nada al depósito que tenía, sino solamente por su salud; y fuele respondido que, aunque tenía mucha ocasión para no tenerla, le sobraría como ella se viese libre de los que la buscaban, que era su padre y hermanos. Cubrióla y encubrióla el pastor, y dejóla, y volvióse a los peregrinos, que aquella noche la pasaron con más claridad de las hogueras y fuegos de los pastores que con aquélla que ella les concedía; y, antes que el cansancio les obligase a entregar los sentidos al sueño, quedó concertado que el pastor que había llevado la criatura a procurar que las cabras fuesen sus amas, la llevase y entregase a una hermana del anciano ganadero, que, casi dos leguas de allí, en una pequeña aldea, vivía. Diéronle que llevase la cadena, con orden de darla a criar en la misma aldea, diciendo ser de otra algo apartada. Todo esto se hizo así, con que se aseguraron y apercibieron a desmentir las espías, si acaso volviesen, o viniesen otras de nuevo, a buscar los perdidos; a lo menos, los que perdidos parecían. En tratar desto y en satisfacer la hambre y en un breve rato que se apoderó de sus ojos el sueño y de sus lenguas el silencio, se pasó el de la noche, y se vino a más andar el día, alegre para todos, si no para la temerosa que, encerrada en el árbol, apenas osaba ver del sol la claridad hermosa.

Con todo eso, habiendo puesto primero, cerca y lejos del rebaño, de trecho en trecho, centinelas que avisasen si alguna gente venía, la sacaron del árbol para que le diese el aire, y para saber della lo que deseaban; y con la luz del día vieron que la de su rostro era admirable, de modo que puso en duda a cuál darían, della y de Constanza, después de Auristela, el segundo lugar de hermosa; porque dondequiera se llevó el primero Auristela, a quien no quiso dar igual la naturaleza.

Muchas preguntas le hicieron y muchos ruegos precedieron antes, todos encaminados a que su suceso les contase, y ella, de puro cortés y agradecida, pidiendo licencia a su flaqueza, con aliento debilitado así comenzó a decir:

Puesto, señores, que, en lo que deciros quiero, tengo de descubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honrada, todavía quiero más parecer cortés por obedeceros, que desagradecida por no contentaros. «Mi nombre es Feliciana de la Voz; mi patria, una villa no lejos de este lugar; mis padres son nobles mucho más que ricos; y mi hermosura, en tanto que no ha estado tan marchita como agora, ha sido de algunos estimada y celebrada. Junto a la villa que me dio el cielo por patria vivía un hidalgo riquísimo, cuyo trato y cuyas muchas virtudes le hacían ser caballero en la opinión de las gentes. Éste tiene un hijo que desde agora muestra ser tan heredero de las virtudes de su padre, que son muchas, como de su hacienda, que es infinita. Vivía, ansimismo, en la misma aldea un caballero con otro hijo suyo, más nobles que ricos, en una tan honrada medianía, que ni los humillaba ni los ensoberbecía. Con este segundo mancebo noble ordenaron mi padre y dos hermanos que tengo de casarme, echando a las espaldas los ruegos con que me pedía por esposa el rico hidalgo; pero yo, a quien los cielos guardaban para esta desventura en que me veo, y para otras en que pienso verme, me di por esposa al rico, y yo me le entregué por suya a hurto de mi padre y de mis hermanos, que madre no la tengo, por mayor desgracia mía. Vímonos muchas veces solos y juntos, que para semejantes casos nunca la ocasión vuelve las espaldas; antes, en la mitad de las imposibilidades, ofrece su guedeja.

»Destas juntas y destos hurtos amorosos se acortó mi vestido y creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes. En este tiempo, sin hacerme sabidora, concertaron mi padre y hermanos de casarme con el mozo noble; con tanto deseo de efetuarlo que anoche le trajeron a casa, acompañado de dos cercanos parientes suyos, con propósito de que luego luego nos diésemos las manos. Sobresaltéme cuando vi entrar a Luis Antonio (que éste es el nombre del mancebo noble), y más me admiré cuando mi padre me dijo que me entrase en mi aposento y me aderezase algo más de lo ordinario, porque en aquel punto había de dar la mano de esposa a Luis Antonio. Dos días había que había entrado en los términos que la naturaleza pide en los partos, y, con el sobresalto y no esperada nueva, quedé como muerta; y, diciendo entraba a aderezarme a mi aposento, me arrojé en los brazos de una mi doncella, depositaria de mis secretos, a quien dije, hechos fuentes mis ojos: ``¡Ay, Leonora mía, y cómo creo que es llegado el fin de mis días! Luis Antonio está en esa antesala, esperando que yo salga a darle la mano de esposa. Mira si es este trance riguroso, y la más apretada ocasión en que pueda verse una mujer desdichada. Pásame, hermana mía, si tienes con qué, este pecho; salga primero mi alma destas carnes, que no la desvergüenza de mi atrevimiento. ¡Ay, amiga mía, que me muero, que se me acaba la vida!'' Y, diciendo esto, y dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó el discurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperando a que mi padre o mis hermanos entrasen, y, en lugar de sacarme a desposar, me sacasen a la sepultura.»

Aquí llegaba Feliciana de su cuento, cuando vieron que las centinelas que habían puesto para asegurarse hacían señal de que venía gente, y con diligencia no vista, el pastor anciano quería volver a depositar a Feliciana en el árbol, seguro asilo de su desgracia; pero, habiendo vuelto las centinelas a decir que se asegurasen, porque un tropel de gente que habían visto, cruzaba por otro camino, todos se aseguraron, y Feliciana de la Voz volvió a su cuento, diciendo:

«Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi anoche: el desposado en la sala, esperándome, y el adúltero, si así se puede decir, en un jardín de mi casa, atendiéndome para hablarme, ignorante del estrecho en que yo estaba, y de la venida de Luis Antonio; yo, sin sentido, por el no esperado suceso; mi doncella turbada, con la criatura en los brazos; mi padre y hermanos dándome priesa que saliese a los desdichados desposorios. Aprieto fue éste que pudiera derribar a más gallardos entendimientos que el mío, y oponerse a toda buena razón y buen discurso. No sé qué os diga más, sino que sentí, estando sin sentido, que entró mi padre, diciendo: ``Acaba, muchacha; sal comoquiera que estuvieres, que tu hermosura suplirá tu desnudez y te servirá de riquísimas galas''. Diole, a lo que creo, en esto, a los oídos el llanto de la criatura, que mi doncella, a lo que imagino, debía de ir a poner en cobro, o a dársela a Rosanio, que este es el nombre del que yo quise escoger por esposo. Alborotóse mi padre, y con una vela en la mano me miró el rostro, y coligió por mi semblante, mi sobresalto y mi desmayo. Volvióle a herir en los oídos el eco del llanto de la criatura, y, echando mano a la espada, fue siguiendo adonde la voz le llevaba. El resplandor del cuchillo me dio en la turbada vista, y el miedo en la mitad del alma; y, como sea natural cosa el desear conservar la vida cada uno, del temor de perderla salió en mí el ánimo de remediarla; y, apenas hubo mi padre vuelto las espaldas, cuando yo, así como estaba, bajé por un caracol a unos aposentos bajos de mi casa, y de ellos con facilidad me puse en la calle, y de la calle en el campo, y del campo en no sé qué camino; y, finalmente, aguijada del miedo y solicitada del temor, como si tuviera alas en los pies, caminé más de lo que prometía mi flaqueza. Mil veces estuve para arrojarme en el camino de algún ribazo, que me acabara con acabarme la vida, y otras tantas estuve por sentarme o tenderme en el suelo, y dejarme hallar de quien me buscase; pero, alentándome la luz de vuestras cabañas, procuré llegar a ellas a buscar descanso a mi cansancio, y si no remedio, algún alivio a mi desdicha. Y así llegué como me vistes, y así me hallo como me veo, merced a vuestra caridad y cortesía. Esto es, señores míos, lo que os puedo contar de mi historia, cuyo fin dejo al cielo, y le remito en la tierra a vuestros buenos consejos.»

Aquí dio fin a su plática la lastimada Feliciana de la Voz, con que puso en los oyentes admiración y lástima en un mismo grado. Periandro contó luego el hallazgo de la criatura, la dádiva de la cadena, con todo aquello que le había sucedido con el caballero que se la dio.

¡Ay! dijo Feliciana. ¿Si es por ventura esa prenda mía? ¿Y si es Rosanio el que la trajo? Y si yo la viese, si no por el rostro, pues nunca le he visto, quizá por los paños en que viene envuelta sacaría a luz la verdad de las tinieblas de mi confusión; porque mi doncella, no apercebida, ¿en qué la podía envolver, sino en paños que estuviesen en el aposento, que fuesen de mí conocidos? Y, cuando esto no sea, quizá la sangre hará su oficio, y por ocultos sentimientos le dará a entender lo que me toca.

A lo que respondió el pastor:

La criatura está ya en mi aldea en poder de una hermana y de una sobrina mía; yo haré que ellas mismas nos la traigan hoy aquí, donde podrás, hermosa Feliciana, hacer las esperiencias que deseas. En tanto, sosiega, señora, el espíritu, que mis pastores y este árbol servirán de nubes que se opongan a los ojos que te buscaren.









Capítulo cuarto del tercero libro



Paréceme, hermano mío dijo Auristela a Periandro, que los trabajos y los peligros no solamente tienen jurisdición en el mar, sino en toda la tierra; que las desgracias e infortunios, así se encuentran sobre los levantados sobre los montes como con los escondidos en sus rincones. Esta que llaman Fortuna, de quien yo he oído hablar algunas veces, de la cual se dice que quita y da los bienes cuando, como y a quien quiere, sin duda alguna debe de ser ciega y antojadiza, pues, a nuestro parecer, levanta los que habían de estar por el suelo, y derriba los que están sobre los montes de la luna. No sé, hermano, lo que me voy diciendo, pero sé que quiero decir que no es mucho que nos admire ver a esta señora, que dice que se llama Feliciana de la Voz, que apenas la tiene para contar sus desgracias. Contémplola yo pocas horas ha en su casa, acompañada de su padre, hermanos y criados, esperando poner con sagacidad remedio a sus arrojados deseos; y agora puedo decir que la veo escondida en lo hueco de un árbol, temiendo los mosquitos del aire, y aun las lombrices de la tierra. Bien es verdad que la suya no es caída de príncipes, pero es un caso que puede servir de ejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar bueno de sus vidas. Todo esto me mueve a suplicarte, ¡oh hermano!, mires por mi honra, que, desde el punto que salí del poder de mi padre y del de tu madre, la deposité en tus manos; y, aunque la esperiencia, con certidumbre grandísima, tiene acreditada tu bondad, ansí en la soledad de los desiertos como en la compañía de las ciudades, todavía temo que la mudanza de las horas no mude los que de suyo son fáciles pensamientos. A ti te va; mi honra es la tuya; un solo deseo nos gobierna y una misma esperanza nos sustenta; el camino en que nos hemos puesto es largo, pero no hay ninguno que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la ociosidad; ya los cielos, a quien doy mil gracias por ello, nos ha traído a España sin la compañía peligrosa de Arnaldo; ya podemos tender los pasos seguros de naufragios, de tormentas y de salteadores, porque, según la fama que, sobre todas las regiones del mundo, de pacífica y de santa tiene ganada España, bien nos podemos prometer seguro viaje.

¡Oh hermana respondió Periandro, y cómo por puntos vas mostrando los estremados de tu discreción! Bien veo que temes como mujer y que te animas como discreta. Yo quisiera, por aquietar tus bien nacidos recelos, buscar nuevas experiencias que me acreditasen contigo; que, puesto que las hechas pueden convertir el temor en esperanza, y la esperanza en firme seguridad, y desde luego en posesión alegre, quisiera que nuevas ocasiones me acreditaran. En el rancho destos pastores no nos queda qué hacer, ni en el caso de Feliciana podemos servir más que de compadecernos de ella; procuremos llevar esta criatura a Trujillo, como nos lo encargó el que con ella nos dio la cadena, al parecer, por paga.

En esto estaban los dos, cuando llegó el pastor anciano con su hermana y con la criatura, que había enviado por ella a la aldea, por ver si Feliciana la reconocía, como ella lo había pedido. Lleváronsela, miróla y remiróla, quitóle las fajas; pero en ninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun, lo que más es de considerar, el natural cariño no le movía los pensamientos a reconocer el niño; que era varón el recién nacido.

No decía Feliciana, no son estas las mantillas que mi doncella tenía diputadas para envolver lo que de mí naciese, ni esta cadena que se la enseñaron la vi yo jamás en poder de Rosanio. De otra debe ser esta prenda, que no mía; que, a serlo, no fuera yo tan venturosa, teniéndola una vez perdida, tornar a cobrarla; aunque yo oí decir muchas veces a Rosanio que tenía amigos en Trujillo; pero de ningu[no] me acuerdo el nombre.

Con todo eso dijo el pastor, que pues el que dio la criatura mandó que la llevasen a Trujillo, sospecho que el que la dio a estos peregrinos fue Rosanio, y así, soy de parecer, si es que en ello os hago algún servicio, que mi hermana, con la criatura y con otros dos destos mis pastores, se ponga en camino de Trujillo, a ver si la reciben alguno de esos dos caballeros a quien va dirigida.

A lo que Feliciana respondió con sollozos y con arrojarse a los pies del pastor, abrazándolos estrechamente: señales que la dieron de que aprobaba su parecer. Todos los peregrinos le aprobaron asimismo, y con darle la cadena lo facilitaron todo.

Sobre una de las bestias del hato se acomodó la hermana del pastor, que estaba recién parida, como se ha dicho, con orden que se pasase por su aldea, y dejase en cobro su criatura, y con la otra se partiese a Trujillo; que los peregrinos, que iban a Guadalupe, con más espacio la seguirían. Todo se hizo como lo pensaron, y luego, porque la necesidad del caso no admitía tardanza alguna.

Feliciana callaba, y con silencio se mostraba agradecida a los que tan de veras sus cosas tomaban a su cargo. Añadióse a todo esto que Feliciana, habiendo sabido cómo los peregrinos iban a Roma, aficionada a la hermosura y discreción de Auristela, a la cortesía de Periandro, a la amorosa conversación de Constanza y de Ricla, su madre, y al agradable trato de los dos Antonios, padre y hijo (que todo lo miró, notó y ponderó en aquel poco espacio que los había comunicado), y lo principal por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su honra, pidió que consigo la llevasen como peregrina a Roma; que, pues había sido peregrina en culpas, quería procurar serlo en gracias, si el cielo se las concedía, en que con ellos la llevasen. Apenas descubrió su pensamiento, cuando Auristela acudió a satisfacer su deseo, compasiva y deseosa de sacar a Feliciana de entre los sobresaltos y miedos que la perseguían. Sólo dificultó el ponerla en camino estando tan recién parida, y así se lo dijo; pero el anciano pastor dijo que no había más diferencia del parto de una mujer que del de una res, y que, así como la res, sin otro regalo alguno, después de su parto, se quedaba a las inclemencias del cielo, ansí la mujer podía, sin otro regalo alguno, acudir a sus ejercicios; sino que el uso había introducido entre las mujeres los regalos y todas aquella prevenciones que suelen hacer con las recién paridas.

Yo seguro dijo más que cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos. Esforzaos, señora Feliciana, y seguid vuestro intento, que desde aquí le apruebo casi por santo, pues es tan cristiano.

A lo que añadió Auristela:

No quedará por falta de hábito de peregrina, que mi cuidado me hizo hacer dos cuando hice éste, el cual daré yo a la señora Feliciana de la Voz, con condición que me diga qué misterio tiene el llamarse de la Voz, si ya no es el de su apellido.

No me le ha dado respondió Feliciana mi linaje, sino el ser común opinión de todos cuantos me han oído cantar, que tengo la mejor voz del mundo: tanto que por excelencia me llaman comúnmente Feliciana de la Voz; y, a no estar en tiempo más de gemir que de cantar, con facilidad os mostrara esta verdad; pero si los tiempos se mejoran y dan lugar a que mis lágrimas se enjuguen, yo cantaré, si no canciones alegres, a lo menos endechas tristes, que cantándolas encanten y llorándolas alegren.

Por esto que Feliciana dijo, nació en todos un deseo de oírla cantar luego luego, pero no osaron rogárselo, porque, como ella había dicho, los tiempos no lo permitían. Otro día se despojó Feliciana de los vestidos no necesarios que traía, y se cubrió con los que le dio Auristela de peregrina; quitóse un collar de perlas y dos sortijas; que si los adornos son parte para acreditar calidades, estas piezas pudieran acreditarla de rica y noble. Tomólas Ricla, como tesorera general de la hacienda de todos, y quedó Feliciana segunda peregrina, como primera Auristela, y tercera Constanza, aunque este parecer se dividió en pareceres, y algunos le dieron el segundo lugar a Constanza, que el primero no hubo hermosura en aquella edad que a la de Auristela se le quitase.

Apenas se vio Feliciana el nuevo hábito, cuando le nacieron alientos nuevos y deseos de ponerse en camino. Conoció esto Auristela, y, con consentimiento de todos, despidiéndose del pastor caritativo y de los demás de la majada, se encaminaron a Cáceres, hurtando el cuerpo con su acostumbrado paso al cansancio; y si alguna vez alguna de las mujeres le tenía, le suplía el bagaje, donde iba el repuesto, o ya el margen de algún arroyuelo o fuente do se sentaban, o la verdura de algún prado que a dulce reposo las convidaba; y así, andaban a una con ellos el reposo y el cansancio, junto con la pereza y la diligencia: la pereza, en caminar poco; la diligencia, en caminar siempre. Pero, como por la mayor parte nunca los buenos deseos llegan a fin dichoso sin estorbos que los impidan, quiso el cielo que el de este hermoso escuadrón, que, aunque dividido en todos, era sólo uno en la intención, fuese impedido con el estorbo que agora oiréis.

Dábales asiento la verde yerba de un deleitoso pradecillo; refrescábales los rostros el agua clara y dulce de un pequeño arroyuelo que por entre las yerbas corría; servíanles de muralla y de reparo muchas zarzas y cambroneras, que casi por todas partes los rodeaba: sitio agradable y necesario para su descanso, cuando, de improviso, rompiendo por las intricadas matas, vieron salir al verde sitio un mancebo vestido de camino, con una espada hincada por las espaldas, cuya punta le salía al pecho. Cayó de ojos, y al caer dijo:

¡Dios sea conmigo!

Y el fin desta palabra y el arrancársele el alma fue todo a un tiempo; y, aunque todos con el estraño espectáculo se levantaron alborotados, el que primero llegó a socorrerle fue Periandro, y, por hallarle ya muerto, se atrevió a sacar la espada. Los dos Antonios saltaron las zarzas, por ver si verían quién hubiese sido el cruel y alevoso homicida; que, por ser la herida por las espaldas, se mostraba que traidoras manos la habían hecho. No vieron a nadie, volviéronse a los demás, y la poca edad del muerto y su gallardo talle y parecer les acrecentó la lástima. Miráronle todo, y halláronle, debajo de una ropilla de terciopelo pardo, sobre el jubón puesta una cadena de cuatro vueltas de menudos eslabones de oro, de la cual pendía un devoto crucifijo, asimismo de oro; allá entre el jubón y la camisa le hallaron, dentro de una caja de ébano ricamente labrada, un hermosísimo retrato de mujer, pintado en la lisa tabla, alrededor del cual, de menudísima y clara letra, vieron que traía escritos estos versos:

Yela, enciende, mira y habla:

¡milagros de hermosura,

que tenga vuestra figura

tanta fuerza en una tabla!

Por estos versos conjeturó Periandro, que los leyó primero, que de causa amorosa debía de haber nacido su muerte. Miráronle las faldriqueras y escudriñáronle todos, pero no hallaron cosa que les diese indicio de quién era. Y, estando haciendo este escrutinio, parecieron, como si fueran llovidos, cuatro hombres con ballestas armadas, por cuyas insignias conoció luego Antonio el padre, que eran cuadrilleros de la Santa Hermandad, uno de los cuales dijo a voces:

¡Teneos, ladrones, homicidas y salteadores! ¡No le acabéis de despojar, que a tiempo sois venidos en que os llevaremos adonde paguéis vuestro pecado!

Eso no, bellacos respondió Antonio el mozo: aquí no hay ladrón ninguno, porque todos somos enemigos de los que lo son.

Bien se os parece, por cierto replicó el cuadrillero, el hombre muerto, sus despojos en vuestro poder, y su sangre en vuestras manos, que sirve de testigos vuestra maldad. Ladrones sois, salteadores sois, homicidas sois; y, como tales ladrones, salteadores y homicidas, presto pagaréis vuestros delitos, sin que os valga la capa de virtud cristiana con que procuráis encubrir vuestras maldades, vistiéndoos de peregrinos.

A esto le dio respuesta Antonio el mozo con poner una flecha en su arco y pasarle con ella un brazo, puesto que quisiera pasarle de parte a parte el pecho. Los demás cuadrilleros, o escarmentados del golpe, o por hacer la prisión más al seguro, volvieron las espaldas, y, entre huyendo y esperando, a grandes voces apellidaron:

¡Aquí de la Santa Hermandad! ¡Favor a la Santa Hermandad!

Y mostróse ser santa la hermandad que apellidaban, porque en un instante, como por milagro, se juntaron más de veinte cuadrilleros, los cuales, encarando sus ballestas y sus saetas a los que no se defendían, los prendieron y aprisionaron, sin respetar la belleza de Auristela ni las demás peregrinas, y con el cuerpo del muerto los llevaron a Cáceres, cuyo Corregidor era un caballero del hábito de Santiago, el cual, viendo el muerto y el cuadrillero herido, y la información de los demás cuadrilleros, con el indicio de ver ensangrentado a Periandro, con el parecer de su teniente, quisiera luego ponerlos a cuestión de tormento, puesto que Periandro se defendía con la verdad, mostrándole en su favor los papeles que para seguridad de su viaje y licencia de su camino había tomado en Lisboa. Mostróle asimismo el lienzo de la pintura de su suceso, que la relató y declaró muy bien Antonio el mozo, cuyas pruebas hicieron poner en opinión la ninguna culpa que los peregrinos tenían. Ricla, la tesorera, que sabía muy poco o nada de la condición de escribanos y procuradores, ofreció a uno, de secreto, que andaba allí en público, dando muestras de ayudarles, no sé qué cantidad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó a perder del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la pluma que tenían lana los peregrinos, quisieron trasquilarlos, como es uso y costumbre, hasta los huesos, y sin duda alguna fuera así, si las fuerzas de la inocencia no permitiera el cielo que sobrepujaran a las de la malicia.

Fue el caso, pues, que un huésped, o mesonero del lugar, habiendo visto el cuerpo muerto que habían traído y reconocídole muy bien, se fue al Corregidor y le dijo:

Señor, este hombre que han traído muerto los cuadrilleros, ayer de mañana partió de mi casa, en compañía de otro, al parecer, caballero. Poco antes que se partiese, se encerró conmigo en mi aposento, y con recato me dijo: ``Señor huésped, por lo que debéis a ser cristiano, os ruego que, si yo no vuelvo por aquí dentro de seis días, abráis este papel que os doy, delante de la justicia''. Y, diciendo esto, me dio éste que entrego a vuesa merced, donde imagino que debe de venir alguna cosa que toque a este tan estraño suceso.

Tomó el papel el Corregidor, y, abriéndole, vio que en él estaban escritas estas mismas razones:

Yo, Don Diego de Parraces, salí de la corte de su Majestad tal día (y venía puesto el día), en compañía de Don Sebastián de Soranzo, mi pariente, que me pidió que le acompañase en cierto viaje donde le iba la honra y la vida. Yo, por no querer hacer verdaderas ciertas sospechas falsas que de mí tenía, fiándome en mi inocencia, di lugar a su malicia, y acompañéle. Creo que me lleva a matar; si esto sucediere, y mi cuerpo se hallare, sépase que me mataron a traición, y que morí sin culpa.

Y firmaba: Don Diego de Parraces.

Este papel, a toda diligencia, despachó el Corregidor a Madrid, donde con la justicia se hicieron las diligencias posibles buscando al matador, el cual llegó a su casa la misma noche que le buscaban; y, entreoyendo el caso, sin apearse de la cabalgadura, volvió las riendas, y nunca más pareció. Quedóse el delito sin castigo, el muerto se quedó por muerto, quedaron libres los prisioneros, y la cadena que tenía Ricla se deseslabonó para gastos de justicia; el retrato se quedó para gustos de los ojos del Corregidor, satisfízose la herida del cuadrillero, volvió Antonio el mozo a relatar el lienzo, y, dejando admirado al pueblo y habiendo estado en él todo este tiempo de las averiguaciones Feliciana de la Voz en el lecho, fingiendo estar enferma, por no ser vista, se partieron la vuelta de Guadalupe, cuyo camino entretuvieron tratando del caso estraño, y deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana, la cual sí cantará, pues no hay dolor que no se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida; pero, por guardar ella a su desgracia el decoro que a sí misma debía, sus cantos eran lloros, y su voz gemidos. Éstos se aplacaron un tanto con haber topado en el camino la hermana del compasivo pastor, que volvía de Trujillo, donde dijo que dejaba el niño en poder de Don Francisco Pizarro y de Don Juan de Orellana, los cuales habían conjeturado no poder ser de otro aquella criatura sino de su amigo Rosanio, según el lugar donde le hallaron, pues por todos aquellos contornos no tenían ellos algún conocido que aventurase a fiarse de ellos.

Sea, en fin, lo que fuere dijo la labradora, dijeron ellos, que no ha de quedar defraudado de sus buenos pensamientos el que se ha fiado de nosotros. Ansí que, señores, el niño queda en Trujillo en poder de los que he dicho; si algo me queda que hacer por serviros, aquí estoy con la cadena, que aún no me he deshecho de ella, pues la que me pone a la voluntad el ser yo cristiana, me enlaza y me obliga a más que la de oro.

A lo que respondió Feliciana que la gozase muchos años, sin que se le ofreciese necesidad de deshacella, pues las ricas prendas de los pobres no permanecen largo tiempo en sus casas, porque, o se empeñan, para no quitarse, o se venden, para nunca volverlas a comprar.

La labradora se despidió aquí, [l]e dieron mil encomiendas para su hermano y los demás pastores, y nuestros peregrinos llegaron poco a poco a las santísimas tierras de Guadalupe.









Capítulo quinto del tercero libro



Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse; pero allí llegó la admiración a su punto, cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la Madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo Hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias. De tal manera hizo aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en sus cadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermos arrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tan grande es la suma que las paredes ocupan.

Esta novedad, no vista hasta entonces de Periandro ni de Auristela, ni menos de Ricla, de Constanza ni de Antonio, los tenía como asombrados, y no se hartaban de mirar lo que veían, ni de admirar lo que imaginaban; y así, con devotas y cristianas muestras, hincados de rodillas, se pusieron a adorar a Dios Sacramentado y a suplicar a su santísima Madre que, en crédito y honra de aquella imagen, fuese servida de mirar por ellos. Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas y ju[n]to al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria, los cuales dio después por escrito, con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzas que ella misma de su voz había dicho, y satisfizo de todo en todo los deseos que sus peregrinos tenían de escucharla.

Cuatro estancias había cantado, cuando entraron por la puerta del templo unos forasteros, a quien la devoción y la costumbre puso luego de rodillas, y la voz de Feliciana, que todavía cantaba, puso también en admiración; y uno de ellos que de anciana edad parecía, volviéndose a otro que estaba a su lado, y díjole:

O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en gracia, o es de mi hija Feliciana de la Voz.

¿Quién lo duda? respondió el otro. Ella es, y la que no será, si no yerra el golpe éste mi brazo.

Y, diciendo esto, echó mano a una daga, y, con descompasados pasos, perdido el color y turbado el sentido, se fue hacia donde Feliciana estaba.

El venerable anciano se arrojó tras él, y le abrazó por las espaldas, diciéndole:

No es éste, ¡oh hijo!, teatro de miserias ni lugar de castigos. Da tiempo al tiempo, que, pues no se nos puede huir esta traidora, no te precipites, y, pensando castigar el ajeno delito, te eches sobre ti la pena de la culpa propia.

Estas razones y alboroto selló la boca de Feliciana y alborotó a los peregrinos y a todos cuantos en el templo estaban, los cuales no fueron parte para que su padre y hermano de Feliciana no la sacasen del templo a la calle, donde, en un instante, se juntó casi toda la gente del pueblo con la justicia, que se la quitó a los que parecían más verdugos que hermano y padre. Estando en esta confusión, el padre dando voces por su hija, y su hermano por su hermana, y la justicia defendiéndola hasta saber el caso, por una parte de la plaza entraron hasta seis de a caballo, que los dos de ellos fueron luego conocidos de todos, por ser el uno Don Francisco Pizarro y el otro don Juan de Orellana, los cuales, llegándose al tumulto de la gente, y con ellos otro caballero que con un velo de tafetán negro traía cubierto el rostro, preguntaron la causa de aquellas voces. Fueles respondido que no se sabía otra cosa sino que la justicia quería defender aquella peregrina a quien querían matar dos hombres que decían ser su hermano y su padre.

Esto estaban oyendo Don Francisco Pizarro y Don Juan de Orellana, cuando el caballero embozado, arrojándose del caballo abajo sobre quien venía, poniendo mano a su espada y descubriéndose el rostro, se puso al lado de Feliciana y a grandes voces dijo:

En mí, en mí debéis, señores, tomar la enmienda del pecado de Feliciana, vuestra hija, si es tan grande que merezca muerte el casarse una doncella contra la voluntad de sus padres. Feliciana es mi esposa, y yo soy Rosanio, como veis, no de tan poca calidad que no merezca que me deis por concierto lo que yo supe escoger por industria. Noble soy, de cuya nobleza os podré presentar por testigos; riqueza[s] tengo que la sustentan, y no será bien que lo que he ganado por ventura me lo quite Luis Antonio por vuestro gusto. Y si os parece que os he hecho ofensa de haber llegado a este punto de teneros por señores sin sabiduría vuestra, perdonadme, que las fuerzas poderosas de amor suelen turbar los ingenios más entendidos, y el veros yo tan inclinados a Luis Antonio me hizo no guardar el decoro que se os debía, de lo cual otra vez os pido perdón.

Mientras Rosanio esto decía, Feliciana estaba pegada con él, teniéndole asido por la pretina con la mano, toda temblando, toda temerosa, y toda triste y toda hermosa juntamente. Pero, antes que su padre y hermano respondiesen palabra, don Francisco Pizarro se abrazó con su padre y don Juan de Orellana con su hermano, que eran sus grandes amigos.

Don Francisco dijo al padre:

¿Dónde está vuestra discreción, señor don Pedro Tenorio? ¿Cómo, y es posible que vos mismo queráis fabricar vuestra ofensa? ¿No veis que estos agravios, antes que la pena traen las disculpas consigo? ¿Qué tiene Rosanio que no merezca a Feliciana, o qué le quedará a Feliciana de aquí adelante si pierde a Rosanio?

Casi estas mismas o semejantes razones decía don Juan de Orellana a su hermano, añadiendo más, porque le dijo:

Señor Don Sancho, nunca la cólera prometió buen fin de sus ímpetus: ella es pasión del ánimo, y el ánimo apasionado pocas veces acierta en lo que emprende. Vuestra hermana supo escoger buen marido; tomar venganza de que no se guardaron las debidas ceremonias y respetos, no será bien hecho, porque os pondréis a peligro de derribar y echar por tierra todo el edificio de vuestro sosiego. Mirad, señor Don Sancho, que tengo una prenda vuestra en mi casa: un sobrino os tengo, que no le podréis negar si no os negáis a vos mismo: tanto es lo que os parece.

La respuesta que dio el padre a Don Francisco fue llegarse a su hijo don Sancho y quitalle la daga de las manos, y luego fue a abrazar a Rosanio, el cual, dejándose derribar a los pies del que ya conoció ser su suegro, se los besó mil veces. Arrodillóse también ante su padre Feliciana, derramó lágrimas, envió suspiros, vinieron desmayos. La alegría discurrió por todos los circunstantes; ganó fama de prudente el padre, de prudente el hijo, y los amigos de discretos y bien hablados. Llevólos el Corregidor a su casa, regalólos el prior del santo monasterio abundantísimamente; visitaron las reliquias los peregrinos, que son muchas, santísimas y ricas; confesaron sus culpas, recibieron los sacramentos, y en este tiempo, que fue el de tres días, envío Don Francisco por el niño que le había llevado la labradora, que era el mismo que Rosanio dio a Periandro la noche que le dio la cadena, el cual era tan lindo que el abuelo, puesta en olvido toda injuria, dijo viéndole:

¡Que mil bienes haya la madre que te parió y el padre que te engendró!

Y, tomándole en sus brazos, tiernamente le bañó el rostro con lágrimas, y se las enjugó con besos y las limpió con sus canas.

Pidió Auristela a Feliciana le diese el traslado de los versos que había cantado delante de la santísima imagen, al cual respondió que solamente había cantado cuatro estancias, y que todas eran doce, dignas de ponerse en la memoria. Y así, las escribió, que eran éstas:

Antes que de la mente eterna fuera

saliesen [los] espíritus alados,

y antes que la veloz o tarda esfera

tuviese movimientos señalados,

y antes que aquella escuridad primera

los cabellos del sol viese dorados,

fabricó para sí Dios una casa

de santísima, y limpia y pura masa.

Los altos y fortísimos cimientos,

sobre humildad profunda se fundaron;

y, mientras más a la humildad atentos,

más la fábrica regia levantaron.

Pasó la tierra, pasó el mar; los vientos

atrás, como más bajos, se quedaron,

el fuego pasa, y con igual fortuna

debajo de sus pies tiene la luna.

De fee son los pilares, de esperanza;

los muros desta fábrica bendita

ciñe la caridad, por quien se alcanza

duración, como Dios, siempre infinita;

su recreo se aumenta en su templanza,

su prudencia, los grados facilita

del bien que ha de gozar, por la grandeza

de su mucha justicia y fortaleza.

Adornan este alcázar soberano

profundos pozos, perenales fuentes,

huertos cerrados, cuyo fruto sano

es bendición y gloria de las gentes;

están a la siniestra y diestra mano

cipreses altos, palmas eminentes,

altos cedros, clarísimos espejos

que dan lumbre de gracia cerca y lejos.

El cinamomo, el plátano y la rosa

de Hiericó se halla en sus jardines

con aquella color, y aun más hermosa,

de los más abrasados querubines.

Del pecado la sombra tenebrosa,

ni llega, ni se acerca a sus confines:

todo es luz, todo es gloria, todo es cielo,

este edificio que hoy se muestra al suelo.

De Salomón el templo se nos muestra

hoy, con la perfeción a Dios posible,

donde no se oyó golpe que la diestra

mano diese a la obra convenible;

hoy, haciendo de sí gloriosa muestra,

salió la luz del sol inacesible;

hoy nuevo resplandor ha dado al día

la clarísima estrella de María.

Antes que el sol, la estrella hoy da su lumbre:

prodigiosa señal, pero tan buena

que, sin guardar de agüeros la costumbre,

deja el alma de gozo y bienes llena.

Hoy la humildad se vio puesta en la cumbre;

hoy comenzó a romperse la cadena

del hierro antiguo, y sale al mundo aquella

prudentísima Ester, que el sol más bella.

Niña de Dios, por nuestro bien nacida;

tierna, pero tan fuerte que la frente,

en soberbia maldad endurecida,

quebrantasteis de la infernal serpiente.

Brinco de Dios, de nuestra muerte vida,

pues vos fuistes el medio conveniente,

que redujo a pacífica concordia

de Dios y el hombre la mortal discordia.

La justicia y la paz hoy se han juntado

en vos, Virgen santísima, y con gusto

el dulce beso de la paz se han dado,

arra y señal del venidero Augusto.

Del claro amanecer, del sol sagrado,

sois la primera aurora; sois del justo

gloria; del pecador, firme esperanza;

de la borrasca antigua, la bonanza.

Sois la paloma que al eterno fuistes

llamada desde el cielo, sois la esposa

que al sacro Verbo limpia carne distes,

por quien de Adán la culpa fue dichosa;

sois el brazo de Dios, que detuvistes

de Abrahán la cuchilla rigurosa,

y para el sacrificio verdadero

nos distes el mansísimo Cordero.

Creced, hermosa planta, y dad el fruto

presto en sazón, por quien el alma espera

cambiar en ropa rozagante el luto

que la gran culpa le vistió primera.

De aquel inmenso y general tributo

la paga conveniente y verdadera

en vos se ha de fraguar: creed, Señora,

que sois universal remediadora.

Ya en las empíreas sacrosantas salas

el paraninfo alígero se apresta,

o casi mueve las doradas alas,

para venir con la embajada honesta:

que el olor de virtud que de ti exhalas,

Virgen bendita, sirve de recuesta

y apremio, a que se vea en ti muy presto

del gran poder de Dios echado el resto.

Estos fueron los versos que comenzó a cantar Feliciana, y los que dio por escrito después, que fueron de Auristela más estimados que entendidos.

En resolución, las paces de los desavenidos se hicieron; Feliciana, esposo, padre y hermano, se volvieron a su lugar, dejando orden a don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana les enviasen el niño. Pero no quiso Feliciana pasar el disgusto que da el esperar, y así, se le llevó consigo, con cuyo suceso quedaron todos alegres.









Capítulo sexto del tercero libro



Cuatro días se estuvieron los peregrinos en Guadalupe, en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio. Digo comenzaron, porque de acabarlas de ver es imposible. Desde allí se fueron a Trujillo, adonde asimismo fueron agasajados de los dos nobles caballeros don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana, y allí de nuevo refirieron el suceso de Feliciana, y ponderaron, al par de su voz, su discreción y el buen proceder de su hermano y de su padre, exagerando Auristela los corteses ofrecimientos que Feliciana le había hecho al tiempo de su partida.

La ida de Trujillo fue de allí a dos días la vuelta de Talavera, donde hallaron que se preparaba para celebrar la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término que si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad, ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgines. Quisieran esperar a verla; pero, por no dar más espacio a su espacio, pasaron adelante, y se quedaron sin satisfacer su deseo.

Seis leguas se habrían alongado de Talavera, cuando delante de sí vieron que caminaba una peregrina, tan peregrina que iba sola, y escusóles el darla voces a que se detuviese el haberse ella sentado sobre la verde yerba de un pradecillo, o ya convidada del ameno sitio, o ya obligada del cansancio.

Llegaron a ella, y hallaron ser de tal talle que nos obliga a describirle: la edad, al parecer, salía de los términos de la mocedad y tocaba en las márgenes de la vejez; el rostro daba en rostro, porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella; el vestido era una esclavina rota, que le besaba los calcañares, sobre la cual traía una muceta, la mitad guarnecida de cuero, que por roto y despedazado no se podía distinguir si de cordobán o si de badana fuese; ceñíase con un cordón de esparto, tan abultado y poderoso que más parecía gúmena de galera que cordón de peregrina; las tocas eran bastas, pero limpias y blancas; cubríale la cabeza un sombrero viejo, sin cordón ni toquilla, y los pies unos alpargates rotos, y ocupábale la mano un bordón hecho a manera de cayado, con una punta de acero al fin; pendíale del lado izquierdo una calabaza de más que mediana estatura, y apesgábale el cuello un rosario, cuyos padrenuestros eran mayores que algunas bolas de las con que juegan los muchachos al argolla. En efeto, toda ella era rota y toda penitente, y, como después se echó de ver, toda de mala condición.

Saludáronla en llegando, y ella les volvió las saludes con la voz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave. Preguntáronla adónde iba, y qué peregrinación era la suya, y, diciendo y haciendo, convidados, como ella, del ameno sitio, se le sentaron a la redonda, dejaron pacer el bagaje que les servía de recámara, de despensa y botillería, y, satisfaciendo a la hambr[e], alegremente la convidaron, y ella, respondiendo a la pregunta que la habían hecho, dijo:

Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos: quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad; y así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí me iré al Niño de la Guardía, y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra; tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras, y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viérades la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen, llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos, el solemne día que he dicho, le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan.

Suspensos quedaron los peregrinos de la relación de la nueva, aunque vieja, peregrina, y casi les comenzó a bullir en el alma la gana de irse con ella a ver tantas maravillas; pero, la que llevaban de acabar su camino no dio lugar a que nuevos deseos lo impidiesen.

Desde allí prosiguió la peregrina, no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan.

A lo que dijo Antonio el padre:

Paréceme, señora peregrina, que os da en el rostro la peregrinación.

Eso no respondió ella, que bien sé que es justa, santa y loable, y que siempre la ha habido y la ha de haber en el mundo, pero estoy mal con los malos peregrinos, como son los que hacen granjería de la santidad, y ganancia infame de la virtud loable; con aquellos, digo, que saltean la limosna de los verdaderos pobres. Y no digo más, aunque pudiera.

En esto, por el camino real que junto a ellos estaba, vieron venir un hombre a caballo, que, llegando a igualar con ellos, al quitarles el sombrero para saludarles y hacerles cortesía, habiendo puesto la cabalgadura, como después pareció, la mano en un hoyo, dio consigo y con su dueño al través una gran caída. Acudieron todos luego a socorrer al caminante, que pensaron hallar muy malparado. Arrendó Antonio el mozo la cabalgadura, que era un poderoso macho, y al dueño le abrigaron lo mejor que pudieron, y le socorrieron con el remedio más ordinario que en tales casos se usa, que fue darle a beber un golpe de agua; y, hallando que su mal no era tanto como pensaban, le dijeron que bien podía volver a subir y a seguir su camino, el cual hombre les dijo:

Quizá, señores peregrinos, ha permitido la suerte que yo haya caído en este llano para poder levantarme de los riscos donde la imaginación me tiene puesta el alma. «Yo, señores, aunque no queráis saberlo, quiero que sepáis que soy estranjero, y de nación polaco; muchacho salí de mi tierra, y vine a España, como a centro de los estranjeros y a madre común de las naciones; serví a españoles, aprendí la lengua castellana de la manera que veis que la hablo, y, llevado del general deseo que todos tienen de ver tierras, vine a Portugal a ver la gran ciudad de Lisboa, y la misma noche que entré en ella, me sucedió un caso que, si le creyéredes, haréis mucho, y si no, no importa nada, puesto que la verdad ha de tener siempre su asiento, aunque sea en sí misma.»

Admirados quedaron Periandro y Auristela, y los demás compañeros, de la improvisa y concertada narración del caído caminante; y, con gusto de escucharle, le dijo Periandro que prosiguiese en lo que decir quería, que todos le darían crédito, porque todos eran corteses y en las cosas del mundo esperimentados. Alentado con esto, el caminante prosiguió diciendo:

«Digo que la primera noche que entré en Lisboa, yendo por una de sus principales calles, o rúas, como ellos las llaman, por mejorar de posada, que no me había parecido bien una donde me había apeado, al pasar de un lugar estrecho y no muy limpio, un embozado portugués con quien encontré, me desvió de sí con tanta fuerza que tuve necesidad de arrimarme al suelo. Despertó el agravio la cólera, remití mi venganza a mi espada, puse mano, púsola el portugués con gallardo brío y desenvoltura, y la ciega noche y la fortuna más ciega a la luz de mi mejor suerte, sin saber yo adónde, encaminó la punta de mi espada a la vista de mi contrario, el cual, dando de espaldas, dio el cuerpo al suelo y el alma adonde Dios se sabe. Luego me representó el temor lo que había hecho, pasméme, puse en el huir mi remedio; quise huir, pero no sabía adónde, mas el rumor de la gente, que me pareció que acudía, me puso alas en los pies, y, con pasos desconcertados, volví la calle abajo, buscando donde esconderme o adonde tener lugar de limpiar mi espada, porque si la justicia me cogiese no me hallase con manifiestos indicios de mi delito. Yendo, pues, así, ya del temor desmayado, vi una luz en una casa principal, y arrojéme a ella sin saber con qué disinio. Hallé una sala baja abierta y muy bien aderezada; alargué el paso y entré en otra cuadra, también bien aderezada; y, llevado de la luz que en otra cuadra parecía, hallé en un rico lecho echada una señora que, alborotada, sentándose en él, me preguntó quién era, qué buscaba, y adónde iba, y quién me había dado licencia de entrar hasta allí con tan poco respeto. Yo le respondí: ``Señora, a tantas preguntas no os puedo responder, sino sólo con deciros que soy un hombre estranjero, que, a lo que creo, dejo muerto a otro en esa calle, más por su desgracia y su soberbia que por mi culpa. Suplícoos, por Dios y por quien sois, que me escapéis del rigor de la justicia, que pienso que me viene siguiendo''. ``¿Sois castellano?'', me preguntó en su lengua portuguesa. ``No, señora le respondí yo, sino forastero, y bien lejos de esta tierra''. ``Pues, aunque fuérades mil veces castellano replicó ella, os librara yo si pudiera, y os libraré si puedo. Subid por cima deste lecho, y entraos debajo deste tapiz, y entraos en un hueco que aquí hallaréis; y no os mováis, que si la justicia viniere, me tendrá respeto y creerá lo que yo quisiere decirles''.

»Hice luego lo que me mandó, alcé el tapiz, hallé el hueco, estrechéme en él, recogí el aliento y comencé a encomendarme a Dios lo mejor que pude; y, estando en esta confusa aflicción, entró un criado de casa, diciendo casi a gritos: ``Señora, a mi señor don Duarte han muerto, aquí le traen pasado de una estocada de parte a parte por el ojo derecho, y no se sabe el matador, ni la ocasión de la pendencia, en la cual apenas se oyeron los golpes de las espadas: solamente hay un muchacho que dice que vio entrar un hombre huyendo en esta casa''. ``Ese debe de ser el matador, sin duda respondió la señora, y no podrá escaparse. ¡Cuántas veces temía yo, ay desdichada, ver que traían a mi hijo sin vida, porque de su arrogante proceder no se podían esperar sino desgracias!'' En esto, en hombros de otros cuatro entraron al muerto, y le tendieron en el suelo, delante de los ojos de la afligida madre, la cual con voz lamentable comenzó a decir: ``¡Ay, venganza, y cómo estás llamando a las puertas del alma! Pero no consiente que responda a tu gusto el que yo tengo de guardar mi palabra. ¡Ay, con todo esto, dolor, que me aprietas mucho!''

»Considerad, señores, cuál estaría mi corazón oyendo las apretadas razones de la madre, a quien la presencia del muerto hijo me parecía a mí que le ponían en las manos mil géneros de muertes con que de mí se vengase: que bien estaba claro que había de imaginar que yo era el matador de su hijo. Pero, ¿qué podía yo hacer entonces, sino callar y esperar en la misma desesperación? Y más cuando entró en el aposento la justicia, que con comedimiento dijo a la señora: ``Guiados por la voz de un muchacho, que dice que se entró en esta casa el homicida deste caballero, nos hemos atrevido a entrar en ella''. Entonces yo abrí los oídos, y estuve atento a las respuestas que daría la afligida madre, la cual respondió, llena el alma de generoso ánimo y de piedad cristiana: ``Si ese tal hombre ha entrado en esta casa, no a lo menos en esta estancia; por allá le pueden buscar, aunque plegue a Dios que no le hallen, porque mal se remedia una muerte con otra, y más cuando las injurias no proceden de malicia''.

»Volvióse la justicia a buscar la casa, y volvieron en mí los espíritus que me habían desamparado. Mandó la señora quitar delante de sí el cuerpo muerto del hijo, y que le amortajasen y desde luego diesen orden en su sepultura; mandó asimismo que la dejasen sola, porque no estaba para recebir consuelos y pésames de infinitos que venían a dárselos, ansí de parientes como de amigos y conocidos. Hecho esto, llamó a una doncella suya, que, a lo que pareció, debió de ser de la que más se fiaba; y, habiéndola hablado al oído, la despidió, mandándole cerrase tras sí la puerta. Ella lo hizo así, y la señora, sentándose en el lecho, tentó el tapiz; y, a lo que pienso, me puso las manos sobre el corazón, el cual, palpitando apriesa, daba indicios del temor que le cercaba. Ella, viendo lo cual, me dijo con baja y lastimada voz: ``Hombre, quienquiera que seas, ya ves que me has quitado el aliento de mi pecho, la luz de mis ojos, y finalmente la vida que me sustentaba; pero, porque entiendo que ha sido sin culpa tuya, quiero que se oponga mi palabra a mi venganza; y así, en cumplimiento de la promesa que te hice de librarte cuando aquí entraste, has de hacer lo que ahora te diré: ponte las manos en el rostro, porque si yo me descuido en abrir los ojos, no me obligues a que te conozca, y sal de ese encerramiento y sigue a una mi doncella, que ahora vendrá aquí, la cual te pondrá en la calle y te dará cien escudos de oro con que facilites tu remedio. No eres conocido, no tienes ningún indicio que te manifieste: sosiega el pecho, que el alboroto demasiado suele descubrir el delincuente''.

»En esto, volvió la doncella; yo salí detrás del paño, cubierto el rostro con la mano, y, en señal de agradecimiento, hincado de rodillas besé el pie de la cama muchas veces, y luego seguí los de la doncella, que, asimismo callando, me asió del brazo, y por la puerta falsa de un jardín, a escuras, me puso en la calle.

»En viéndome en ella, lo primero que hice fue limpiar la espada, y con sosegado paso salí acaso a una calle principal, de donde reconocí mi posada, y me entré en ella, como si por mí no hubiera pasado ni próspero suceso ni adverso. Contóme el huésped la desgracia del recién muerto caballero, y así exageró la grandeza de su linaje como la arrogancia de su condición, de la cual se creía la habría granjeado algún enemigo secreto que a semejante término le hubiese conducido. Pasé aquella noche dando gracias a Dios de las recebidas mercedes, y ponderando el valeroso y nunca visto ánimo cristiano y admirable proceder de doña Guiomar de Sosa, que así supe se llamaba mi bienhechora. Salí por la mañana al río, y hallé en él un barco lleno de gente, que se iba a embarcar en una gran nave que en Sangián estaba de partida para las Islas Orientales; volvíme a mi posada, vendí a mi huésped la cabalgadura, y, cerrando todos mis discursos en el puño, volví al río y al barco, y otro día me hallé en el gran navío fuera del puerto, dadas las velas al viento, siguiendo el camino que se deseaba.

»Quince años he estado en las Indias, en los cuales, sirviendo de soldado con valentísimos portugueses, me han sucedido cosas de que quizá pudieran hacer una gustosa y verdadera historia, especialmente de las hazañas de la en aquellas partes invencible nación portuguesa, dignas de perpetua alabanza en los presentes y venideros siglos. Allí granjeé algún oro y algunas perlas, y cosas más de valor que de bulto, con las cuales y con la ocasión de volverse mi general a Lisboa, volví a ella, y de allí me puse en camino para volverme a mi patria, determinando ver primero todas las mejores y más principales ciudades de España. Reducí a dineros mis riquezas, y a pólizas los que me pareció ser necesario para mi camino, que fue el que primero intenté venir a Madrid, donde estaba recién venida la corte del gran Felipe Tercero; pero ya mi suerte, cansada de llevar la nave de mi ventura con próspero viento por el mar de la vida humana, quiso que diese en un bajío que la destrozase toda; y ansí, hizo que, en llegando una noche a Talavera, un lugar que no está lejos de aquí, me apeé en un mesón, que no me sirvió de mesón, sino de sepultura, pues en él hallé la de mi honra.

»¡Oh fuerzas poderosas de amor; de amor, digo, inconsiderado, presuroso y lascivo y mal intencionado, y con cuánta facilidad atropellas disinios buenos, intentos castos, proposiciones discretas! Digo, pues, que, estando en este mesón, entró en él acaso un[a] doncella de hasta diez y seis años, a lo menos a mí no me pareció de más, puesto que después supe que tenía veinte y dos. Venía en cuerpo y en tranzado, vestida de paño, pero limpísima, y al pasar junto a mí me pareció que olía a un prado lleno de flores por el mes de mayo, cuyo olor en mis sentidos dejó atrás las aromas de Arabia; llegóse la cual a un mozo del mesón, y, hablándole al oído, alzó una gran risa, y, volviendo las espaldas, salió del mesón, y se entró en una casa frontera. El mozo mesonero corrió tras ella, y no la pudo alcanzar, si no fue con una coz que le dio en las espaldas, que la hizo entrar cayendo de ojos en su casa. Esto vio otra moza del mismo mesón, y llena de cólera dijo al mozo: ``¡Por Dios, Alonso, que lo haces mal: que no merece Luisa que la santigües a coces!'' ``Como ésas le daré yo, si vivo respondió el Alonso. Calla, Martina amiga, que a estas mocitas sobresalientes, no solamente es menester ponerles la mano, sino los pies y todo''. Y con esto nos dejó solos a mí y a Martina, a la cual le pregunté que qué Luisa era aquélla, y si era casada o no. ``No es casada respondió Martina, pero serálo presto con este mozo Alonso que habéis visto; y, en fe de los tratos que andan entre los padres della y los dél, de esposa, se atreve Alonso a molella a coces todas las veces que se le antoja, aunque muy pocas son sin que ella las merezca; porque, si va a decir la verdad, señor huésped, la tal Luisa es algo atrevidilla, y algún tanto libre y descompuesta. Harto se lo he dicho yo, mas no aprovecha: no dejará de seguir su gusto si la sacan los ojos; pues, en verdad en verdad, que una de las mejores dotes que puede llevar una doncella es la honestidad, que buen siglo haya la madre que me parió, que fue persona que no me dejó ver la calle ni aun por un agujero, cuanto más salir al umbral de la puerta: sabía bien, como ella decía, que la mujer y la gallina, etc.'' ``Dígame, señora Martina le repliqué yo: ¿cómo de la estrecheza de ese noviciado vino a hacer profesión en la anchura de un mesón?'' ``Hay mucho que decir en eso dijo Martina, y aun yo tuviera más que decir de estas menudencias, si el tiempo lo pidiera o el dolor que traigo en el alma lo permitiera''.»









Capítulo sétimo del tercero libro



Con atención escuchaban los peregrinos el peregrino, cuando del polaco ya deseaban saber qué dolor traía en el alma, como sabían el que debía de tener en el cuerpo. A quien dijo Periandro:

Contad, señor, lo que quisiéredes y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga. Así que, señor, seguid vuestra historia, contad de Alonso y de Mar[t]ina, acocead a vuestro gusto a Luisa, casalda o no la caséis, séase ella libre y desenvuelta como un cernícalo, que el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus sucesos, según lo hallo yo en mi astrología.

Digo, pues, señores respondió el polaco, que, usando de esa buena licencia, no me quedará cosa en el tintero que no la ponga en la plana de vuestro juicio. «Con todo el que entonces tenía, que no debía de ser mucho, fui y vine una y muchas veces aquella noche a pensar en el donaire, en la gracia y en la desenvoltura de la sin par, a mi parecer, ni sé si la llame vecina moza o conocida de mi huéspeda. Hice mil disignios, fabriqué mil torres de viento, caséme, tuve hijos y di dos higas al qué dirán; y, finalmente, me resolví de dejar el primer intento de mi jornada y quedarme en Talavera, casado con la diosa Venus, que no menos hermosa me pareció la muchacha, aunque acoceada por el mozo del mesonero. Pasóse aquella noche, tomé el pulso a mi gusto, y halléle tal que, a no casarme con ella, en poco espacio de tiempo había de perder, perdiendo el gusto, la vida, que ya había depositado en los ojos de mi labradora. Y, atropellando por todo género de inconvenientes, determiné de hablar a su padre, pidiéndosela por mujer. Enseñéle mis perlas, manifestéle mis dineros, díjele alabanzas de mi ingenio y de mi industria, no sólo para conservarlos, sino para aumentarlos; y, con estas razones y con el alarde que le había hecho de mis bienes, vino más blando que un guante a condecender con mi deseo, y más cuando vio que yo no reparaba en dote, pues con sola la hermosura de su hija me tenía por pagado, contento y satisfecho deste concierto.

»Quedó Alonso despechado; Luisa, mi esposa, rostrituerta; como lo dieron a entender los sucesos que de allí a quince días acontecieron, con dolor mío y vergüenza suya, que fueron acomodarse mi esposa con algunas joyas y dineros míos, con los cuales, y con ayuda de Alonso, que le puso alas en la voluntad y en los pies, desapareció de Talavera dejándome burlado y arrepentido, y dando ocasión al pueblo a que de su inconstancia y bellaquería en corrillos hablasen. Hízome el agravio acudir a la venganza, pero no hallé en quién tomarla sino en mí propio, que con un lazo estuve mil veces por ahorcarme; pero la suerte, que quizá para satisfacerme de los agravios que me tiene hechos me guarda, ha ordenado que mis enemigos hayan parecido presos en la cárcel de Madrid, de donde he sido avisado que vaya a ponerles la demanda y a seguir mi justicia; y así, voy con voluntad determinada de sacar con su sangre las manchas de mi honra, y, con quitarles las vidas, quitar de sobre mis hombros la pesada carga de su delito, que me trae aterrado y consumido. ¡Vive Dios, que han de morir! ¡Vive Dios, que me he de vengar! ¡Vive Dios, que ha de saber el mundo que no sé disimular agravios, y más los que son tan dañosos que se entran hasta las médulas del alma! A Madrid voy. Ya estoy mejor de mi caída. No hay sino ponerme a caballo, y guárdense de mí hasta los mosquitos del aire, y no me lleguen a los oídos ni ruegos de frailes, ni llantos de personas devotas, ni promesas de bien intencionados corazones, ni dádivas de ricos, ni imperios ni mandamientos de grandes, ni toda la caterva que suele proceder a semejantes acciones: que mi honra ha de andar sobre su delito como el aceite sobre el agua.»

Y, diciendo esto, se iba a levantar muy ligero, para volver a subir y a seguir su viaje; viendo lo cual Periandro, asiéndole del brazo, le detuvo, y le dijo:

Vos, señor, ciego de vuestra cólera, no echáis de ver que vais a dilatar y a estender vuestra deshonra. Hasta agora no estáis más deshonrado de entre los que os conocen en Talavera, que deben de ser bien pocos, y agora vais a serlo de los que os conocerán en Madrid; queréis ser como el labrador que crió la víbora serpiente en el seno todo el invierno, y, por merced del cielo, cuando llegó el verano, donde ella pudiera aprovecharse de su ponzoña, no la halló porque se había ido; el cual, sin agradecer esta merced al cielo, quiso irla a buscar y volverla a anidar en su casa y en su seno, no mirando ser suma prudencia no buscar el hombre lo que no le está bien hallar, y a lo que comúnmente se dice, que, al enemigo que huye, la puente de plata, y el mayor que el hombre tiene suele decirse que es la mujer propia. Pero esto debe de ser en otras religiones que en la cristiana, entre las cuales los matrimonios son una manera de concierto y conveniencia, como lo es el de alquilar una casa o otra alguna heredad; pero en la religión católica, el casamiento es sacramento que sólo se desata con la muerte, o con otras cosas que son más duras que la misma muerte, las cuales pueden escusar la cohabitación de los dos casados, pero no deshacer el nudo con que ligados fueron. ¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadahalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder, como digo, sino hacer más público vuestro agravio? Porque las venganzas castigan, pero no quitan las culpas; y las que en estos casos se cometen, como la enmienda no proceda de la voluntad, siempre se están en pie, y siempre están vivas en las memorias de las gentes, a lo menos, en tanto que vive el agraviado. Así que, señor, volved en vos, y, dando lugar a la misericordia, no corráis tras la justicia. Y no os aconsejo por esto a que perdonéis a vuestra mujer, para volvella a vuestra casa, que a esto no hay ley que os obligue; lo que os aconsejo es que la dejéis, que es el mayor castigo que podréis darle. Vivid lejos della, y viviréis; lo que no haréis estando juntos, porque moriréis continuo. La ley del repudio fue muy usada entre los romanos; y, puesto que sería mayor caridad perdonarla, recogerla, sufrirla y aconsejarla, es menester tomar el pulso a la paciencia y poner en un punto estremado a la discreción, de la cual pocos se pueden fiar en esta vida, y más cuando la contrastan inconvenientes tantos y tan pesados. Y, finalmente, quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal en quitarles las vidas, que no se ha de cometer por todas las ganancias que la honra del mundo ofrezca.

Atento estuvo a estas razones de Periandro el colérico polaco; y, mirándole de hito en hito, respondió:

Tu, señor, has hablado sobre tus años: tu discreción se adelanta a tus días, y la madurez de tu ingenio a tu verde edad; un ángel te ha movido la lengua, con la cual has ablandado mi voluntad, pues ya no es otra la que tengo si no es la de volverme a mi tierra a dar gracias al cielo por la merced que me has hecho. Ayúdame a levantar, que si la cólera me volvió las fuerzas, no es bien que me las quite mi bien considerada paciencia.

Eso haremos todos de muy buena gana dijo Antonio el padre.

Y, ayudándole a subir en el macho, abrazándoles a todos primero, dijo que quería volver a Talavera a cosas que a su hacienda tocaban, y que desde Lisboa volvería por la mar a su patria. Díjoles su nombre, que se llamaba Ortel Banedre, que respondía en castellano Martín Banedre; y, ofreciéndoseles de nuevo a su servicio, volvió las riendas hacia Talavera, dejando a todos admirados de sus sucesos y del buen donaire con que los había contado.

Aquella noche la pasaron los peregrinos en aquel mismo lugar, y, de allí a dos días, en compañía de la antigua peregrina, llegaron a la Sagra de Toledo, y a vista del celebrado Tajo, famoso por sus arenas y claro por sus líquidos cristales.









Capítulo octavo del tercero libro



No es la fama del río Tajo tal que la cierren límites, ni la ignoren las más remotas gentes del mundo; que a todos se estiende y a todos se manifiesta, y en todos hace nacer un deseo de conocerle; y, como es uso de los setentrionales ser toda la gente principal versada en la lengua latina y en los antiguos poetas, éralo asimismo Periandro, como uno de los más principales de aquella nación; y, así por esto como por haber mostrádole a la luz del mundo aquellos días las famosas obras del jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, y haberlas él visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río, dijo:

No diremos: Aquí dio fin a su cantar Salicio, sino: Aquí dio principio a su cantar Salicio; aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos, dieron lugar a que la admiración de su canto fuese de lengua en lengua y de gente en gentes por todas las de la tierra. ¡Oh venturosas, pues, cristalinas aguas, doradas arenas! ¡Qué digo yo doradas, antes de puro oro nacidas! Recoged a este pobre peregrino, que, como desde lejos os adora, os piensa reverenciar desde cerca.

Y, poniendo la vista en la gran ciudad de Toledo, fue esto lo que dijo:

¡Oh peñascosa pesadumbre, gloria de España y luz de sus ciudades, en cuyo seno han estado guardadas por infinitos siglos las reliquias de los valientes godos, para volver a resucitar su muerta gloria y a ser claro espejo y depósito de católicas ceremonias! ¡Salve, pues, oh ciudad santa, y da lugar que en ti le tengan éstos que venimos a verte!

Esto dijo Periandro, que lo dijera mejor Antonio el padre, si tan bien como él lo supiera; porque las lecciones de los libros muchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas, que no la tienen los mismos que las han visto, a causa que el que lee con atención, repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y con esto excede la lección [a] la vista.

Casi en este mismo instante resonó en sus oídos el son de infinitos y alegres instrumentos que por los valles que la ciudad rodean se estendían, y vieron venir hacia donde ellos estaban escuadrones no armados de infantería, sino montones de doncellas, sobre el mismo sol hermosas, vestidas a lo villano, llenas de sartas y patenas los pechos, en quien los corales y la plata tenían su lugar y asiento, con más gala que las perlas y el oro, que aquella vez se hurtó de los pechos y se acogió a los cabellos, que todos eran luengos y rubios como el mismo oro; venían, aunque sueltos por las espaldas, recogidos en la cabeza con verdes guirnaldas de olorosas flores. Campeó aquel día y en ellas, antes la palmilla de Cuenca que el damasco de Milán y el raso de Florencia. Finalmente, la rusticidad de sus galas se aventajaba a las más ricas de la corte, porque si en ellas se mostraba la honesta medianía, se descubría asimismo la estremada limpieza: todas eran flores, todas rosas, todas donaire, y todas juntas componían un honesto movimiento, aunque de diferentes bailes formado, el cual movimiento era incitado del son de los diferentes instrumentos ya referidos.

Alrededor de cada escuadrón andaban por de fuera, de blanquísimo lienzo vestidos y con paños labrados rodeadas las cabezas, muchos zagales, o ya sus parientes, o ya sus conocidos, o ya vecinos de sus mismos lugares: uno tocaba el tamboril y la flauta, otro el salterio, éste las sonajas y aquél los albogues. Y de todos estos sones redundaba uno solo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música.

Y, al pasar uno destos escuadrones o junta de bailadoras doncellas por delante de los peregrinos, uno, que a lo que después pareció era el alcalde del pueblo, asió a una de aquellas doncellas del brazo, y, mirándola muy bien de arriba abajo, con voz alterada y de mal talante la dijo:

¡Ah, Tozuelo, Tozuelo, y qué de poca vergüenza os acompaña! ¿Bailes son éstos para ser profanados? ¿Fiestas son éstas para no llevarlas sobre las niñas de los ojos? No sé yo cómo consienten los cielos semejantes maldades. Si esto ha sido con sabiduría de mi hija Clementa Cobeña, ¡por Dios que nos han de oír los sordos!

Apenas acabó de decir esta palabra el alcalde, cuando llegó otro alcalde y le dijo:

Pedro Cobeño, si os oyesen los sordos, sería hacer milagros. Contentaos con que nosotros nos oigamos a nosotros, y sepamos en qué os ha ofendido mi hijo Tozuelo, que si él ha dilinquido contra vos, justicia soy yo que le podré y sabré castigar.

A lo que respondió Cobeño:

El delinquimiento ya se vee, pues siendo varón va vestido de hembra; y no de hembra comoquiera, sino de doncella de su Majestad, en sus fiestas; porque veáis, alcalde Tozuelo, si es mocosa la culpa. Témome que mi hija Cobeña anda por aquí, porque estos vestidos de vuestro hijo me parecen suyos, y no querría que el diablo hiciese de las suyas, y, sin nuestra sabiduría, los juntase sin las bendiciones de la Iglesia; que ya sabéis que estos casorios hechos a hurtadillas, por la mayor parte pararon en mal, y dan de comer a los de la audiencia clerical, que es muy carera.

A esto respondió por Tozuelo una doncella labradora, de muchas que se pararon a oír la plática:

Si va a decir la verdad, señores alcaldes, tan marida es Mari Cobeña de Tozuelo, y él marido della, como lo es mi madre de mi padre y mi padre de mi madre. Ella está en cinta, y no está para danzar ni bailar. Cásenlos, y váyase el diablo para malo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

¡Par Dios, hija! respondió Tozuelo. Vos decís muy bien: entrambos son iguales; no es más cristiano viejo el uno que el otro; las riquezas se pueden medir con una misma vara.

Agora bien replicó Cobeño, llamen aquí a mi hija, que ella lo deslindará todo, que no es nada muda.

Vino Cobeña, que no estaba lejos, y lo primero que dijo fue:

Ni yo he sido la primera, ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos: Tozuelo es mi esposo, y yo su esposa, y perdónenos Dios a entrambos, cuando nuestros padres no quisieren.

Eso sí, hija dijo su padre. ¡La vergüenza por los cerros de Úbeda, antes que en la cara! Pero, pues esto está ya hecho, bien será que el alcalde Tozuelo se sirva de que este caso pase adelante, pues vosotros no le habéis querido dejar atrás.

¡Par diez dijo la doncella primera, que el señor alcalde Cobeño ha hablado como un viejo! Dense estos niños las manos, si es que no se las han dado hasta agora, y queden para en uno, como lo manda la Santa Iglesia Nuestra Madre, y vamos con nuestro baile al olmo, que no se ha de estorbar nuestra fiesta por niñerías.

Vino Tozuelo con el parecer de la moza, diéronse las manos los donceles, acabóse el pleito, y pasó el baile adelante: que si con esta verdad se acabaran todos los pleitos, secas y peladas estuvieran las solícitas plumas de los escribanos.

Quedaron Periandro, Auristela y los demás peregrinos contentísimos de haber visto la pendencia de los dos amantes, y admirados de ver la hermosura de las labradoras doncellas, que parecía, todas a una mano, que eran principio, medio y fin de la humana belleza.

No quiso Periandro que entrasen en Toledo, porque así se lo pidió Antonio el padre, a quien aguijaba el deseo que tenía de ver a su patria y a sus padres, que no estaban lejos, diciendo que para ver las grandezas de aquella ciudad, convenía más tiempo que el que su priesa les ofrecía. Por esta misma razón, tampoco quisieron pasar por Madrid, donde a la sazón estaba la corte, temiendo algún estorbo que su camino les impidiese. Confirmóles en este parecer la antigua peregrina, diciéndoles que andaban en la corte ciertos pequeños, que tenían fama de ser hijos de grandes; que, aunque pájaros noveles, se abatían al señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquiera calidad que fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sino hermosura.

A lo que añadió Antonio el padre:

Desa manera será menester que usemos de la industria que usan las grullas, cuando, mudando regiones, pasan por el monte Limabo, en el cual las están aguardando unas aves de rapiña para que les sirvan de pasto; pero ellas, previniendo este peligro, pasan de noche, y llevan una piedra cada una en la boca, para que les impida el canto y escusen de ser sentidas; cuanto más que la mejor industria que podemos tener es seguir la ribera deste famoso río, y, dejando la ciudad a mano derecha, guardando para otro tiempo el verla, nos vamos a Ocaña, y desde allí al Quintanar de la Orden, que es mi patria.

Viendo la peregrina el disignio del viaje que había hecho Antonio, dijo que ella quería seguir el suyo, que le venía más a cuento. La hermosa Ricla le dio dos monedas de oro en limosna, y la peregrina se despidió de todos, cortés y agradecida.

Nuestros peregrinos pasaron por Aranjuez, cuya vista, por ser en tiempo de primavera, en un mismo punto les puso la admiración y la alegría; vieron de iguales y estendidas calles, a quien servían de espaldas y arrimos los verdes y infinitos árboles: tan verdes que las hacían parecer de finísimas esmeraldas; vieron la junta, los besos y abrazos que se daban los dos famosos ríos Henares y Tajo; contemplaron sus sierras de agua; admiraron el concierto de sus jardines y de la diversidad de sus flores; vieron sus estanques, con más peces que arenas, y sus esquisitos frutales, que por aliviar el peso a los árboles tendían las ramas por el suelo; finalmente, Periandro tuvo por verdadera la fama que deste sitio por todo el mundo se esparcía.

Desde allí fueron a la villa de Ocaña, donde supo Antonio que sus padres vivían, y se informó de otras cosas que le alegraron, como luego se dirá.









Capítulo nono del tercer libro



Con los aires de su patria se regocijaron los espíritus de Antonio, y con el visitar a Nuestra Señora de Esperanza, a todos se les alegró el alma. Ricla y sus dos hijos se alborozaron con el pensamiento de que habían de ver presto, ella a sus suegros, y ellos a sus abuelos, de quien ya se había informado Antonio que vivían, a pesar del sentimiento que la ausencia de su hijo les había causado: supo asimismo cómo su contrario había heredado el estado de su padre, y que había muerto en amistad de su padre de Antonio, a causa que, con infinitas pruebas, nacidas de la intrincada seta del duelo, se había averiguado que no fue afrenta la que Antonio le hizo, porque las palabras que en la pendencia pasaron fueron con la espada desnuda, y la luz de las armas quita la fuerza a las palabras, y las que se dicen con las espadas desnudas no afrentan, puesto que agravian; y así, el que quiere tomar venganza dellas, no se ha de entender que satisface su afrenta, sino que castiga su agravio, como se mostrará en este ejemplo. Prosupongamos que yo digo una verdad manifiesta; respóndeme un desalumbrado que miento y mentiré todas las veces que lo dijere, y, poniendo mano a la espada, sustenta aquella desmentida; yo, que soy el desmentido, no tengo necesidad de volver por la verdad que dije, la cual no puede ser desmentida en ninguna manera, pero tengo necesidad de castigar el poco respeto que se me tuvo; de modo que el desmentido, desta suerte, puede entrar en campo con otro, sin que se le ponga por objeción que está afrentado, y que no puede entrar en campo con nadie hasta que se satisfaga, porque, como tengo dicho, es grande la diferencia que hay entre agravio y afrenta.

En efeto, digo que supo Antonio la amistad de su padre y de su contrario, y que, pues ellos habían sido amigos, se habría bien mirado su causa. Con estas buenas nuevas, con más sosiego y más contento, se puso otro día en camino con sus camaradas, a quien contó todo aquello que de su negocio sabía, y que un hermano del que pensó ser su enemigo le había heredado y quedado en la misma amistad con su padre que su hermano el muerto. Fue parecer de Antonio que ninguno saliese de su orden, porque pensaba darse a conocer a su padre, no de improviso, sino por algún rodeo que le aumentase el contento de hacerle conocido, advirtiendo que tal vez mata una súbita alegría como suele matar un improviso pesar.

De allí a tres días llegaron, al crepúsculo de la noche, a su lugar y a la casa de su padre, el cual, con su madre, según después pareció, estaba sentado a la puerta de la calle, tomando, como dicen, el fresco, por ser el tiempo de los calurosos del verano. Llegaron todos juntos, y el primero que habló fue Antonio a su mismo padre:

¿Hay por ventura, señor, en este lugar hospital de peregrinos?

Según es cristiana la gente que le habita respondió su padre, todas las casas dél son hospital de peregrinos, y, cuando otra no hubiera, esta mía, según su capacidad, sirviera por todas: prendas tengo yo por esos mundos adelante, que no sé si andarán agora buscando quien las acoja.

¿Por ventura, señor replicó Antonio, este lugar no se llama el Quintanar de la Orden, y en él no viven un apellido de unos hidalgos que se llaman Villaseñores? Dígolo, porque he conocido yo un tal Villaseñor, bien lejos desta tierra, que si él estuviera en ésta, no nos faltara posada a mí ni a mis camaradas.

¿Y cómo se llamaba, hijo dijo su madre, ese Villaseñor que decís?

Llamábase Antonio replicó Antonio, y su padre, según me acuerdo, me dijo se llamaba Diego de Villaseñor.

¡Ay, señor dijo la madre, levantándose de donde estaba, que ese Antonio es mi hijo, que por cierta desgracia ha al pie de diez y seis años que falta desta tierra! Comprado le tengo a lágrimas, pesado a suspiros y granjeado con oraciones. ¡Plegue a Dios que mis ojos le vean antes que descubra la noche de la eterna sombra! Decidme dijo: ¿Ha mucho que le vistes? ¿Ha mucho que le dejastes? ¿Tiene salud? ¿Piensa volver a su patria? ¿Acuérdase de sus padres, a quien podrá venir a ver, pues no hay enemigos que se lo impidan, que ya no son sino amigos los que le hicieron desterrar de su tierra?

Todas estas razones escuchaba el anciano padre de Antonio, y, llamando a grandes voces a sus criados, les mandó encender luces y que metiesen dentro de casa a aquellos honrados peregrinos; y, llegándose a su no conocido hijo, le abrazó estrechamente, diciéndole:

Por vos sólo, señor, sin que otras nuevas os hiciesen el aposento, os le diera yo en mi casa, llevado de la costumbre que tengo de agasajar en ella a todos cuantos peregrinos por aquí pasan; pero agora, con las regocijadas nuevas que me habéis dado, ensancharé la voluntad, y sobrepujarán los servicios que os hiciere a mis mismas fuerzas.

En esto, ya los sirvientes habían encendido luces, y, guiando los peregrinos dentro de la casa, y en mitad de un gran patio que tenía, salieron dos hermosas y honestas doncellas, hermanas de Antonio, que habían nacido después de su ausencia, las cuales, viendo la hermosura de Auristela y la gallardía de Constanza, su sobrina, con el buen parecer de Ricla, su cuñada, no se hartaban de besarlas y de bendecirlas; y, cuando esperaban que sus padres entrasen dentro de casa con el nuevo huésped, vieron entrar con ellos un confuso montón de gente, que traían en hombros, sobre una silla sentado, un hombre como muerto, que luego supieron ser el conde que había heredado al enemigo que solía ser de su tío.

El alboroto de la gente, la confusión de sus padres, el cuidado de recebir los nuevos huéspedes, las turbó de manera que no sabían a quién acudir ni a quién preguntar la causa de aquel alboroto. Los padres de Antonio acudieron al conde, herido de una bala por las espaldas, que en una revuelta que dos compañías de soldados, que estaban en el pueblo alojadas, habían tenido con los del lugar, y le habían pasado por las espaldas el pecho; el cual, viéndose herido, mandó a sus criados que le trujesen en casa de Diego de Villaseñor, su amigo, y el traerle fue a tiempo que comenzaba a hospedar a su hijo, a su nuera y a sus dos nietos, y a Periandro y a Auristela, la cual, asiendo de las manos a las hermanas de Antonio, les pidió que la quitasen de aquella confusión y la llevasen a algún aposento donde nadie la viese. Hiciéronlo ellas así, siempre admirándose de nuevo de la sin par belleza de Auristela.

Constanza, a quien la sangre del parentesco bullía en el alma, ni quería ni podía apartarse de sus tías, que todas eran de una misma edad y casi de una igual hermosura. Lo mismo le aconteció al mancebo Antonio, el cual, olvidado de los respetos de la buena crianza y de la obligación del hospedaje, se atrevió, honesto y regocijado, a abrazar a una de sus tías, viendo lo cual un criado de casa, le dijo:

¡Por vida del señor peregrino, que tenga quedas las manos, que el señor desta casa no es hombre de burlas; si no, a fee que se las haga tener quedas, a despecho de su desvergonzado atrevimiento!

¡Por Dios, hermano respondió Antonio, que es muy poco lo que he hecho para lo que pienso hacer, si el cielo favorece mis deseos, que no son otros que servir a estas señoras y a todos los desta casa!

Ya en esto habían acomodado al conde herido en un rico lecho, y llamado a dos cirujanos que le tomasen la sangre y mirasen la herida, los cuales declararon ser mortal, sin que por vía humana tuviese remedio alguno.

Estaba todo el pueblo puesto en arma contra los soldados, que en escuadrón formado se habían salido al campo, y esperaban si fuesen acometidos del pueblo, dándoles la batalla. Valía poco para ponerlos en paz la solicitud y la prudencia de los capitanes, ni la diligencia cristiana de los sacerdotes y religiosos del pueblo, el cual, por la mayor parte, se alborota de livianas ocasiones, y crece bien así como van creciendo las olas del mar de blando viento movidas, hasta que, tomando el regañón el blando soplo del céfiro, le mezcla con su huracán y las levanta al cielo; el cual, dándose priesa a entrar el día, la prudencia de los capitanes hizo marchar a sus soldados a otra parte, y los del pueblo se quedaron en sus límites, a pesar del rigor y mal ánimo que contra los soldados tenían concebido.

En fin, por términos y pausas espaciosas, con sobresaltos agudos, poco a poco vino Antonio a descubrirse a sus padres, haciéndole[s] presente de sus nietos y de su nuera, cuya presencia sacó lágrimas de los ojos de los viejos, y la belleza de Auristela y gallardía de Periandro les sacó el pasmo al rostro y la admiración a todos los sentidos.

Este placer, tan grande como improviso; esta llegada de sus hijos, tan no esperada, se la aguó, turbó y casi deshizo la desgracia del conde, que por momentos iba empeorando. Con todo eso, le hizo presente de sus hijos, y de nuevo le hizo ofrecimiento de su casa y de cuanto en ella había que para su salud fuese conveniente; porque, aunque quisiera moverse y llevarle a la de su estado, no fuera posible: tales eran las pocas esperanzas que se tenían de su salud.

No se quitaban de la cabecera del conde, obligadas de su natural condición, Auristela y Constanza, que, con la compasión cristiana y solicitud posible, eran sus enfermeras, puesto que iban contra el parecer de los cirujanos, que ordenaban le dejasen solo, o a lo menos no acompañado de mujeres. Pero la disposición del cielo, que, con causas a nosotros secretas, ordena y dispone las cosas de la tierra, ordenó y quiso que el conde llegase al último de su vida; y un día, antes que della se despidiese, cierto ya de que no podía vivir, llamó a Diego de Villaseñor, y, quedándose con él solo, le dijo desta manera:

Yo salí de mi casa con intención de ir a Roma este año, en el cual el sumo Pontífice ha abierto las arcas del tesoro de la Iglesia, y comunicádonos, como en año santo, las infinitas gracias que en él suelen ganarse. Iba a la ligera, más como peregrino pobre que como caballero rico; entré en este pueblo; hallé trabada una pendencia, como ya, señor, habéis visto, entre los soldados que en él estaban alojados y entre los vecinos dél; mezcléme en ella, y, por reparar las ajenas vidas, he venido a perder la mía, porque esta herida que a traición, si así se puede decir, me dieron, me la va quitando por momentos. No sé quién me la dio, porque las pendencias del vulgo traen consigo a la misma confusión. No me pesa de mi muerte, si no es por las que ha de costar, si por justicia o por venganza quisiere castigarse. Con todo esto, por hacer lo que en mí es, y todo aquello que de mi parte puedo, como caballero y cristiano, digo que perdono a mi matador y a todos aquéllos que con él tuvieron culpa; y es mi voluntad, asimismo, de mostrar que soy agradecido al bien que en vuestra casa me habéis hecho, y la muestra que he de dar deste agradecimiento no será así comoquiera, sino con el más alto estremo que pueda imaginarse. En esos dos baúles que ahí están, donde llevaba recogida mi recámara, creo que van hasta veinte mil ducados en oro y en joyas, que no ocupan mucho lugar; y, si como esta cantidad es poca, fuera la grande que encierra las entrañas de Potosí, hiciera della lo mismo que desta hacer quiero. Tomalda, señor, en vida, o haced que la tome la señora doña Constanza, vuestra nieta, que yo se lo doy en arras y para su dote; y más, que le pienso dar esposo de mi mano, tal que, aunque presto quede viuda, quede viuda honradísima, juntamente con quedar doncella honrada. Llamadla aquí, y traed quien me despose con ella; que su valor, su cristiandad, su hermosura, merecían hacerla señora del universo. No os admire, señor, lo que oís, creed lo que os digo, que no será novedad disparatada casarse un título con una doncella hijadalgo, en quien concurren todas las virtuosas partes que pueden hacer a una mujer famosa. Esto quiere el cielo, a esto me inclina mi voluntad; por lo que debéis al ser discreto, que no lo estorbe la vuestra. Id luego, y, sin replicar palabra, traed quien me despose con vuestra nieta, y quien haga las escrituras tan firmes, así de la entrega destas joyas y dineros, y de la mano que de esposo la he de dar, que no haya calumnia que la deshaga.

Pasmóse a estas razones Villaseñor, y creyó sin duda alguna que el conde había perdido el juicio, y que la hora de su muerte era llegada, pues en tal punto, por la mayor parte, o se dicen grandes sentencias o se hacen grandes disparates; y así, lo que le respondió fue:

Señor, yo espero en Dios que tendréis salud, y entonces con ojos más claros, y sin que algún dolor os turbe los sentidos, podréis ver las riquezas que dais y la mujer que escogéis; mi nieta no es vuestra igual, o a lo menos no está en potencia propincua, sino muy remota, de merecer ser vuestra esposa, y yo no soy tan codicioso que quiera comprar esta honra que queréis hacerme, con lo que dirá el vulgo, casi siempre mal intencionado, del cual ya me parece que dice que os tuve en mi casa, que os trastorné el sentido y que por vías de la solicitud codiciosa os hice hacer esto.

Diga lo que quisiere dijo el conde; que si el vulgo siempre se engaña, también quedará engañado en lo que de vos pensare.

Alto, pues dijo Villaseñor: no quiero ser tan ignorante que no quiera abrir a la buena suerte que está llamando a las puertas de mi casa.

Y con esto se salió del aposento, y comunicó lo que el conde le había dicho con su mujer, con sus nietos, y con Periandro y Auristela, los cuales fueron de parecer que, sin perder punto, asiesen a la ocasión por los cabellos que les ofrecía, y trujesen quien llevase al cabo aquel negocio.

Hízose así, y en menos de dos horas ya estaba Costanza desposada con el conde, y los dineros y joyas en su posesión, con todas las cir[c]unstancias y revalidaciones que fueron posible hacerse. No hubo músicas en el desposorio, sino llantos y gemidos, porque la vida del conde se iba acabando por momentos. Finalmente, otro día después del desposorio, recebidos todos los sacramentos, murió el conde en los brazos de su esposa la condesa Costanza, la cual, cubriéndose la cabeza con un velo negro, hincada de rodillas y levantando los ojos al cielo, comenzó a decir:

Yo hago voto...

Pero, apenas dijo esta palabra, cuando Auristela le dijo:

¿Qué voto queréis hacer, señora?

De ser monja respondió la condesa.

Sedlo, y no le hagáis replicó Auristela, que las obras de servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y éste de la muerte de vuestro esposo, quizá os hará prometer lo que después, o no podréis, o no querréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestras vuestra voluntad, que así vuestra discreción, como la de vuestros padres y hermanos, os sabrá aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere. Y dése agora orden de enterrar vuestro marido, y confiad en Dios, que quien os hizo condesa tan sin pensarlo os sabrá y querrá dar otro título que os honre y os engrandezca con más duración que el presente.

Rindióse a este parecer la condesa, y, dando trazas al entierro del conde, llegó un su hermano menor, a quien ya habían ido las nuevas a Salamanca, donde estudiaba. Lloró la muerte de su hermano, pero enjugáronle presto las lágrimas el gusto de la herencia del estado. Supo el hecho; abrazó a su cuñada; no contradijo a ninguna cosa; depositó a su hermano para llevarle después a su lugar; partióse a la corte para pedir justicia contra los matadores; anduvo el pleito; degollaron a los capitanes y castigaron muchos de los del pueblo; quedóse Costanza con las arras y el título de condesa; apercibióse Periandro para seguir su viaje, a quien no quisieron acompañar Antonio el padre, ni Ricla, su mujer, cansados de tantas peregrinaciones, que no cansaron a Antonio el hijo, ni a la nueva condesa, que no fue posible dejar la compañía de Auristela ni de Periandro.

A todo esto, nunca había mostrado a su abuelo el lienzo donde venía pintada su historia. Enseñósele un día Antonio, y dijo que faltaba allí de pintar los pasos por donde Auristela había venido a la Isla Bárbara, cuando se vieron ella y Periandro en los trocados trajes: ella en el de varón, y él en el de hembra (metamorfosis bien estraño), a lo que Auristela dijo que en pocas razones lo diría. Que fue que, cuando la robaron los piratas de las riberas de Dinamarca a ella, Cloelia y a las dos pescadoras, vinieron a una isla despoblada a repartir la presa entre ellos, y «no pudiéndose hacer el repartimiento con igualdad, uno de los más principales se contentó con que por su parte le diesen mi persona, y aun añadió dádivas para igualar la demasía. Entré en su poder sola, sin tener quien en mi desventura me acompañase; que de las miserias suele ser alivio la compañía; éste me vistió en hábitos de varón, temeroso que en los de mujer no me solicitase el viento; muchos días anduve con él peregrinando por diversas partes, y sirviéndole en todo aquello que a mi honestidad no ofendía; finalmente, un día llegamos a la Isla Bárbara, donde de improviso fuimos presos de los bárbaros, y él quedó muerto en la refriega de mi prisión, y yo fui traída a la cueva de los prisioneros, donde hallé a mi amada Cloelia, que por otros no menos desventurados pasos allí había sido traída, la cual me contó la condición de los bárbaros, la vana superstición que guardaban, y el asunto ridículo y falso de su profecía. Díjome asimismo, que tenía barruntos de que mi hermano Periandro había estado en aquella sima, a quien no había podido hablar por la priesa que los bárbaros se daban a sacarle para ponerle en el sacrificio»; y que había querido acompañarle para certificarse de la verdad, pues se hallaba en hábitos de hombre; y que, así, rompiendo por las persuasiones de Cloelia, que se lo estorbaban, salió con su intento, y se entregó de toda su voluntad para ser sacrificada de los bárbaros, persuadiéndose ser bien de una vez acabar la vida, que no de tantas gustar la muerte, con traerla a peligro de perderla por momentos; y que no tenía más que decir, pues sabían lo que desde aquel punto le había sucedido.

Bien quisiera el anciano Villaseñor que todo esto se añadiera al lienzo, pero todos fueron de parecer que no solamente [no] se añadiese, sino que aun lo pintado se borrase, porque tan grandes y tan no vistas cosas no eran para andar en lienzos débiles, sino en láminas de bronce escritas, y en las memorias de las gentes grabadas.

Con todo eso, quiso Villaseñor quedarse con el lienzo, siquiera por ver los bien sacados retratos de sus nietos y la sin igual hermosura y gallardía de Auristela y Periandro.

Algunos días se pasaron poniendo en orden su partida para Roma, deseosos de ver cumplidos los votos de su promesa. Quedóse Antonio el padre y no quiso quedarse Antonio el hijo, ni menos la nueva condesa; que, como queda dicho, la afición que a Auristela tenía la llevara no solamente a Roma, sino al otro mundo, si para allá se pudiera hacer viaje en compañía. Llegóse el día de la partida, donde hubo tiernas lágrimas y apretados abrazos y dolientes suspiros, especialmente de Ricla, que en ver partir a sus hijos se le partía el alma. Echóles su bendición su abuelo a todos, que la bendición de los ancianos parece que tiene prerrogativa de mejorar los sucesos. Llevaron consigo a uno de los criados de casa, para que los sirviese en el camino, y, puestos en él, dejaron soledades en su casa y padres, y en compañía, entre alegre y triste, siguieron su viaje.









Capítulo décimo del tercero libro



Las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversos acontecimientos, y, como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia: acciones hay que, por grandes, deben de callarse, y otras que, por bajas, no deben decirse; puesto que es excelencia de la historia que cualquiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud que, a despecho y pesar de la mentira, que hace disonancia en el entendimiento, forme una verdadera armonía.

Aprovechándome, pues, desta verdad, digo que el hermoso escuadrón de los peregrinos, prosiguiendo su viaje, llegó a un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, por quien forzosamente habían de pasar, vieron mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta venticuatro años, con voz clara y en todo estremo esperta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote, que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo: bien así como hace el cochero que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.

Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro.

Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fue diciendo:

«Ésta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puesto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota, y el otro que está junto a mí, es este mi compañero, no tan sangriento porque fue menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut (que así se llamaba el arráez de la galeota: cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia); a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que con coraje endiablado va diciendo; que todas estas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.»

Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual con baja voz dijo a su compañero:

Este cautivo, hasta agora parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder della, sino fue a un Alonso Moclín, natural de Vélez Málaga.

Y, volviéndose al cautivo, le dijo:

Decidme, amigo, ¿cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ellas la libertad deseada?

Las galeras respondió el cautivo eran de Don Sancho de Leiva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota, que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su Majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.

Decidme, amigos replicó el alcalde, ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?

No cautivamos juntos respondió el otro cautivo, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero, en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.

No mucho, señor galán replicó el alcalde, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda. Escúcheme y dígame: ¿cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes y cuántos pozos de agua dulce?

La pregunta es boba respondió el primer cautivo: tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y adiós, ahó, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.

Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo, cuando se ofrecía, y díjole:

Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes, que por vida del Rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.

¡Cuerpo del mundo! respondió el cautivo. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su Majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos, como nosotros agora; les compramos este lienzo, y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menos precio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí. Pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.

Lo que pienso hacer es replicó el alcalde, daros cada cien azotes, y en lugar de la pica que vais a arrast[r]ar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su Majestad que con la pica.

¿Querráse replicó el mozo hablador mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum ius summa iniuria.

Mirad cómo habláis, hermano replicó el segundo alcalde, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.

Volvió en esto el pregonero, y dijo:

Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.

Por asnos os envíe yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos: que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar.

No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo replicó el mozo, si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo, ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos, si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su Majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios; porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra: ninguno salió de estudiante para soldado, que no lo fuese por estremo, porque, cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.

Admirado estaba Periandro y todos los más de los circunstantes, así de las razones del mozo como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:

Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de intereses merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causará pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos, mezclan la equidad con la justicia, y entre el rigor y la clemencia dan luz de su buen entendimiento.

Por Dios dijo el segundo alcalde, que este mancebo ha hablado bien, aunque ha hablado mucho, y que no solamente no tengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevar a mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lleven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras partes; porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos que necesitados.

Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo, dijo:

No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde les quiero dar una lición de las cosas de Argel, tal que de aquí adelante ninguno les coja en mal latín, en cuanto a su fingida historia.

Los cautivos se lo agradecieron, los circunstantes alabaron su honrada determinación, y los peregrinos recibieron contento del buen despacho del negocio.

Volvióse el primer alcalde a Periandro, y dijo:

¿Vosotros, señores peregrinos, traéis algún lienzo que enseñarnos? ¿Traéis otra historia que hacernos creer por verdadera, aunque la haya compuesto la misma mentira?

No respondió nada Periandro, porque vio que Antonio sacaba del seno las patentes, licencias y despachos que llevaban para seguir su viaje; el cual los puso en manos del alcalde, diciéndole:

Por estos papeles podrá ver vuesa merced quién somos y adónde vamos, los cuales no era menester presentallos, porque ni pedimos limosna, ni tenemos necesidad de pedilla; y así, como a caminantes libres, nos podían dejar pasar libremente.

Tomó el alcalde los papeles, y, porque no sabía leer, se los dio a su compañero, que tampoco lo sabía, y así pararon en manos del escribano, que, pasando los ojos por ellos brevemente, se los volvió a Antonio, diciendo:

Aquí, señores alcaldes, tanto valor hay en la bondad destos peregrinos como hay grandeza en su hermosura. Si aquí quisieren hacer noche, mi casa les servirá de mesón, y mi voluntad de alcázar donde se recojan.

Volvióle las gracias Periandro; quedáronse allí aquella noche por ser algo tarde, donde fueron agasajados en casa del escribano con amor, con abundancia y con limpieza.









Capítulo once del tercer libro



Llegóse el día, y con él los agradecimientos del hospedaje; y, puestos en camino, al salir del lugar, toparon con los cautivos falsos, que dijeron que iban industriados del alcalde, de modo que de allí adelante no los podían coger en mentira acerca de las cosas de Argel.

Que tal vez dijo el uno, digo el que hablaba más que el otro, tal vez dijo se hurta con autoridad y aprobación de la justicia. Quiero decir que alguna vez los malos ministros della se hacen a una con los delincuentes, para que todos coman.

Llegaron todos juntos donde un camino se dividía en dos: los cautivos tomaron el de Cartagena, y los peregrinos el de Valencia; los cuales otro día, al salir de la aurora, que por los balcones del oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas y aderezando el camino por donde el sol había de hacer su acostumbrada carrera; Bartolomé, que así creo se llamaba el guiador del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bordando las nubes de los cielos con diversas colores, de manera que no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa a la vista, y con rústica discreción, dijo:

Verdad debió de decir el predicador que predicaba los días pasados en nuestro pueblo, cuando dijo que los cielos y la tierra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez, que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer, viendo la inmensa grandeza destos cielos, que me dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra; y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas. La verdad que sea: yo no creo nada desto, pero dícenlo tantos hombres de bien que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotros hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible: que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce.

Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:

Buscar querría razones acomodadas, ¡oh Bartolomé!, para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero, acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa, y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén, han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas, que dicen, sin estorbo alguno, y como naturalmente lo ordenó la naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.

No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano.

Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro, cuando a sus espaldas llegó un carro acompañado de seis arcabuceros a pie, y uno que venía a caballo con una escopeta pendiente del arzón delantero, llegándose a Periandro, dijo:

Si, por ventura, señores peregrinos, lleváis en este repuesto alguna conserva de regalo, que yo creo que sí debéis de llevar, porque vuestra gallarda presencia, más de caballeros ricos que de pobres peregrinos os señala; si la lleváis, dádmela, para socorrer con ella a un desmayado muchacho que va en aquel carro, condenado a galeras por dos años, con otros doce soldados, que, por haberse hallado en la muerte de un conde los días pasados, van condenados al remo, y sus capitanes, por más culpados, creo que están sentenciados a degollar en la corte.

No pudo tener a esta razón las lágrimas la hermosa Costanza, porque en ella se le representó la muerte de su breve esposo; pero, pudiendo más su cristiandad que el deseo de su venganza, acudió al bagaje y sacó una caja de conserva, y, acudiendo al carro, preguntó:

¿Quién es aquí el desmayado?

A lo que respondió uno de los soldados:

Allí va echado en aquel rincón, untado el rostro con el sebo del timón del carro, porque no quiere que parezca hermosa la muerte, cuando él se muera, que será bien presto, según está pertinaz en no querer comer bocado.

A estas razones alzó el rostro el untado mozo, y, alzándose de la frente un roto sombrero que toda se la cubría, se mostró feo y sucio a los ojos de Constanza; y, alargando la mano para tomar la caja, la tomó diciendo:

¡Dios os lo pague, señora!

Volvió a encajar el sombrero, y volvió a su melancolía y a arrinconarse en el rincón donde esperaba la muerte. Otras algunas razones pasaron los peregrinos con las guardas del carro, que se acabaron con apartarse por diferentes caminos.

De allí a algunos días llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban. Viendo lo cual Antonio, dijo:

Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos.

Con palmas dijo Periandro recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz. Agora bien, a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemos el convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nos convida.

Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza, asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestras de agasajarlos, no morisca, sino cristianamente.

Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y en él tan hermosa que las más gallardas cristianas tuvieran a ventura el parecerla: que en las gracias que naturaleza reparte, tan bien suele favorecer a las bárbaras de Citia como a las ciudadanas de Toledo. Ésta, pues, hermosa y mora, en lengua aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, se encerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltarles las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa de ser escuchada; y, después que hubo asegurado el miedo que mostraba, las dijo:

¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simples ovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digo que es mi padre, veisle tan agasajador vuestro? Pues sabed que no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seis bajeles de cosarios berberiscos a toda la gente de este lugar con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los lazos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conservar la libertad en que vuestros padres os engendraron, salid luego de esta casa, y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréis quien os ampare, que es el cura; que sólo él y el escribano son en este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraque Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en las obras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijo Rafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéis en burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestra costa; que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.

El susto, las acciones, con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fue creída y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos.

Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansar que mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero en efeto obedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueron bien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo que Rafala les había dicho.

El cura dijo:

Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la venida de esos bajeles de Berbería, y, aunque es costumbre suya hacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo descuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos y buenas y ferradas puertas la iglesia: que, si no es muy de propósito, no pueden ser derribadas ni abrasadas.

¡Ay dijo a esta sazón el jadraque, si han de ver mis ojos, antes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezas que la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profetizado un abuelo mío, famoso en el astrología, donde se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, y ojalá que negarlo pudiera, pero no por esto dejo de ser cristiano; que las divinas gracias las da Dios a quien Él es servido, el cual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de hacer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dicho que, cerca de estos tiempos, reinaría en España un rey de la casa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resolución de desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arroja de su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bien así como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arranca la mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la esperiencia dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene. Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, serán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estos caminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las riquezas, sin que los salteadores se las lleven.

Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con los bancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una escalera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escopetas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesia Bartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos con ojo alerta, y manos listas y con ánimos determinados, estuvieron esperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija del morisco.

Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura; tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y no había nube que con la luz de la luna se pareciese, que no pensase sino que fuesen los bajeles turquescos, y, aguijando a las campanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio que todos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyo son los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrieron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajeles no llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra.

La del lugar, que los esperaba cargados con sus más ricas y mejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos con grande grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas y d[e ot]ros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran regocijados; pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron el bagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos.

Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro y porque fue poco el fuego que se les aplicó.

Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes y tocando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la marina, y la otra de la de la tierra, que, llegando cerca, conoció el jadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruz de caña en las manos, venía diciendo a voces:

¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios!

La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella noche estaba fuera del lugar, y al son del arma de las campanas venía a ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de su mujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló robada y abrasada.

Dejaron entrar el día, y que los bajeles se alargasen y que los atajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces bajaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, bañado con alegres lágrimas el rostro, y, acrecentando con su sobresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes, y luego se abrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escribano ni adoró, ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocupada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda.

Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos a su lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo a pensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestial espíritu, dijo:

¡Ea, mancebo generoso! ¡Ea, rey invencible! ¡Atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi mala casta, que tanto la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atlante del peso de esta Monarquía, ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos o los más engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosa como el cielo!

Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendo a enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó de bagaje. Los peregrinos agradecieron al cura su buen acogimiento, y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y, abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron su camino.









Capítulo doce del tercero libro



En el cual se fueron entreteniendo en contar el pasado peligro, el buen ánimo del jadraque, la valentía del cura, el celo de Rafala, de la cual se les olvidó de saber cómo se había escapado de poder de los turcos que asaltaron la tierra, aunque bien consideraron que con el alboroto, ella se habría escondido en parte que tuviese lugar después de volver a cumplir su deseo, que era de vivir y morir cristiana.

Cerca de Valencia llegaron, en la cual no quisieron entrar por escusar las ocasiones del detenerse; pero no faltó quien les dijo la grandeza de su sitio, la excelencia de sus moradores, la amenidad de sus contornos, y, finalmente, todo aquello que la hace hermosa y rica sobre todas las ciudades, no sólo de España, sino de toda Europa; y principalmente les alabaron la hermosura de las mujeres y su estremada limpieza y graciosa lengua, con quien sola la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable.

Determinaron de alargar sus jornadas, aunque fuese a costa de su cansancio, por llegar a Barcelona, adonde tenían noticia habían de tocar unas galeras, en quien pensaban embarcarse, sin tocar en Francia, hasta Génova. Y, al salir de Villarreal, hermosa y amenísima villa, de través, dentre una espesura de árboles, les salió al encuentro una zagala o pastora valenciana, vestida a lo del campo, limpia como el sol, y hermosa como él y como la luna, la cual, en su graciosa lengua, sin hablarles alguna palabra primero, y sin hacerles ceremonia de comedimiento alguno, dijo:

¿Señores, pedirlos he o darlos he?

A lo que respondió Periandro:

Hermosa zagala, si son celos, ni los pidas ni los des, porque si los pides, menoscabas tu estimación, y si los das, tu crédito; y si es que el que te ama tiene entendimiento, conociendo tu valor, te estimará y querrá bien, y si no le tiene, ¿para qué quieres que te quiera?

Bien has dicho respondió la villana.

Y, diciendo adiós, volvió las espaldas y se entró en la espesura de los árboles, dejándolos admirados con su pregunta, con su presteza y con su hermosura.

Otras algunas cosas les sucedieron en el camino de Barcelona, no de tanta importancia que merezcan escritura, si no fue el ver desde lejos las santísimas montañas de Monserrate, que adoraron con devoción cristiana, sin querer subir a ellas, por no detenerse.

Llegaron a Barcelona a tiempo cuando llegaban a su playa cuatro galeras españolas, que, disparando y haciendo salva a la ciudad con gruesa artillería, arrojaron cuatro esquifes al agua, el uno de ellos adornado con ricas alcatifas de Levante y cojines de carmesí, en el cual venía, como después pareció, una hermosa mujer de poca edad, ricamente vestida, con otra señora anciana y dos doncellas hermosas y honestamente aderezadas.

Salió infinita gente de la ciudad, como es costumbre, ansí a ver las galeras como a la gente que de ellas desembarcaba, y la curiosidad de nuestros peregrinos llegó tan cerca de los esquifes, que casi pudieran dar la mano a la dama que de ellos desembarcaba, la cual, poniendo los ojos en todos, especialmente en Constanza, después de haber desembarcado, dijo:

Llegaos acá, hermosa peregrina, que os quiero llevar conmigo a la ciudad, donde pienso pagaros una deuda que os debo, de quien vos creo que tenéis poca noticia; vengan asimismo vuestras camaradas, porque no ha de haber cosa que obligue a dejar tan buena compañía.

La vuestra, a lo que se vee respondió Constanza, es de tanta importancia que carecería de entendimiento quien no la acetase. Vamos donde quisiéredes, que mis camaradas me seguirán, que no están acostumbrados a dejarme.

Asió la señora de la mano a Constanza, y, acompañada de muchos caballeros que salieron de la ciudad a recebirla, y de otra gente principal de las galeras, se encaminaron a la ciudad, en cuyo espacio de camino Constanza no quitaba los ojos de ella, sin poder reducir a la memoria haberla visto en tiempo alguno.

Aposentáronla en una casa principal, a ella y a las que con ella desembarcaron, y no fue posible que dejase ir a los peregrinos a otra parte; con los cuales, así como tuvo comodidad para ello, pasó esta plática:

«Sacaros quiero, señores, de la admiración en que, sin duda, os debe tener el ver que con particular cuidado procuro serviros; y así, os digo que a mí me llaman Ambrosia Agustina, cuyo nacimiento fue en una ciudad de Aragón, y cuyo hermano es Don Bernardo Agustín, cuatralbo de estas galeras que están en la playa. Contarino de Arbolánchez, caballero del hábito de Alcántara, en ausencia de mi hermano, y a hurto del recato de mis parientes, se enamoró de mí; y yo, llevada de mi estrella, o por mejor decir, de mi fácil condición, viendo que no perdía nada en ello, con título de esposa, le hice señor de mi persona y de mis pensamientos; y el mismo día que le di la mano, recibió él, de la de su Majestad, una carta, en que le mandaba viniese luego al punto a conducir un tercio que bajaba de Lombardía a Génova, de infantería española, a la isla de Malta, sobre la cual se pensaba bajaba el turco. Obedeció Contarino con tanta puntualidad lo que se le mandaba que no quiso coger los frutos del matrimonio con sobresalto, y, sin tener cuenta con mis lágrimas, el recebir la carta y el partirse todo fue uno. Parecióme que el cielo se había caído sobre mí, y que entre él y la tierra me habían apretado el corazón y cogido el alma.

»Pocos días pasaron cuando, añadiendo yo imaginaciones a imaginaciones y deseos a deseos, vine a poner en efeto uno, cuyo cumplimiento, así como me quitó la honra por entonces, pudiera también quitarme la vida. Ausentéme de mi casa, sin sabiduría de ninguno de ella, y, en hábitos de hombre, que fueron los que tomé de un pajecillo, asenté por criado de un atambor de una compañía que estaba en un lugar, pienso que ocho leguas del mío. En pocos días toqué la caja tan bien como mi amo; aprendí a ser chocarrero, como lo son los que usan tal oficio; juntóse otra compañía con la nuestra, y ambas a dos se encaminaron a Cartagena a embarcarse en estas cuatro galeras de mi hermano, en las cuales fue mi disinio pasar a Italia a buscar a mi esposo, de cuya noble condición esperé que no afearía mi atrevimiento, ni culparía mi deseo, el cual me tenía tan ciega que no reparé en el peligro a que me ponía de ser conocida, si me embarcaba en las galeras de mi hermano. Mas, como los pechos enamorados no hay inconvenientes que no atropellen, ni dificultades por quien no rompan, ni temores que se le opongan, toda escabrosidad hice llana, venciendo miedos y esperando aun en la misma desesperación; pero, como los sucesos de las cosas hacen mudar los primeros intentos en ellas, el mío, más mal pensado que fundado, me puso en el término que agora oiréis.

»Los soldados de las compañías de aquellos capitanes que os he dicho trabaron una cruel pendencia con la gente de un pueblo de la Mancha, sobre los alojamientos, de la cual salió herido de muerte un caballero que decían ser conde de no sé qué estado. Vino un pesquisidor de la corte, prendió los capitanes, descarreáronse los soldados, y, con todo eso, prendió a algunos, y entre ellos a mí, desdichada, que ninguna culpa tenía; condenólos a galeras por dos años al remo; y a mí también, como por añadidura, me tocó la misma suerte. En vano me lamenté de mi desventura, viendo cuán en vano se habían fabricado mis disinios. Quisiera darme la muerte, pero el temor de ir a otra peor vida, me embotó el cuchillo en la mano y me quitó la soga del cuello; lo que hice fue enlodarme el rostro, afeándole cuanto pude, y encerréme en un carro donde nos metieron, con intención de llorar tanto y de comer tan poco, que las lágrimas y la hambre hiciesen lo que la soga y el hierro no habían hecho. Llegamos a Cartagena, donde aún no habían llegado las galeras; pusiéronnos en la casa del rey bien guardados, y allí estuvimos, no esperando, sino temiendo nuestra desgracia. No sé, señores, si os acordaréis de un carro que topasteis junto a una venta, en el cual esta hermosa peregrina señalando a Constanza socorrió con una caja de conserva a un desmayado delincuente.»

Sí acuerdo respondió Constanza.

Pues sabed que yo era dijo la señora Ambrosia el que socorrísteis. Por entre las esteras del carro os miré a todos, y me admiré de todos, porque vuestra gallarda disposición no puede dejar de admirar, si se mira.

«En efeto, las galeras llegaron con la presa de un bergantín de moros que las dos habían tomado en el camino; el mismo día aherrojaron en ellas a los soldados, desnudándolos del traje que traían y vistiéndoles el de remeros: transformación triste y dolorosa, pero llevadera; que la pena que no acaba la vida, la costumbre de padecerla la hace fácil. Llegaron a mí para desnudarme; hizo el cómitre que me lavasen el rostro, porque yo no tenía aliento para levantar los brazos; miróme el barbero que limpia la chusma y dijo: ``Pocas navajas gastaré yo con esta barba; no sé yo para qué nos envían acá a este muchacho de alfeñique, como si fuesen nuestras galeras de melcocha y sus remeros de alcorza. Y, ¿qué culpas cometiste tú, rapaz, que mereciesen esta pena? Sin duda alguna, creo que el raudal y corriente de otros ajenos delitos te han conducido a este término''. Y, encaminando su plática al cómitre, le dijo: ``En verdad, patrón, que me parece que sería bien dejar a que sirviese este muchacho en la popa a nuestro general con una manilla al pie, porque no vale para el remo dos ardites''.

»Estas pláticas y la consideración de mi suceso, que parece que entonces se estremó en apretarme el alma, me apretó el corazón de manera que me desmayé y quedé como muerta. Dicen que volví en mí a cabo de cuatro horas, en el cual tiempo se me hicieron muchos remedios para que volviese; y lo que más sintiera yo, si tuviera sentido, fue que debieron de enterarse que yo no era varón, sino hembra. Volví de mi parasismo, y lo primero con quien topó la vista fue con los rostros de mi hermano y de mi esposo, que entre sus brazos me tenían. No sé yo cómo en aquel punto la sombra de la muerte no cubrió mis ojos; no sé yo cómo la lengua no se me pegó al paladar; sólo sé que no supe lo que me dije, aunque sentí que mi hermano dijo: ``¿Qué traje es éste, hermana mía?'' Y mi esposo dijo: ``¿Qué mudanza es ésta, mitad de mi alma, que si tu bondad no estuviera tan de parte de tu honra, yo hiciera luego que trocaras este traje con el de la mortaja?'' ``¿Vuestra esposa es ésta? dijo mi hermano a mi esposo. Tan nuevo me parece este suceso, como me parece el de verla a ella en este traje; verdad es que, si esto es verdad, bastante recompensa sería a la pena que me causa el ver así a mi hermana''.

»A este punto, habiendo yo recobrado parte de mis perdidos espíritus, me acuerdo que dije: ``Hermano mío, yo soy Ambrosia Agustina, tu hermana, y soy ansimismo la esposa del señor Contarino de Arbolánchez. El amor y tu ausencia, ¡oh hermano!, me le dieron por marido, el cual, sin gozarme, me dejó; yo, atrevida, arrojada y mal considerada, en este traje que me veis le vine a buscar''. Y con esto les conté toda la historia que de mí habéis oído, y mi suerte, que por puntos se iba, a más andar, mejorando, hizo que me diesen crédito y me tuviesen lástima. Contáronme cómo a mi esposo le habían cautivado moros con una de dos chalupas, donde se había embarcado para ir a Génova, y que el cobrar la libertad había sido el día antes al anochecer, sin que le diese lugar el tiempo de haberse visto con mi hermano, sino al punto que me halló desmayada: suceso cuya novedad le podía quitar el crédito, pero todo es así como lo he dicho. En estas galeras pasaba esta señora que viene conmigo y con estas sus dos nietas a Italia, donde su hijo, en Sicilia, tiene el patrimonio real a su cargo. Vistiéronme estos que traigo, que son sus vestidos, y mi marido y mi hermano, alegres y contentos, nos han sacado hoy a tierra para espaciarnos, y para que los muchos amigos que tienen en esta ciudad se alegren con ellos. Si vosotros, señores, vais a Roma, yo haré que mi hermano os ponga en el más cercano puerto de ella. La caja de conserva os la pagaré con llevaros en la mía hasta adonde mejor os esté; y, cuando yo no pasara a Italia, en fee de mi ruego os llevará mi hermano.» Ésta es, amigos míos, mi historia: si se os hiciere dura de creer, no me maravillaría, puesto que la verdad bien puede enfermar, pero no morir del todo. Y, pues que comúnmente se dice que el creer es cortesía, en la vuestra, que debe de ser mucha, deposito mi crédito.

Aquí dio fin la hermosa Agustina a su razonamiento, y aquí comenzó la admiración de los oyentes a subirse de punto; aquí comenzaron a desmenuzarse las circunstancias del caso, y también los abrazos de Constanza y Auristela que a la bella Ambrosia dieron, la cual, por ser así voluntad de su marido, hubo de volverse a su tierra, porque, por hermosa que sea, es embarazosa la compañía de la mujer en la guerra.

Aquella noche se alteró el mar de modo que fue forzoso alargarse las galeras de la playa, que en aquella parte es de contino mal segura. Los corteses catalanes, gente, enojada, terrible y pacífica, suave; gente que con facilidad da la vida por la honra, y por defenderlas entrambas se adelantan a sí mismos, que es como adelantarse a todas las naciones del mundo, visitaron y regalaron todo lo posible a la señora Ambrosia Agustina, a quien dieron las gracias, después que volvieron, su hermano y su esposo.

Auristela, escarmentada con tantas esperiencias como había hecho de las borrascas del mar, no quiso embarcarse en las galeras, sino irse por Francia, pues estaba pacífica.

Ambrosia se volvió a Aragón. Las galeras siguieron su viaje, y los peregrinos el suyo, entrándose por Perpiñán en Francia.









Capítulo trece del tercero libro



Por la parte de Perpiñán quiso tocar la primera de Francia nuestra escuadra, a quien dio que hablar el suceso de Ambrosia muchos días, en la cual fueron disculpa sus pocos años de sus muchos yerros, y juntamente halló en el amor que a su esposo tenía perdón de su atrevimiento. En fin, ella se volvió, como queda dicho, a su patria. Las galeras siguieron su viaje, y el suyo nuestros peregrinos, los cuales, llegando a Perpiñán, pararon en un mesón, a cuya gran puerta estaba puesta una mesa y alrededor de ella mucha gente, mirando jugar a dos hombres a los dados, sin que otro alguno jugase.

Parecióles a los peregrinos ser novedad que mirasen tantos y jugasen tan pocos. Preguntó Periandro la causa, y fuele respondido que, de los que jugaban, el perdidoso perdía la libertad, y se hacía prenda del rey para bogar el remo seis meses; y el que ganaba, ganaba veinte ducados que los ministros del rey habían dado al perdidoso para que probase en el juego su ventura.

Uno de los dos que jugaba la probó, y no le supo bien, porque la perdió, y al momento le pusieron en una cadena; y al que la ganó, le quitaron otra que para seguridad de que no huiría, si perdía, le tenían puesta: ¡miserable juego y miserable suerte, donde no son iguales la pérdida y la ganancia!

Estando en esto, vieron llegar al mesón gran golpe de gente, entre la cual venía un hombre, en cuerpo, de gentil parecer, rodeado de cinco o seis criaturas, de edad de cuatro a siete años; venía junto a él una mujer amargamente llorando, con un lienzo de dineros en la mano, la cual, con lastimada voz, venía diciendo:

Tomad, señores, vuestros dineros, y volvedme a mi marido, pues no el vicio, sino la necesidad, le hizo tomar este dinero. Él no se ha jugado, sino vendido, porque quiere a costa de su trabajo sustentarme a mí y a sus hijos: ¡amargo sustento y amarga comida para mí y para ellos!

Callad, señora dijo el hombre, y gastad ese dinero, que yo le desquitaré con la fuerza de mis brazos, que todavía se amañarán antes a domeñar un remo que un azadón; no quise ponerme en aventura de perderlos, jugándolos, por no perder, juntamente con mi libertad, vuestro sustento.

Casi no dejaba oír el llanto de los muchachos esta dolorida plática que entre marido y mujer pasaba. Los ministros que le traían les dijeron que enjugasen las lágrimas, que si lloraran cuantas cabían en el mar, no serían bastantes a darle la libertad que había perdido.

Prevalecían en su llanto los muchachos, diciendo a su padre:

Señor, no nos deje, porque nos moriremos todos si se va.

El nuevo y estraño caso enterneció las entrañas de nuestros peregrinos, especialmente las de la tesorera Constanza, y todos se movieron a rogar a los ministros de aquel cargo fuesen contentos de tomar su dinero, haciendo cuenta que aquel hombre no había sido en el mundo, y que les conmoviese a no dejar viuda a una mujer, ni huérfanos a tantos niños. En fin, tanto supieron decir, y tanto quisieron rogar, que el dinero volvió a poder de sus dueños, y la mujer cobró su marido y los niños a su padre.

La hermosa Constanza, rica después de condesa, más cristiana que bárbara, con parecer de su hermano Antonio, dio a los pobres perdidos, con que se cobraron, cincuenta escudos de oro; y así, se volvieron tan contentos como libres, agradeciendo al cielo y a los peregrinos la tan no vista como no esperada limosna.

Otro día pisaron la tierra de Francia, y, pasando por Lenguadoc, entraron en la Provenza, donde en otro mesón hallaron tres damas francesas de tan estremada hermosura que, a no ser Auristela en el mundo, pudieran aspirar a la palma de la belleza. Parecían señoras de grande estado, según el aparato con que se servían; las cuales, viendo los peregrinos, así les admiró la gallardía de Periandro y de Antonio como la sin igual belleza de Auristela y de Costanza. Llegáronlas a sí, y habláronlas con alegre rostro y cortés comedimiento; preguntáronlas quién eran, en lengua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas, y en Francia ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana.

En tanto que las señoras esperaban la respuesta de Auristela, a quien se encaminaban sus preguntas, se desvió Periandro a hablar con un criado, que le pareció ser de las ilustres francesas; preguntóle quién eran y adónde iban, y él le respondió, diciendo:

El duque de Nemurs, que es uno de los que llaman de la sangre en este reino, es un caballero bizarro y muy discreto, pero muy amigo de su gusto. Es recién heredado, y ha prosupuesto de no casarse por ajena voluntad, sino por la suya, aunque se le ofrezca aumento de estado y de hacienda, y aunque vaya contra el mandamiento de su rey; porque dice que los reyes bien pueden dar la mujer a quien quisieren de sus vasallos, pero no el gusto de recebilla. Con esta fantasía, locura o discreción, o como mejor debe llamarse, ha enviado a algunos criados suyos a diversas partes de Francia a buscar alguna mujer que, después de ser principal, sea hermosa, para casarse con ella, sin que reparen en hacienda, porque él se contenta con que la dote sea su calidad y su hermosura. Supo la de estas tres señoras, y envióme a mí, que le sirvo, para que las viese y las hiciese retratar de un famoso pintor que envió conmigo. Todas tres son libres, y todas de poca edad, como habéis visto; la mayor, que se llama Deleasir, es discreta en estremo, pero pobre; la mediana, que Belarminia se llama, es bizarra y de gran donaire, y rica medianamente; la más pequeña, cuyo nombre es Feliz Flora, hace gran ventaja a las dos en ser rica. Ellas también han sabido el deseo del duque, y querrían, según a mí se me ha traslucido, ser cada una la venturosa de alcanzarle por esposo; y, con ocasión de ir a Roma a ganar el jubileo de este año, que es como el centésimo que se usaba, han salido de su tierra y quieren pasar por París y verse con el duque, fiadas en el quizá que trae consigo la buena esperanza. Pero después, señores peregrinos, que aquí entrastes, he determinado de llevar un presente a mi amo que borre del pensamiento todas y cualesquier esperanzas que estas señoras en el suyo hubieren fabricado; porque le pienso llevar el retrato de esta vuestra peregrina, única y general señora de la humana belleza; y si ella fuese tan principal como es hermosa, los criados de mi amo no tendrían más que hacer, ni el duque más que desear. Decidme, por vida vuestra, señor, si es casada esta peregrina, cómo se llama y qué padres la engendraron.

A lo que, temblando, respondió Periandro:

Su nombre es Auristela, su viaje a Roma, sus padres nunca ella los ha dicho; y de que sea libre os aseguro, porque lo sé sin duda alguna; pero hay otra cosa en ello: que es tan libre y tan señora de su voluntad que no la rendirá a ningún príncipe de la tierra, porque dice que la tiene rendida al que lo es del cielo. Y, para enteraros en que sepáis ser verdad todo lo que os he dicho, sabed que yo soy su hermano y el que sabe lo escondido de sus pensamientos; así que no os servirá de nada el retratalla, sino de alborotar el ánimo de vuestro señor, si acaso quisiese atropellar por el inconveniente de la bajeza de mis padres.

Con todo eso respondió el otro, tengo de llevar su retrato, siquiera por curiosidad y porque se dilate por Francia este nuevo milagro de hermosura.

Con esto se despidieron, y Periandro quiso partirse luego de aquel lugar, por no dársele al pintor para retratar a Auristela. Bartolomé volvió luego a aderezar el bagaje y a no estar bien con Periandro, por la priesa que daba a la partida.

El criado del duque, viendo que Periandro quería partirse luego, se llegó a él y le dijo:

Bien quisiera, señor, rogaros que os detuviérades un poco en este lugar, siquiera hasta la noche, porque mi pintor con comodidad y de espacio pudiera sacar el retrato del rostro de vuestra hermana; pero bien os podéis ir a la paz de Dios, porque el pintor me ha dicho que, de sola una vez que la ha visto, la tiene tan aprehendida en la imaginación que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando.

Maldijo Periandro entre sí la rara habilidad del pintor; pero no dejó por esto de partirse, despidiéndose luego de las tres gallardas francesas, que abrazaron a Auristela y a Constanza estrechamente y les ofrecieron de llevarlas hasta Roma en su compañía, si dello gustaban.

Auristela se lo agradeció con las más corteses palabras que supo, diciéndoles que su voluntad obedecía a la de su hermano Periandro, y que así, no podían detenerse ella ni Cons[tan]za, pues Antonio, hermano de Constanza, y el suyo se iban.

Y, con esto, se partieron, y de allí a seis días llegaron a un lugar de la Provenza, donde les sucedió lo que se dirá en el siguiente capítulo.









Capítulo catorce del tercero libro



La historia, la poesía y la pintura simbolizan entre sí, y se parecen tanto que, cuando escribes historia, pintas, y cuando pintas, compones. No siempre va en un mismo peso la historia, ni la pintura pinta cosas grandes y magníficas, ni la poesía conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la historia; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros; y la poesía tal vez se realza cantando cosas humildes.

Esta verdad nos la muestra bien Bartolomé, bagajero del escuadrón peregrino: el tal, tal vez habla y es escuchado en nuestra historia. Éste, revolviendo en su imaginación el cuento del que vendió su libertad por sustentar a sus hijos, una vez dijo, hablando con Periandro:

Grande debe de ser, señor, la fuerza que obliga a los padres a sustentar a sus hijos; si no, dígalo aquel hombre que no quiso jugarse por no perderse, sino empeñarse por sustentar a su pobre familia. La libertad, según yo he oído decir, no debe de ser vendida por ningún dinero, y éste la vendió por tan poco, que lo llevaba la mujer en la mano. Acuérdome también de haber oído decir a mis mayores que, llevando a ahorcar a un hombre anciano, y ayudándole los sacerdotes a bien morir, les dijo:

Vuesas mercedes se sosieguen, y déjenme morir de espacio, que, aunque es terrible este paso en que me veo, muchas veces me he visto en otros más terribles.

Preguntáronle cuáles eran.

Respondióles que el amanecer Dios, y el rodealle seis hijos pequeños pidiéndole pan y no teniéndolo para dárselo; ``la cual necesidad me puso la ganzúa en la mano y fieltros en los pies, con que facilité mis hurtos, no viciosos, sino necesitados''. Estas razones llegaron a los oídos del señor que le había sentenciado al suplicio, que fueron parte para volver la justicia en misericordia y la culpa en gracia.

A lo que respondió Periandro:

El hacer el padre por su hijo es hacer por sí mismo, porque mi hijo es otro yo, en el cual se dilata y se continúa el ser del padre; y, así como es cosa natural y forzosa el hacer cada uno por sí mismo, así lo es el hacer por sus hijos. Lo que no es tan natural ni tan forzoso hacer los hijos por los padres, porque el amor que el padre tiene a su hijo deciende, y el decender es caminar sin trabajo; y el amor del hijo con el padre aciende y sube, que es caminar cuesta arriba, de donde ha nacido aquel refrán: "un padre para cien hijos, antes que cien hijos para un padre".

Con estas pláticas y otras entretenían el camino por Francia, la cual es tan poblada, tan llana y apacible, que a cada paso se hallan casas de placer, adonde los señores de ellas están casi todo el año, sin que se les dé algo por estar en las villas ni en las ciudades.

A una de éstas llegaron nuestros viandantes, que estaba un poco desviada del camino real. Era la hora de mediodía, herían los rayos del sol derechamente a la tierra, entraba el calor, y la sombra de una gran torre de la casa les convidó que allí esperasen a pasar la siesta, que con calor riguroso amenazaba.

El solícito Bartolomé desembarazó el bagaje, y, tendiendo un tapete en el suelo, se sentaron todos a la redonda, y de los manjares, de quien tenía cuidado de hacer Bartolomé su repuesto, satisfacieron la hambre, que ya comenzaba a fatigarles. Pero, apenas habían alzado las manos para llevarlo a la boca, cuando, alzando Bartolomé los ojos, dijo a grandes voces:

Apartaos, señores, que no sé quién baja volando del cielo, y no será bien que os coja debajo.

Alzaron todos la vista, y vieron bajar por el aire una figura, que, antes que distinguiesen lo que era, ya estaba en el suelo junto casi a los pies de Periandro. La cual figura era de una mujer hermosísima, que, habiendo sido arrojada desde lo alto de la torre, sirviéndole de campana y de alas sus mismos vestidos, la puso de pies y en el suelo sin daño alguno: cosa posible sin ser milagro. Dejóla el suceso atónita y espantada, como lo quedaron los que volar la habían visto. Oyeron en la torre gritos, que los daba otra mujer que, abrazada con un hombre, que parecía que pugnaban por derribarse el uno al otro.

¡Socorro, socorro! decía la mujer. ¡Socorro, señores, que este loco quiere despeñarme de aquí abajo!

La mujer voladora, vuelta algún tanto en sí, dijo:

Si hay alguno que se atreva a subir por aquella puerta señalándoles una que al pie de la torre estaba, librará de peligro mortal a mis hijos y a otras gentes flacas que allí arriba están.

Periandro, impelido de la generosidad de su ánimo, se entró por la puerta, y a poco rato le vieron en la cumbre de la torre abrazado con el hombre, que mostraba ser loco, del cual, quitándole un cuchillo de las manos, procuraba defenderse; pero la suerte, que quería concluir con la tragedia de su vida, ordenó que entrambos a dos viniesen al suelo, cayendo al pie de la torre: el loco, pasado el pecho con el cuchillo que Periandro en la mano traía, y Periandro, vertiendo por los ojos, narices y boca cantidad de sangre; que, como no tuvo vestidos anchos que le sustentasen, hizo el golpe su efeto y dejóle casi sin vida.

Auristela, que ansí le vió, creyendo indubitablemente que estaba muerto, se arrojó sobre él, y, sin respeto alguno, puesta la boca con la suya, esperaba a recoger en sí alguna reliquia, si del alma le hubiese quedado; pero, aunque le hubiera quedado, no pudiera recebilla, porque los traspillados dientes le negaron la entrada. Constanza, dando lugar a la pasión, no le pudo dar a mover el paso para ir a socorrerla, y quedóse en el mismo sitio donde la halló el golpe, pegada los pies al suelo, como si fueran de raíces, o como si ella fuera estatua de duro mármol formada. Antonio, su hermano, acudió a apartar los semivivos y a dividir los que ya pensaba ser cadáveres. Sólo Bartolomé fue el que mostró con los ojos el grave dolor que en el alma sentía, llorando amargamente.

Estando todos en la amarga aflicción que he dicho, sin que hasta entonces ninguna lengua hubiese publicado su sentimiento, vieron que hacia ellos venía un gran tropel de gente, la cual, desde el camino real, había visto el vuelo de los caídos, y venían a ver el suceso. Y era el tropel que venía las hermosas damas francesas, Deleasir, Belarminia y Feliz Flora. Luego como llegaron, conocieron a Auristela y a Periandro, como a aquellos que por su singular belleza quedaban impresos en la imaginación del que una vez los miraba. Apenas la compasión les había hecho apear para socorrer, si fuese posible, la desventura que miraban, cuando fueron asaltados de seis o ocho hombres armados, que por las espaldas les acometieron.

Este asalto puso en las manos de Antonio su arco y sus flechas, que siempre las tenía a punto, o ya para ofender o ya para defenderse. Uno de los armados, con descortés movimiento, asió a Feliz Flora del brazo y la puso en el arzón delantero de su silla, y dijo, volviéndose a los demás compañeros:

Esto es hecho. Ésta me basta. Demos la vuelta.

Antonio, que nunca se pagó de descortesías, pospuesto todo temor, puso una flecha en el arco, tendió cuanto pudo el brazo izquierdo, y con la derecha estiró la cuerda hasta que llegó al diestro oído, de modo que las dos puntas y estremos del arco casi se juntaron; y, tomando por blanco el robador de Feliz Flora, disparó tan derechamente la flecha que, sin tocar a Feliz Flora, sino en una parte del velo con que se cubría la cabeza, pasó al salteador el pecho de parte a parte. Acudió a su venganza uno de sus compañeros, y, sin dar lugar a que otra vez Antonio el arco armase, le dio una herida en la cabeza, tal, que dio con él en el suelo más muerto que vivo. Visto lo cual de Constanza, dejó de ser estatua y corrió a socorrer a su hermano: que el parentesco calienta la sangre que suele helarse en la mayor amistad, y lo uno y lo otro son indicios y señales de demasiado amor.

Ya en esto habían salido de la casa gente armada, y los criados de las tres damas, apercebidos de piedras (digo los que no tenían armas), se pusieron en defensa de su señora. Los salteadores, que vieron muerto a su capitán, y que según los defensores acudían podían ganar poco en aquella empresa, especialmente considerando ser locura aventurar las vidas por quien ya no podía premiarlas, volvieron las espaldas y dejaron el campo solo.

Hasta aquí, de esta batalla pocos golpes de espada hemos oído, pocos instrumentos bélicos han sonado; el sentimiento que por los muertos suelen hacer los vivos no ha salido a romper los aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadas sus quejas; sólo algunos ayes entre roncos gemidos andan envueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristela y Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poder aprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimados corazones. Pero, en fin, el cielo, que tenía determinado de no dejarlas morir tan apriesa y tan sin quejarse, les despegó las lenguas, que al paladar pegadas tenían, y la de Auristela pror[r]umpió en razones semejantes:

No sé yo, desdichada, cómo busco aliento en un muerto, o cómo, ya que le tuviese, puedo sentirle, si estoy tan sin él que ni sé si hablo ni si respiro. ¡Ay, hermano, y qué caída ha sido ésta, que así ha derribado mis esperanzas, como que la grandeza de vuestro linaje no se hubiera opuesto a vuestra desventura! Mas, ¿cómo podía ella ser grande, si vos no lo fuérades? En los montes más levantados caen los rayos, y, adonde hallan más resistencia, hacen más daño. Monte érades vos, pero monte humilde, que con las sombras de vuestra industria y de vuestra discreción os encubríades a los ojos de las gentes. Ventura íbades a buscar en la mía, pero la muerte ha atajado el paso, encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá la reina, vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte! ¡Ay de mí, otra vez sola y en tierra ajena, bien así como verde yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo!

Estas palabras de reina, de montes y grandezas, tenían atentos los oídos de los circunstantes que les escuchaban, y aumentóles la admiración las que también decía Constanza, que en sus faldas tenía a su malherido hermano, apretándole la herida y tomándole la sangre la compasiva Feliz Flora, que, con un lienzo suyo, blandamente se la esprimía, obligada de haberla el herido librado de su deshonra.

¡Ay, digo decía, amparo mío!, ¿de qué ha servido haberme levantado la fortuna a título de señora, si me había de derribar al de desdichada? Volved, hermano, en vos, si queréis que yo vuelva en mí, o si no, haced, ¡oh piadosos cielos!, que una misma suerte nos cierre los ojos, y una misma sepultura nos cubra los cuerpos: que el bien que sin pensar me había venido, no podía traer otro descuento que la presteza de acabarse.

Con esto se quedó desmayada, y Auristela ni más ni menos, de modo que tan muertas parecían ellas y aun más que los heridos.

La dama que cayó de la torre, causa principal de la caída de Periandro, mandó a sus criados, que ya habían venido muchos de la casa, que le llevasen al lecho del conde Domicio, su señor; mandó también llevar a Domicio, su marido, para dar orden en sepultalle. Bartolomé tomó en brazos a su señor Antonio; a Constanza se las dio Feliz Flora; y a Auristela, Belarminia y Deleasir. Y, en escuadrón doloroso y con amargos pasos, se encaminaron a la casi real casa.









Capítulo quince del tercero libro



Poco aprovechaban las discretas razones que las tres damas francesas daban a las dos lastimadas Constanza y Auristela, porque en las recientes desventuras no hallan lugar consolatorias persuasiones: el dolor y el desastre que de repente sucede, no de improviso admite consolación alguna, por discreta que sea; la postema duele, mientras no se ablanda, y el ablandarse requiere tiempo, hasta que llegue el de abrirse. Y así, mientras se llora, mientras se gime, mientras se tiene delante quien mueva al sentimiento a quejas y a suspiros, no es discreción demasiada acudir al remedio con agudas medicinas. Llore, pues, algún tanto más Auristela, gima algún espacio más Constanza, y cierren entrambas los oídos a toda consolación, en tanto que la hermosa Claricia nos cuenta la causa de la locura de Domicio, su esposo, que fue, según ella dijo a las damas francesas, que, antes que Domicio con ella se desposase, andaba enamorado de una parienta suya, la cual tuvo casi indubitables esperanzas de casarse con él.

«Salióle en blanco la suerte, para que ella dijo Claricia la tuviese siempre negra. Porque, disimulando Lorena que así se llamaba la parienta de Domicio el enojo que había recebido del casamiento de mi esposo, dio en regalarle con muchos y diversos presentes, puesto que más bizarros y de buen parecer que costosos, entre los cuales le envío una vez, bien así como envió la falsa Deyanira la camisa a Hércules, digo que le envió unas camisas, ricas por el lienzo, y por la labor vistosas. Apenas se puso una, cuando perdió los sentidos, y estuvo dos días como muerto, puesto que luego se la quitaron, imaginando que una esclava de Lorena, que estaba en opinión de maga, la habría hechizado. Volvió a la vida mi esposo, pero con sentidos tan turbados y tan trocados que ninguna acción hacía que no fuese de loco; y no de loco manso, sino de cruel, furioso y desatinado: tanto, que era necesario tenerle en cadenas.»

Y que aquel día, estando ella en aquella torre, se había soltado el loco de las prisiones, y, viniendo a la torre, la había echado por las ventanas abajo, a quien el cielo socorrió con la anchura de sus vestidos, o, por mejor decir, con la acostumbrada misericordia de Dios, que mira por los inocentes. Dijo cómo aquel peregrino había subido a la torre a librar a una doncella a quien el loco quería derribar al suelo, tras la cual también despeñara a otros dos pequeños hijos que en la torre estaban. Pero el suceso fue tan contrario que el conde y el peregrino se estrellaron en la dura tierra: el conde, herido de una mortal herida, y el peregrino, con un cuchillo en la mano, que al parecer se le había quitado a Domicio, cuya herida era tal, que no fuera menester servir de añadidura para quitarle la vida, pues bastaba la caída.

En esto, Periandro estaba sin sentido en el lecho, adonde acudieron maestros a curarle y a concertarle los deslocados huesos. Diéronle bebidas apropiadas al caso, halláronle pulsos y algún tanto de conocimiento de las personas que alrededor de sí tenía; especialmente de Auristela, a quien con voz desmayada, que apenas podía entenderse, dijo:

Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de quererte bien.

Y no habló ni pudo hablar más palabra por entonces.

Tomaron la sangre a Antonio, y, tentándole los cirujanos la herida, pidieron albricias a su hermana de que era más grande que mortal, y de que presto tendría salud con ayuda del cielo. Dióselas Feliz Flora, adelantándose a Constanza, que se las iba a dar, y aun se las dio, y los cirujanos las tomaron de entrambas, por no ser nada escrupulosos.

Un mes o poco más estuvieron los enfermos curándose, sin querer dejarlos las señoras francesas: tanta fue la amistad que trabaron y el gusto que sintieron de la discreta conversación de Auristela y de Constanza, y de los dos sus hermanos. Especialmente Feliz Flora, que no acertaba a quitarse de la cabecera de Antonio, amándole con un tan comedido amor que no se estendía a más que a ser benevolencia, y a ser como agradecimiento del bien que dél había recebido, cuando su saeta la libró de las manos de Rubertino; que, según Feliz Flora contaba, era un caballero, señor de un castillo que cerca de otro suyo ella tenía, el cual Rubertino, llevado, no de perfecto, sino de vicioso amor, había dado en seguirla y perseguirla, y en rogarla le diese la mano de esposa; pero que ella por mil esperiencias, y por la fama, que pocas veces miente, había conocido ser Rubertino de áspera y cruel condición, y de mudable y antojadiza voluntad, [y] no había querido condecender con su demanda. Y que imaginaba que, acosado de sus desdenes, habría salido al camino a roballa y a hacer de ella por fuerza lo que la voluntad no había podido. Pero que la flecha de Antonio había cortado todos sus crueles y mal fabricados disinios, y esto le movía a mostrarse agradecida.

Todo esto que Feliz Flora dijo pasó así, sin faltar punto; y, cuando se llegó el de la sanidad de los enfermos, y sus fuerzas comenzaron a dar muestras della, volvieron a renovarse sus deseos, a lo menos los de volver a su camino, y así lo pusieron por obra, acomodándose de todas las cosas necesarias, sin que, como está dicho, quisiesen las señoras francesas dejar a los peregrinos, a quien ya trataban con admiración y con respeto, porque las razones del llanto de Auristela les habían hecho concebir en sus ánimos que debían de ser grandes señores: que tal vez la majestad suele cubrirse de buriel y la grandeza vestirse de humildad. En efeto, con perplejos pensamientos los miraban: el pobre acompañamiento suyo les hacía tener en estima de condición mediana; el brío de sus personas y la belleza de sus rostros levantaba su calidad al cielo; y así, entre el sí y el no, andaba dudosa.

Ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo, porque la caída de Periandro no consentía que se fiase de sus pies. Feliz Flora, agradecida al golpe de Antonio el bárbaro, no sabía quitarle de su lado, y, tratando del atrevimiento de Rubertino, a quien dejaban muerto y enterrado, y de la estraña historia del conde Domicio, a quien las joyas de su prima, juntamente con quitarle el juicio, le habían quitado la vida, y del vuelo milagroso de su mujer, más para ser admirado que creído, llegaron a un río que se vadeaba con algún trabajo.

Periandro fue de parecer que se buscase la puente, pero todos los demás no vinieron en él; y, bien así como cuando al represado rebaño de mansas ovejas, puestas en lugar estrecho, hace camino la una, a quien las demás al momento siguen, Belarminia se arrojó al agua, a quien todos siguieron, sin quitarse del lado de Auristela Periandro, ni del de Feliz Flora Antonio, llevando también junto a sí a su hermana Constanza.

Ordenó, pues, la suerte que no fuese buena la de Feliz Flora, porque la corriente del agua le desvaneció la cabeza, de modo que, sin poder tenerse, dio consigo en mitad de la corriente, tras quien se abalanzó con no creída presteza el cortés Antonio, y sobre sus hombros, como a otra nueva Europa, la puso en la seca arena de la contraria ribera. Ella, viendo el presto beneficio, le dijo:

Muy cortés eres, español.

A quien Antonio respondió:

Si mis cortesías no nacieran de tus peligros, estimáralas en algo; pero, como nacen de ellos, antes me descontentan que alegran.

Pasó, en fin, el, como he dicho otras veces, hermoso escuadrón, y llegaron al anochecer a una casería, que junto con serlo era mesón, en el cual se alojaron a toda su voluntad.

Y lo que en él les sucedió nuevo estilo y nuevo capítulo pide.









Capítulo diez y seis del tercero libro



Cosas y casos suceden en el mundo, que si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos; y así, muchos, por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos, y no son tenidos por tan verdaderos como lo son; y así, es menester que les ayuden juramentos, o a lo menos el buen crédito de quien los cuenta, aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:

Las cosas de admiración

no las digas ni las cuentes,

que no saben todas gentes

cómo son.

La primera persona con quien encontró Constanza fue con una moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos años, vestida a la española, limpia y aseadamente, la cual, llegándose a Constanza, le dijo en lengua castellana:

¡Bendito sea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a lo menos de mi nación: España! ¡Bendito sea Dios, digo otra vez, que oiré decir vuesa merced, y no señoría, hasta los mozos de cocina!

Desa manera respondió Constanza, ¿vos, señora, española debéis de ser?

¡Y cómo si lo soy! respondió ella; y aun de la mejor tierra de Castilla.

¿De cuál? replicó Constanza.

De Talavera de la Reina respondió ella.

Apenas hubo dicho esto, cuando a Constanza le vinieron barruntos que debía de ser la esposa de Ortel Banedre, el polaco, que por adúltera quedaba presa en Madrid, cuyo marido, persuadido de Periand[r]o, la había dejado presa y ídose a su tierra, y en un instante fabricó en su imaginación un montón de cosas, que, puestas en efeto, le sucedieron casi como las había pensado.

Tomóla por la mano, y fuese donde estaba Auristela, y, apartándola aparte con Periandro, les dijo:

Señores, vosotros estáis dudosos de que si la ciencia que yo tengo de adevinar es falsa o verdadera, la cual ciencia no se acredita con decir las cosas que están por venir, porque sólo Dios las sabe, y si algún humano las acierta, es acaso, o por algunas premisas a quien la esperiencia de otras semejantes tiene acreditadas. Si yo os dijese cosas pasadas que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver? Esta buena hija que tenemos delante es de Talavera de la Reina, que se casó con un estranjero polaco, que se llamaba, si mal no me acuerdo, Ortel Banedre, a quien ella ofendió con alguna desenvoltura con un mozo de mesón que vivía frontero de su casa, la cual, llevada de sus ligeros pensamientos y en los brazos de sus pocos años, se salió de casa de sus padres con el referido mozo, y fue presa en Madrid con el adúltero, donde debe de haber pasado muchos trabajos, así en la prisión como en el haber llegado hasta aquí; que quiero que ella nos los cuente, porque, aunque yo los adivine, ella nos los contará con más puntualidad y con más gracia.

¡Ay, cielos santos! dijo la moza. ¿Y quién es esta señora que me ha leído mis pensamientos? ¿Quién es esta adivina que ansí sabe la desvergonzada historia de mi vida? Yo, señora, soy esa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro de diez años, porque no tuve parte que me siguiese, y soy la que aquí estoy en poder de un soldado español que va a Italia, comiendo el pan con dolor, y pasando la vida, que por momentos me hace desear la muerte. Mi amigo, el primero, murió en la cárcel. Éste, que no sé en qué número ponga, me socorrió en ella, de donde me sacó, y, como he dicho, me lleva por esos mundos con gusto suyo y con pesar mío: que no soy tan tonta que no conozca el peligro en que traigo el alma en este vagamundo estado. Por quien Dios es, señores, pues sois españoles, pues sois cristianos, y, pues sois principales, según lo da a entender vuestra presencia, que me saquéis del poder deste español, que será como sacarme de las garras de los leones.

Admirados quedaron Periandro y Auristela de la discreción sagaz de Constanza; y, concediendo con ella, la reforzaron y acreditaron, y aun se movieron a favorecer con todas sus fuerzas a la perdida moza, la cual dijo que el español soldado no iba siempre con ella, sino una jornada adelante o atrás, por deslumbrar a la justicia.

Todo eso está muy bien dijo Periandro, y aquí daremos traza en vuestro remedio; que la que ha sabido adivinar vuestra vida pasada, también sabrá acomodaros en la venidera. Sed vos buena, que sin el cimiento de la bondad no se puede cargar ninguna cosa que lo parezca; no os desviéis por agora de nosotros, que vuestra edad y vuestro rostro son los mayores contrarios que podéis tener en las tierras estrañas.

Lloró la moza, enternecióse Constanza, y Auristela mostró los mismos sentimientos, con que obligó a Periandro a que el remedio de la moza buscase.

En esto estaban, cuando llegó Bartolomé y dijo:

Señores, acudid a ver la más estraña visión que habréis visto en vuestra vida.

Dijo esto tan asustado y tan como espantado que, pensando ir a ver alguna maravilla estraña, le siguieron, y, en un apartamiento algo desviado de aquel donde estaban alojados los peregrinos y damas, vieron, por entre unas esteras, un aposento todo cubierto de luto, cuya lóbrega escuridad no les dejó ver particularmente lo que en él había. Y, estándole así mirando, llegó un hombre anciano, todo asimismo cubierto de luto, el cual les dijo:

Señores, de aquí a dos horas, que habrá entrado una de la noche, si gustáis de ver a la señora Ruperta sin que ella os vea, yo haré que la veáis, cuya vista os dará ocasión de que os admiréis, así de su condición como de su hermosura.

Señor respondió Periandro, este nuestro criado que aquí está nos convidó a que viniésemos a ver una maravilla, y hasta ahora no hemos visto otra que la de este aposento cubierto de luto, que no es maravilla ninguna.

Si volvéis a la hora que digo respondió el enlutado, tendréis de qué maravillaros, porque habréis de saber que en este aposento se aloja la señora Ru

perta, mujer que fue, apenas hace un año, del conde Lamberto de Escocia, cuyo matrimonio a él le costó la vida y a ella verse en términos de perderla cada paso, a causa que Claudino Rubicón, caballero de los principales de Escocia, a quien las riquezas y el linaje hicieron soberbio, y la condición algo enamorado, quiso bien a mi señora, siendo doncella, de la cual, si no fue aborrecido, a lo menos fue desdeñado, como lo mostró el casarse con el conde mi señor. Esta presta resolución de mi señora la bautizó Rubicón, en deshonra y menosprecio suyo, como si la hermosa Ruperta no hubiera tenido padres que se lo mandaran y obligaciones precisas que le obligaran a ello, junto con ser más acertado ajustarse las edades entre los que se casan: que, si puede ser, siempre los años del esposo con el número de diez han de llevar ventaja a los de la mujer, o con algunos más, porque la vejez los alcance en un mismo tiempo. Era Rubicón varón viudo y que tenía hijo de casi veinte y un años, gentilhombre en estremo, y de mejores condiciones que el padre; tanto que, si él se hubiera opuesto a la cátedra de mi señora, hoy viviera mi señor el conde y mi señora estuviera más alegre. «Sucedió, pues, que, yendo mi señora Ruperta a holgarse con su esposo a una villa suya, acaso y sin pensar, en un despoblado, encontramos a Rubicón con muchos criados suyos que le acompañaban. Vio a mi señora, y su vista despertó el agravio que a su parecer se le había hecho; y fue de suerte que en lugar del amor nació la ira, y de la ira el deseo de hacer pesar a mi señora; y, como las venganzas de los que bien se han querido sobrepujan a las ofensas hechas, Rubicón, despechado, impaciente y atrevido, desenvainando la espada, corrió al conde mi señor, que estaba inocente deste caso, sin que tuviese lugar de prevenirse del daño que no temía; y, envainándosela en el pecho, dijo: ``Tú me pagarás lo que no me debes; y si esta es crueldad, mayor la usó tu esposa para conmigo, pues no una vez sola, sino cien mil, me quitan la vida sus desdenes''.

»A todo esto me hallé yo presente; oí las palabras, y vi con mis ojos y tenté con las manos la herida; escuché los llantos de mi señora, que penetraron los cielos; volvimos a dar sepultura al conde, y, al enterrarle, por orden de mi señora, se le cortó la cabeza, que en pocos días, con cosas que se le aplicaron, quedó descarnada y en solamente los huesos; mandóla mi señora poner en una caja de plata, sobre la cual puestas sus manos, hizo este juramento. Pero olvídaseme por decir cómo el cruel Rubicón, o ya por menosprecio, o ya por más crueldad, o quizá con la turbación descuidado, se dejó la espada envainada en el pecho de mi señor, cuya sangre aun hasta agora muestra estar casi reciente en ella. Digo, pues, que dijo estas palabras: ``Yo, la desdichada Ruperta, a quien han dado los cielos sólo nombre de hermosa, hago juramento al cielo, puestas las manos sobre estas dolorosas reliquias, de vengar la muerte de mi esposo con mi poder y con mi industria, si bien aventurase en ello una y mil veces esta miserable vida que tengo, sin que me espanten trabajos, sin que me falten ruegos hechos a quien pueda favorecerme; y, en tanto que no llegare a efeto este mi justo, si no cristiano, deseo, juro que mi vestido será negro, mis aposentos lóbregos, mis manteles tristes y mi compañía la misma soledad. A la mesa estarán presentes estas reliquias, que me atormenten el alma; esta cabeza que me diga, sin lengua, que vengue su agravio; esta espada, [en] cuya no enjuta sangre me parece que veo a la que, alterando la mía, no me deje sosegar hasta vengarme''.

»Esto dicho, parece que templó sus continuas lágrimas, y dio algún vado a sus dolientes suspiros. Hase puesto en camino de Roma para pedir en Italia a sus príncipes favor y ayuda contra el matador de su esposo, que aun todavía la amenaza, quizá temeroso; que suele ofender un mosquito más de lo que puede favorecer un águila.» Esto, señores, veréis, como he dicho, de aquí a dos horas; y si no os dejare admirados, o yo no habré sabido contarlo, o vosotros tendréis el corazón de mármol.

Aquí dio fin a su plática el enlutado escudero, y los peregrinos, sin ver a Ruperta, desde luego se comenzaron a admirar del caso.









Capítulo diez y siete del tercer libro



La ira, según se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista del objeto que agravia, y tal vez con la memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza, que, como la tome el agraviado, sin razón o con ella, sosiega.

Esto nos lo dará a entender la hermosa Ruperta, agraviada y airada, y con tanto deseo de vengarse de su contrario que, aunque sabía que era ya muerto, dilataba su cólera por todos sus decendientes, sin querer dejar, si pudiera, vivo ninguno dellos; que la cólera de la mujer no tiene límite.

Llegóse la hora de que la fueron a ver los peregrinos, sin que ella los viese, y viéronla hermosa en todo estremo, con blanquísimas tocas, que desde la cabeza casi le llegaban a los pies, sentada delante de una mesa, sobre la cual tenía la cabeza de su esposo en la caja de plata, la espada con que le habían quitado la vida y una camisa que ella se imaginaba que aún no estaba enjuta de la sangre de su esposo. Todas estas insignias dolorosas despertaron su ira, la cual no tenía necesidad que nadie la despertase, porque nunca dormía; levantóse en pie, y, puesta la mano derecha sobre la cabeza del marido, comenzó a hacer y a revalidar el voto y juramento que dijo el enlutado escudero. Llovían lágrimas de sus ojos, bastantes a bañar las reliquias de su pasión; arrancaba suspiros del pecho, que condensaban el aire cerca y lejos; añadía al ordinario juramento razones que le agravaban, y tal vez parecía que arrojaba por los ojos, no lágrimas, sino fuego, y por la boca, no suspiros, sino humo: tan sujeta la tenía su pasión y el deseo de vengarse. ¿Veisla llorar, veisla suspirar, veisla no estar en sí, veisla blandir la espada matadora, veisla besar la camisa ensangrentada, y que rompe las palabras con sollozos?; pues esperad no más de hasta la mañana, y veréis cosas que os den sujeto para hablar en ellas mil siglos, si tantos tuviésedes de vida.

En mitad de la fuga de su dolor estaba Ruperta, y casi en los umbrales de su gusto, porque mientras se amenaza descansa el amenazador, cuando se llegó a ella uno de sus criados, como si se llegara una sombra negra, según venía cargado de luto, y en mal pronunciadas palabras le dijo:

Señora, Croriano el galán, el hijo de tu enemigo, se acaba de apear agora con algunos criados. Mira si quieres encubrirte, o si quieres que te conozca, o lo que sería bien que hagas, pues tienes lugar para pensarlo.

Que no me conozca respondió Ruperta; y avisad a todos mis criados que por descuido no me nombren, ni por cuidado me descubran.

Y, esto diciendo, recogió sus prendas, y mandó cerrar el aposento y que ninguno entrase a hablalla.

Volviéronse los peregrinos al suyo, quedó ella sola y pensativa, y no sé cómo se supo que había hablado a solas estas o otras semejantes razones:

Advierte, ¡oh Ruperta!, que los piadosos cielos te han traído a las manos, como simple víctima al sacrificio, al alma de tu enemigo; que los hijos, y más los únicos, pedazos del alma son de los padres. ¡Ea, Ruperta! Olvídate de que eres mujer, y si no quieres olvidarte desto, mira que eres mujer, y agraviada. La sangre de tu marido te está dando voces, y en aquella cabeza sin lengua te está diciendo: ``¡Venganza, dulce esposa mía, que me mataron sin culpa!'' Sí, que no espantó la braveza de Holofernes a la humildad de Judit; verdad es que la causa suya fue muy diferente de la mía: ella castigó a un enemigo de Dios, y yo quiero castigar a un enemigo que no sé si lo es mío; a ella le puso el hierro en las manos el amor de su patria, y a mí me le pone el de mi esposo. Pero, ¿para qué hago yo tan disparatadas comparaciones? ¿Qué tengo que hacer más, sino cerrar los ojos y envainar el acero en el pecho deste mozo, que tanto será mi venganza mayor cuanto fuere menor su culpa? Alcance yo renombre de vengadora, y venga lo que viniere. Los deseos que se quieren cumplir no reparan en inconvenientes, aunque sean mortales: cumpla yo el mío, y tenga la salida por mi misma muerte.

Esto dicho, dio traza y orden en cómo aquella noche se encerrase en la estancia de Croriano, donde le dio fácil entrada un criado suyo, traidor por dádivas, aunque él no pensó sino que hacía un gran servicio a su amo, llevándole al lecho una tan hermosa mujer como Ruperta; la cual, puesta en parte donde no pudo ser vista ni sentida, ofreciendo su suerte al disponer del cielo, sepultada en maravilloso silencio, estuvo esperando la hora de su contento, que le tenía puesto en la de la muerte de Croriano. Llevó, para ser instrumento del cruel sacrificio, un agudo cuchillo, que, por ser arma mañera y no embarazosa, le pareció ser más a propósito; llevó asimismo una lanterna bien cerrada, en la cual ardía una vela de cera; recogió los espíritus de manera que apenas osaba enviar la respiración al aire. ¿Qué no hace una mujer enojada?; ¿qué montes de dificultades no atropella en sus disignios?; ¿qué inormes crueldades no le parecen blandas y pacíficas? No más, porque lo que en este caso se podía decir es tanto que será mejor dejarlo en su punto, pues no se han de hallar palabras con que encarecerlo.

Llegóse, en fin, la hora; acostóse Croriano; durmióse, con el cansancio del camino, y entregóse, sin pensamiento de su muerte, al de su reposo. Con atentos oídos estaba escuchando Ruperta si daba alguna señal Croriano de que durmiese, y aseguráronla que dormía, así el tiempo que había pasado desde que se acostó hasta entonces, como algunos dilatados alientos que no los dan sino los dormidos; viendo lo cual, sin santiguarse ni invocar ninguna deidad que la ayudase, abrió la lanterna, con que quedó claro el aposento, y miró dónde pondría los pies, para que, sin tropezar, la llevasen al lecho.

La bella matadora, dulce enojada, verdugo agradable: ejecuta tu ira, satisface tu enojo, borra y quita del mundo tu agravio, que delante tienes en quien puedes hacerlo; pero mira, ¡oh hermosa Ruperta!, si quieres, que no mires a ese hermoso Cupido que vas a descubrir, que se deshará en un punto toda la máquina de tus pensamientos.

Llegó, en fin, y, temblándole la mano, descubrió el rostro de Croriano, que profundamente dormía, y halló en él la propiedad del escudo de Medusa, que la convirtió en mármol: halló tanta hermosura que fue bastante a hacerle caer el cuchillo de la mano, y a que diese lugar la consideración del inorme caso que cometer quería; vio que la belleza de Croriano, como hace el sol a la niebla, ahuyentaba las sombras de la muerte que darle quería, y en un instante no le escogió para víctima del cruel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto.

¡Ay dijo entre sí, generoso mancebo, y cuán mejor eres tú para ser mi esposo que para ser objeto de mi venganza! ¿Qué culpa tienes tú de la que cometió tu padre, y qué pena se ha de dar a quien no tiene culpa? Gózate, gózate, joven ilustre, y quédese en mi pecho mi venganza y mi crueldad encerrada, que, cuando se sepa, mejor nombre me dará el ser piadosa que vengativa.

Esto diciendo, ya turbada y arrepentida, se le cayó la lanterna de las manos sobre el pecho de Croriano, que despertó con el ardor de la vela. Hallóse a escuras; quiso Ruperta salirse de la estancia, y no acertó, por donde dio voces Croriano, tomó su espada y saltó del lecho, y, andando por el aposento, topó con Ruperta, que toda temblando le dijo:

No me mates, ¡oh Croriano!, puesto que soy una mujer que no ha una hora que quise y pude matarte, y agora me veo en términos de rogarte que no me quites la vida.

En esto, entraron sus criados al rumor, con luces, y vio Croriano y conoció a la bellísima viuda, como quien vee a la resplandeciente luna de nubes blancas rodeada.

¿Qué es esto, señora Ruperta? le dijo. ¿Son los pasos de la venganza los que hasta aquí os han traído, o queréis que os pague yo los desafueros que mi padre os hizo? Que este cuchillo que aquí veo, ¿qué otra señal es, sino de que habéis venido a ser verdugo de mi vida? Mi padre es ya muerto, y los muertos no pueden dar satisfación de los agravios que dejan hechos. Los vivos sí que pueden recompensarlos; y así, yo, que represento agora la persona de mi padre, quiero recompensaros la ofensa que él os hizo lo mejor que pudiere y supiere. Pero dejadme primero honestamente tocaros, que quiero ver si sois fantasma que aquí ha venido o a matarme, o a engañarme, o a mejorar mi suerte.

Empeórese la mía respondió Ruperta (si es que halla modo el cielo como empeorarla), si entré este día pasado en este mesón con alguna memoria tuya. Veniste tú a él; no te vi cuando entraste; oí tu nombre, el cual despertó mi cólera y me movió a la venganza; concerté con un criado tuyo que me encerrase esta noche en este aposento; hícele que callase, sellándole la boca con algunas dádivas; entré en él, apercebíme deste cuchillo y acrecenté el deseo de quitarte la vida; sentí que dormías, salí de donde estaba, y a la luz de una lanterna que conmigo traía te descubrí y vi tu rostro, que me movió a respeto y a reverencia, de manera que los filos del cuchillo se embotaron, el deseo de mi venganza se deshizo, cayóseme la vela de las manos, despertóte su fuego, diste voces, quedé yo confusa, de donde ha sucedido lo que has visto. Yo no quiero más venganzas ni más memorias de agravios: vive en paz, que yo quiero ser la primera que haga mercedes por ofensas, si ya lo son el perdonarte la culpa que no tienes.

Señora respondió Croriano, mi padre quiso casarse contigo, tú no quisiste; él, despechado, mató a tu esposo: murióse llevando al otro mundo esta ofensa; yo he quedado, como parte tan suya, para hacer bien por su alma; si quieres que te entregue la mía, recíbeme por tu esposo, si ya, como he dicho, no eres fantasma que me engañas; que las grandes venturas que vienen de improviso siempre traen consigo alguna sospecha.

Dame esos brazos respondió Ruperta, y verás, señor, cómo este mi cuerpo no es fantástico, y que el alma que en él te entrego es sencilla, pura y verdadera.

Testigos fueron destos abrazos, y de las manos que por esposos se dieron, los criados de Croriano, que habían entrado con las luces. Triunfó aquella noche la blanda paz desta dura guerra, volvióse el campo de la batalla en tálamo de desposorio; nació la paz de la ira; de la muerte, la vida, y del disgusto, el contento. Amaneció el día, y halló a los recién desposados cada uno en los brazos del otro.

Levantáronse los peregrinos con deseo de saber qué habría hecho la lastimada Ruperta con la venida del hijo de su enemigo, de cuya historia estaban ya bien informados. Salió el rumor del nuevo desposorio, y, haciendo de los cortesanos, entraron a dar los parabienes a los novios, y al entrar en el aposento vieron salir del de Ruperta el anciano escudero que su historia les había contado, cargado con la caja donde iba la calavera de su primero esposo, y con la camisa y espada que tantas veces había renovado las lágrimas de Ruperta; y dijo que lo llevaba adonde no renovasen otra vez, en las glorias presentes, pasadas desventuras. Murmuró de la facilidad de Ruperta, y en general, de todas las mujeres, y el menor vituperio que dellas dijo fue llamarlas antojadizas.

Levantáronse los novios antes que entrasen los peregrinos, regocijáronse los criados, así de Ruperta como de Croriano, y volvióse aquel mesón en alcázar real, digno de tan altos desposorios.

En fin, Periandro y Auristela, Constanza y Antonio, su hermano, hablaron a los desposados y se dieron parte de sus vidas; a lo menos, la que convenía que se diese.









Capítulo diez y ocho del tercer libro



En esto estaban, cuando entró por la puerta del mesón un hombre, cuya larga y blanca barba más de ochenta años le daba de edad; venía vestido ni como peregrino, ni como religioso, puesto que lo uno y lo otro parecía; traía la cabeza descubierta, rasa y calva en el medio, y por los lados, luengas y blanquísimas canas le pendían; sustentaba el agobiado cuerpo sobre un retorcido cayado que de báculo le servía. En efeto, todo él y todas las partes representaban un venerable anciano digno de todo respeto, al cual apenas hubo visto la dueña del mesón, cuando, hincándose ante él de rodillas, le dijo:

Contaré yo este día, padre Soldino, entre los venturosos de mi vida, pues he merecido verte en mi casa: que nunca vienes a ella sino para bien mío.

Y, volviéndose a los circunstantes, prosiguió diciendo:

Este montón de nieve y esta estatua de mármol blanco que se mueve, que aquí veis, señores, es la del famoso Soldino, cuya fama no sólo en Francia, sino en todas partes de la tierra se estiende.

No me alabéis, buena señora respondió el anciano, que tal vez la buena fama se engendra de la mala mentira. No la entrada, sino la salida, hace a los hombres venturosos. La virtud que tiene por remate el vicio, no es virtud, sino vicio. Pero, con todo esto, quiero acreditarme con vos en la opinión que de mí tenéis. Mirad hoy por vuestra casa, porque destas bodas y destos regocijos que en ella se preparan se ha de engendrar un fuego que casi toda la consuma.

A lo que dijo Croriano, hablando con Ruperta, su esposa:

Éste, sin duda, debe de ser mágico o adivino, pues predice lo por venir.

Entreoyó está razón el anciano, y respondió:

No soy mago ni adivino, sino judiciario, cuya ciencia, si bien se sabe, casi enseña a adivinar. Creedme, señores, por esta vez siquiera, y dejad esta estancia, y vamos a la mía, que en una cercana selva que [hay] aquí os dará, si no tan capaz, más seguro alojamiento.

Apenas hubo dicho esto, cuando entró Bartolomé, criado de Antonio, y dijo a voces:

Señores, las cocinas se abrasan, porque, en la infinita leña que junto a ellas estaba, se ha encendido tal fuego que muestra no poder apagarle todas las aguas del mar.

Tras esta voz acudieron las de otros criados, y comenzaron a acreditarlas los estallidos del fuego.

La verdad tan manifiesta acreditó las palabras de Soldino; y, asiendo en brazos Periandro a Auristela, sin querer ir primero a averiguar si el fuego se podía atajar o no, dijo a Soldino:

Señor, guíanos a tu estancia, que el peligro desta ya está manifiesto.

Lo mismo hizo Antonio con su hermana Constanza y con Feliz Flora, la dama francesa, a quien siguieron Deleasir y Belarminia; y la moza arrepentida de Talavera se asió del cinto de Bartolomé y él del cabestro de su bagaje, y todos juntos, con los desposados y con la huéspeda, que conocía bien las adivinanzas de Soldino, le siguieron, aunque con tardo paso los guiaba.

La demás gente del mesón, que no habían estado presentes a las razones de Soldino, quedaron ocupados en matar el fuego; pero presto su furor les dio a entender que trabajaban en vano, ardiendo la casa todo aquel día; que, a cogerles el fuego de noche, fuera milagro escapar alguno que contara su furia.

Llegaron, en fin, a la selva, donde hallaron una ermita no muy grande, dentro de la cual vieron una puerta que parecía serlo de una cueva escura.

Antes de entrar en la ermita, dijo Soldino a todos los que le habían seguido:

Estos árboles con su apacible sombra os servirán de dorados techos, y la yerba deste amenísimo prado, si no de muy blandas, a lo menos de muy blancas camas. Yo llevaré conmigo a mi cueva a estos señores, porque les conviene, y no porque los mejore en la estancia.

Y luego llamó a Periandro, a Auristela, a Constanza, a las tres damas francesas, a Ruperta, a Antonio y a Croriano; y, dejando otra mucha gente fuera, se encerró con éstos en la cueva, cerrando tras sí la puerta de la ermita y la de la cueva.

Viéndose, pues, Bartolomé y la de Talavera no ser de los escogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya llevados de su ligera condición, se concertaron los dos, viendo ser tan para en uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza a sus arrepentimientos; y así, aliviaron el bagaje de dos hábitos de peregrinos, y la moza a caballo y el galán a pie, dieron cantonada, ella a sus compasivas señoras, y él a sus honrados dueños, llevando en la intención de ir también a Roma, como iban todos.

Otra vez se ha dicho que no todas las acciones verisímeles ni probables se han de contar en las historias, porque si no se les da crédito, pierden su valor; pero al historiador no le conviene más de decir la verdad, parézcalo o no lo parezca. Con esta máxima, pues, el que escribió esta historia dice que Soldino, con todo aquel escuadrón de damas y caballeros, bajó por las gradas de la escura cueva, y a menos de ochenta gradas se descubrió el cielo luciente y claro, y se vieron unos amenos y tendidos prados que entretenían la vista y alegraban las almas. Y, haciendo Soldino rueda de los que con él habían bajado, les dijo:

Señores, esto no es encantamento, y esta cueva por donde aquí hemos venido, no sirve sino de atajo para llegar desde allá arriba a este valle que veis, que una legua de aquí tiene más fácil, más llana y más apacible entrada. Yo levanté aquella ermita, y con mis brazos y con mi continuo trabajo cavé la cueva, y hice mío este valle, cuyas aguas y cuyos frutos con prodigalidad me sustentan. Aquí, huyendo de la guerra, hallé la paz; la hambre que en ese mundo de allá arriba, si así se puede decir, tenía, halló aquí a la hartura; aquí, en lugar de los príncipes y monarcas que mandan el mundo, a quien yo servía, he hallado a estos árboles mudos, que, aunque altos y pomposos, son humildes; aquí no suena en mis oídos el desdén de los emperadores, el enfado de sus ministros; aquí no veo dama que me desdeñe, ni criado que mal me sirva; aquí soy yo señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma, y aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis deseos al cielo; aquí he dado fin al estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de las estrellas y el movimiento del sol y de la luna; aquí he hallado causas para alegrarme y causas para entristecerme que aún están por venir, que serán tan ciertas, según yo pienso, que corren parejas con la misma verdad. Agora, agora, como presente, veo quitar la cabeza a un valiente pirata un valeroso mancebo de la casa de Austria nacido. ¡Oh, si le viésedes, como yo le veo, arrastrando estandartes por el agua, bañando con menosprecio sus medias lunas, pelando sus luengas colas de caballos, abrasando bajeles, despedazando cuerpos y quitando vidas! Pero, ¡ay de mí!, que me hace entristecer otro coronado joven, tendido en la seca arena, de mil moras lanzas atravesado, el uno nieto y el otro hijo del rayo espantoso de la guerra, jamás como se debe alabado Carlos V, a quien yo serví muchos años y sirviera hasta que la vida se me acabara, si no lo estorbara el querer mudar la milicia mortal en la divina. Aquí estoy, donde sin libros, con sola la esperiencia que he adquirido con el tiempo de mi soledad, te digo, ¡oh Croriano! y en saber yo tu nombre sin haberte visto jamás me acredite contigo, que gozarás de tu Ruperta largos años; y a ti, Periandro, te aseguro buen suceso de tu peregrinación; tu hermana Auristela no lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad; a ti, ¡oh Constanza!, subirás de condesa a duquesa, y tu hermano Antonio, al grado que su valor merece. Estas señoras francesas, aunque no consigan los deseos que agora tienen, conseguirán otros que las honren y contenten. El haber pronosticado el fuego, el saber vuestros nombres sin haberos visto jamás, las muertes que he dicho que he visto antes que vengan, os podrán mover si queréis a creerme; y más cuando halléis ser verdad que vuestro mozo Bartolomé, con el bagaje y con la moza castellana, se ha ido y os ha dejado a pie: no le sigáis, porque no le alcanzaréis; la moza es más del suelo que del cielo, y quiere seguir su inclinación a despecho y pesar de vuestros consejos. Español soy, que me obliga a ser cortés y a ser verdadero; con la cortesía os ofrezco cuanto estos prados me ofrecen, y con la verdad a la esperiencia de todo cuanto os he dicho. Si os maravillare de ver a un español en esta ajena tierra, advertid que hay sitios y lugares en el mundo saludables más que otros, y éste en que estamos lo es para mí más que ninguno. Las alquerías, caserías y lugares que hay por estos contornos, las habitan gentes católicas y santas. Cuando conviene, recibo los sacramentos, y busco lo que no pueden ofrecer los campos para pasar la humana vida. Ésta es la que tengo, de la cual pienso salir a la siempre duradera. Y por agora no más, sino vámonos arriba: daremos sustento a los cuerpos, como aquí abajo le hemos dado a las almas.









Capítulo diez y nueve del tercero libro




Aderezóse la pobre más que limpia comida, aunque fue muy limpia cosa, no muy nueva para los cuatro peregrinos, que se acordaron entonces de la Isla Bárbara y de la de las Ermitas, donde quedó Rutilio, y adonde ellos comieron de los ya sazonados, y ya no, frutos de los árboles; también se les vino a la memoria la profecía falsa de los isleños y las muchas de Mauricio, con las moriscas del jadraque, y, últimamente, las del español Soldino. Parecíales que andaban rodeados de adivinanzas y metidos hasta el alma en la judiciaria astrología, que, a no ser acreditada con la esperiencia, con dificultad le dieran crédito.

Acabóse la breve comida, salió Soldino con todos los que con él estaban al camino, para despedirse dellos, y en él echaron menos a la moza castellana y a Bartolomé el del bagaje, cuya falta no dio poca pesadumbre a los cuatro, porque les faltaba el dinero y la repostería. Mostró congojarse Antonio, y quiso adelantarse a buscarle, porque bien se imaginó que la moza le llevaba, o él llevaba a la moza, o por mejor decir, el uno se llevaba al otro; pero Soldino le dijo que no tuviese pena, ni se moviese a buscarlos, porque otro día volvería su criado arrepentido del hurto, y entregaría cuanto había llevado. Creyeron, y así no curó Antonio de buscarle, y más, que Feliz Flora ofreció a Antonio de prestarle cuanto hubiese menester para su gusto y el de sus compañeros desde allí a Roma, a cuya liberal oferta se mostró Antonio agradecido lo posible, y aun se ofreció de darle prenda que cupiese en el puño, y en el valor pasase de cincuenta mil ducados; y esto fue pensando de darle una de las dos perlas de Auristela, que, con la cruz de diamantes guardadas, siempre consigo las traía. No se atrevió Feliz Flora a creer la cantidad del valor de la prenda; pero atrevióse a volver a hacer el ofrecimiento hecho.

Estando en esto, vieron venir por el camino y pasar por delante dellos hasta ocho personas a caballo, entre las cuales iba una mujer sentada en un rico sillón y sobre una mula, vestida de camino, toda de verde, hasta el sombrero, que con ricas y varias plumas azotaba el aire, con un antifaz, asimismo verde, cubierto el rostro. Pasaron por delante dellos, y con bajar las cabezas, sin hablar palabra alguna, los saludaron y pasaron de largo; los del camino tampoco hablaron palabra, y al mismo modo les saludaron. Quedábase atrás uno de los de la compañía, y, llegándose a ellos, pidió por cortesía un poco de agua; diéronsela y preguntáronle qué gente era la que iba allí delante, y qué dama la de lo verde.

A lo que el caminante respondió:

El que allí delante va es el señor Alejandro Castrucho, gentilhombre capuano, y uno de los ricos varones, no sólo de Capua, sino de todo el reino de Nápoles; la dama es su sobrina, la señora Isabela Castrucho, que nació en España, donde deja enterrado a su padre, por cuya muerte su tío la lleva a casar a Capua, y, a lo que yo creo, no muy contenta.

Eso será respondió el escudero enlutado de Ruperta no porque va a casarse, sino porque el camino es largo; que yo para mí tengo, que no hay mujer que no desee enterarse con la mitad que le falta, que es la del marido.

No sé esas filosofías respondió el caminante; sólo sé que va triste, y la causa ella se la sabe. Y a Dios quedad, que es mucha la ventaja que mis dueños me llevan.

Y, picando apriesa, se les fue de la vista; y ellos, despidiéndose de Soldino, le abrazaron y le dejaron.

Olvidábase de decir cómo Soldino había aconsejado a las damas francesas que siguiesen el camino derecho de Roma, sin torcerle para entrar en París, porque así les convenía. Este consejo fue para ellas como si se le dijera un oráculo; y así, con parecer de los peregrinos, determinaron de salir de Francia por el Delfinado, y, atravesando el Piamonte y el estado de Milán, ver a Florencia y luego a Roma.

Tanteado, pues, este camino, con propósito de alargar algún tanto más las jornadas que hasta allí, caminaron; y otro día, al romper del alba, vieron venir hacia ellos al tenido por ladrón, Bartolomé el bagajero, detrás de su bagaje, y él vestido como peregrino.

Todos gritaron, cuando le conocieron, y los más le preguntaron qué huida había sido la suya, qué traje aquel y qué vuelta aquella.

A lo que él, hincado de rodillas delante de Constanza, casi llorando, respondió a todos:

Mi huida no sé cómo fue; mi traje ya veis que es de peregrino; mi vuelta es a restituir lo que quizá, y aun sin quizá, en vuestras imaginaciones me tenía confirmado por ladrón; aquí, señora Constanza, viene el bagaje, con todo aquello que en él estaba, excepto dos vestidos de peregrinos, que el uno es éste que yo traigo, y el otro queda haciendo romera a la ramera de Talavera, que doy yo al diablo al amor y al bellaco que me lo enseñó; y es lo peor que le conozco, y determino ser soldado debajo de su bandera, porque no siento fuerzas que se opongan a las que hace el gusto con los que poco saben. Écheme vuesa merced su bendición, y déjeme volver, que me espera Luisa, y advierta que vuelvo sin blanca, fiado en el donaire de mi moza más que en la ligereza de mis manos, que nunca fueron ladronas, ni lo serán, si Dios me guarda el juicio, si viviese mil siglos.

Muchas razones le dijo Periandro para estorbarle su mal propósito; muchas le dijo Auristela y muchas más Constanza y Antonio; pero todo fue, como dicen, dar voces al viento y predicar en desierto. Limpióse Bartolomé sus lágrimas, dejó su bagaje, volvió las espaldas y partió en un vuelo, dejando a todos admirados de su amor y de su simpleza.

Antonio, viéndole partir tan de carrera, puso una flecha en su arco, que jamás la disparó en vano, con intención de atravesarle de parte a parte y sacarle del pecho el amor y la locura; mas Feliz Flora, que pocas veces se le apartaba del lado, le trabó del arco, diciéndole:

Déjale, Antonio, que harta mala ventura lleva en ir a poder y a sujetarse al yugo de una mujer loca.

Bien dices, señora respondió Antonio; y, pues tú le das la vida, ¿quién ha de ser poderoso a quitársela?

Finalmente, muchos días caminaron sin sucederles cosa digna de ser contada.

Entraron en Milán, admiróles la grandeza de la ciudad, su infinita riqueza, sus oros, que allí no solamente hay oro, sino oros; sus bélicas herrerías, que no parece sino que allí ha pasado las suyas Vulcano; la abundancia infinita de sus frutos, la grandeza de sus templos, y, finalmente, la agudeza del ingenio de sus moradores.

Oyeron decir a un huésped suyo que lo más que había que ver en aquella ciudad era la Academia de los Entronados, que estaba adornada de eminentísimos académicos, cuyos sutiles entendimientos daban que hacer a la fama a todas horas y por todas las partes del mundo. Dijo también que aquel día era de academia, y que se había de disputar en ella si podía haber amor sin celos.

Sí puede dijo Periandro; y, para probar esta verdad, no es menester gastar mucho tiempo.

Yo replicó Auristela no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien.

A lo que dijo Belarminia:

No entiendo ese modo de hablar, ni la diferencia que hay entre amor y querer bien.

Ésta replicó Auristela: querer bien puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad, como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien os parece o que mucho os agrada; y éstas no dan celos, ni los pueden dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor en ninguna manera.

Mucho has dicho, señora respondió Periandro, porque no hay ningún amante que esté en posesión de la cosa amada, que no tema el perderla; no hay ventura tan firme que tal vez no dé vaivenes; no hay clavo tan fuerte que pueda detener la rueda de la fortuna; y si el deseo que nos lleva a acabar presto nuestro camino no lo estorbara, quizá mostrara yo hoy en la academia que puede haber amor sin celos, pero no sin temores.

Cesó esta plática. Estuvieron cuatro días en Milán, en los cuales comenzaron a ver sus grandezas, porque acabarlas de ver no dieran tiempo cuatro años. Partiéronse de allí, y llegaron a Luca, ciudad pequeña, pero hermosa y libre, que debajo de las alas del imperio y de España se descuella, y mira esenta a las ciudades de los príncipes que la desean; allí, mejor que en otra parte ninguna, son bien vistos y recebidos los españoles, y es la causa que en ella no mandan ellos, sino ruegan, y como en ella no hacen estancia de más de un día, no dan lugar a mostrar su condición, tenida por arrogante.

Aquí aconteció a nuestros pasajeros una de las más estrañas aventuras que se han contado en todo el discurso deste libro.









Capítulo veinte del tercero libro



Las posadas de Luca son capaces para alojar una compañía de soldados, en una de las cuales se alojó nuestro escuadrón, siendo guiado de las guardas de las puertas de la ciudad, que se los entregaron al huésped por cuenta, porque a la mañana, o cuando se partiesen, la había de dar dellos. Al entrar vio la señora Ruperta que salía un médico que tal le pareció en el traje diciendo a la huéspeda de la casa que también le pareció no podía ser otra:

Yo, señora, no me acabo de desengañar si esta doncella está loca o endemoniada, y, por no errar, digo que está endemoniada y loca; y, con todo eso, tengo esperanza de su salud, si es que su tío no se da priesa a partirse.

¡Ay, Jesús! dijo Ruperta. ¿Y en casa de endemoniados y locos nos apeamos? En verdad, en verdad, que si se toma mi parecer, no hemos de poner los pies dentro.

A lo que dijo la huéspeda:

Sin escrúpulo puede vuesa señoría que éste es el merced de Italia apearse, porque de cien leguas se podía venir a ver lo que está en esta posada.

Apeáronse todos, y Auristela y Constanza, que habían oído las razones de la huéspeda, le preguntaron qué había en aquella posada que tanto encarecía el verla.

Vénganse conmigo respondió la huéspeda, y verán lo que verán, y dirán lo que yo digo.

Guió, y siguiéronla, donde vieron echada en un lecho dorado a una hermosísima muchacha, de edad, al parecer, de diez y seis o diez y siete años; tenía los brazos aspados y atados con unas vendas a los balaustres de la cabecera del lecho, como que le querían estorbar el moverlos a ninguna parte; dos mujeres, que debían de servirla de enfermeras, andaban buscándole las piernas para atárselas también, a lo que la enferma dijo:

Basta que se me aten los brazos, que todo lo demás las ataduras de mi honestidad lo tiene ligado.

Y, volviéndose a las peregrinas, con levantada voz dijo:

¡Figuras del cielo!, ¡ángeles de carne!, sin duda creo que venís a darme salud, porque de tan hermosa presencia y de tan cristiana visita no se puede esperar otra cosa. Por lo que debéis a ser quien sois, que sois mucho, que mandéis que me desaten, que con cuatro o cinco bocados que me dé en el brazo, quedaré harta y no me haré más mal, porque no estoy tan loca como parezco, ni el que me atormenta es tan cruel que dejará que me muerda.

¡Pobre de ti, sobrina dijo un anciano que había entrado en el aposento, y cuál te tiene ése que dices que no ha de dejar que te muerdas! Encomiéndate a Dios, Isabela, y procura comer, no de tus hermosas carnes, sino de lo que te diere este tu tío, que bien te quiere. Lo que cría el aire, lo que mantiene el agua, lo que sustenta la tierra, te traeré: que tu mucha hacienda y mi voluntad mucha te lo ofrece todo.

La doliente moza respondió:

Déjenme sola con estos ángeles; quizá mi enemigo el demonio huirá de mí por no estar con ellos.

Y, señalando con la cabeza que se quedasen con ella Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, dijo que los demás se saliesen, como se hizo con voluntad, y aun con ruegos de su anciano y lastimado tío, del cual supieron ser aquella la gentil dama de lo verde que, al salir de la cueva del sabio español, habían visto pasar por el camino, que el criado que se quedó atrás les dijo que se llamaba Isabela Castrucha, y que se iba a casar al reino de Nápoles.

Apenas se vio sola la enferma, cuando, mirando a todas partes, dijo que mirasen si había otra persona en el aposento que aumentase el número de los que ella dijo que se quedasen. Mirólo Ruperta, y escudriñólo todo, y aseguró no haber otra persona que ellos. Con esta seguridad, sentóse Isabela como pudo en el lecho, y, dando muestras de que quería hablar de propósito, rompió la voz con un tan grande suspiro, que pareció que con él se le arrancaba el alma; el fin del cual fue tenderse otra vez en el lecho, y quedar desmayada, con señales tan de muerte que obligó a los circunstantes a dar voces pidiendo un poco de agua para bañar el rostro de Isabela, que a más andar se iba al otro mundo.

Entró el mísero tío, llevando una cruz en la una mano, y en la otra un hisopo bañado en agua bendita; entraron asimismo con él dos sacerdotes, que, creyendo ser el demonio quien la fatigaba, pocas veces se apartaban della; entró asimismo la huéspeda con el agua; rociáronle el rostro, y volvió en sí diciendo:

Escusadas son por agora estas prevenciones; yo saldré presto; pero no ha de ser cuando vosotros quisiéredes, sino cuando a mí me parezca, que será cuando viniere a esta ciudad Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, el cual Andrea agora está estudiando en Salamanca, bien descuidado destos sucesos.

Todas estas razones acabaron de confirmar en los oyentes la opinión que tenían de estar Isabela endemoniada, porque no podían pensar cómo pudiese saber ella Juan Bautista Marulo quién fuese, y su hijo Andrea; y no faltó quien fuese luego a decir al ya nombrado Juan Bautista Marulo lo que la bella endemoniada dél y de su hijo había dicho.

Tornó a pedir que la dejasen sola con los que antes había escogido; dijéronle los sacerdotes los Evangelios, y hicieron su gusto, llevándole todos de la señal

que había dado quedaría, cuando el demonio la dejase, libre; que indubitablemente la juzgaron por endemoniada.

Feliz Flora hizo de nuevo la pesquisa de la estancia, y, cerrando la puerta della, dijo a la enferma:

Solos estamos; mira, señora, lo que quieres.

Lo que quiero es respondió Isabela que me quiten estas ligaduras; que, aunque son blandas, me fatigan, porque me impiden.

Hiciéronlo así con mucha diligencia, y, sentándose Isabela en el lecho, asió de la una mano a Auristela y de la otra a Ruperta, y hizo que Constanza y Feliz Flora se sentasen junto a ella en el mismo lecho; y así, apiñadas en un hermoso montón, con voz baja y lágrimas en los ojos, dijo:

«Yo, señoras, soy la infelice Isabela Castrucha, cuyos padres me dieron nobleza, la fortuna, hacienda, y los cielos, algún tanto de hermosura. Nacieron mis padres en Capua, pero engendráronme en España, donde nací, y me crié en casa deste mi tío que aquí está, que en la corte del emperador la tenía. ¡Válame Dios, y para qué tomo yo tan de atrás la corriente de mis desventuras! Estando, pues, yo en casa deste mi tío, ya huérfana de mis padres, que a él me dejaron encomendada y por tutor mío, llegó a la corte un mozo, a quien yo vi en una iglesia, y le miré tan de propósito... (y no os parezca esto, señoras, desenvoltura, que no parecerá, si consideráredes que soy mujer); digo que le miré en la iglesia de tal modo que en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan impresa en mi alma que no la podía apartar de mi memoria. Finalmente, no me faltaron medios para entender quién él era, y la calidad de su persona, y qué hacía en la corte o dónde iba, y lo que saqué en limpio fue que se llamaba Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, más noble que rico, y que iba a estudiar a Salamanca. En seis días que allí estuvo, tuve orden de escribirle quién yo era y la mucha hacienda que tenía, y que de mi hermosura se podía certificar, viéndome en la iglesia; escribíle, asimismo, que entendía que este mi tío me quería casar con un primo mío, porque la hacienda se quedase en casa, hombre no de mi gusto, ni de mi condición, como es verdad; díjele asimismo que la ocasión en mí le ofrecía sus cabellos, que los tomase, y que no diese lugar en no hacello al arrepentimiento, y que no tomase de mi facilidad ocasión para no estimarme.

»Respondió, después de haberme visto no sé cuántas veces en la iglesia, que por mi persona sola, sin los adornos de la nobleza y de la riqueza, me hiciera señora del mundo si pudiera, y que me suplicaba durase firme algún tiempo en mi amorosa intención, a lo menos hasta que él dejase en Salamanca a un amigo suyo, que con él desta ciudad había partido a seguir el estudio. Respondíle que sí haría, porque en mí no era el amor importuno, ni indiscreto, que presto nace y presto se muere. Dejóme entonces por honrado, pues no quiso faltar a su amigo, y con lágrimas, como enamorado, que yo se las vi verter, pasando por mi calle, el día que se partió sin dejarme y yo me fui con él sin partirme.

»Otro día... (¿Quién podrá creer esto? ¡Qué de rodeos tienen las desgracias para alcanzar más presto a los desdichados!) Digo, que otro día concertó mi tío que volviésemos a Italia, y, sin poderme escusar ni valerme el fingirme enferma, porque el pulso y la color me hacían sana, mi tío no quiso creer que de enferma, sino de mal contenta del casamiento, buscaba trazas para no partirme. En este tiempo le tuve para escribir a Andrea de lo que me había sucedido, y que era forzoso el partirme; pero que yo procuraría pasar por esta ciudad, donde pensaba fingirme endemoniada, y dar lugar con esta traza a que él le tuviese de dejar a Salamanca y venir a Luca, adonde, a pesar de mi tío, y aun de todo el mundo, sería mi esposo; así que, en su diligencia estaba mi ventura y aun la suya, si quería mostrarse agradecido. Si las cartas llegaron a sus manos, que sí debieron de llegar, porque los portes las hacen ciertas, antes de tres días ha de estar aquí. Yo, por mi parte, he hecho lo que he podido; una legión de demonios tengo en el cuerpo, que lo mismo es tener una onza de amor en el alma, cuando la esperanza desde lejos la anda haciendo cocos.»

Ésta es, señoras mías, mi historia; ésta, mi locura; ésta, mi enfermedad; mis amorosos pensamientos son los demonios que me atormentan; paso hambre, porque espero hartura, pero, con todo eso, la desconfianza me persigue, porque, como dicen en Castilla: "a los desdichados se les suelen helar las migas entre la boca y la mano". Haced, señoras, de modo que acreditéis mi mentira y fortalezcáis mis discursos, haciendo con mi tío que, puesto que yo no sane, no me ponga en camino por algunos días: quizá permitirá el cielo que llegue el de mi contento con la venida de Andrea.

No habrá para qué preguntar si se admiraron o no los oyentes de la historia de Isabela, pues la historia misma se trae consigo la admiración, para ponerla en las almas de los que la escuchan.

Ruperta, Auristela, Constanza y Feliz Flora le ofrecieron de fortalecer sus disignios, y de no partirse de aquel lugar hasta ver el fin dellos, pues, a buena razón, no podía tardar mucho.









Capítulo ventiuno del tercero libro



Priesa se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su demonio, y priesa se daban las cuatro, ya sus amigas, a fortalecer su enfermedad, afirmando con todas las razones que podían de que verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuerpo: porque se vea quién es el amor, pues hace parecer endemoniados a los amantes.

Estando en esto, que sería casi al anochecer, volvió el médico a hacer la segunda visita, y acaso trujo con él a Juan Bautista Marulo, padre de Andrea el enamorado, y, al entrar del aposento de la enferma, dijo:

Vea vuesa merced, señor Juan Bautista Marulo, la lástima desta doncella, y si merece que en su cuerpo de ángel se ande espaciando el demonio; pero una esperanza nos consuela, y es que nos ha dicho que presto saldrá de aquí, y dará por señal de su salida la venida del señor Andrea, vuestro hijo, que por instantes aguarda.

Así me lo han dicho respondió el señor Juan Bautista, y holgaríame yo que cosas mías fuesen paraninfos de tan buenas nuevas.

Gracias a Dios y a mi diligencia dijo Isabela, que si no fuera por mí, él se estuviera agora quedo en Salamanca, haciendo lo que Dios se sabe. Créame el señor Juan Bautista, que está presente, que tiene un hijo más hermoso que santo, y menos estudiante que galán; que mal hayan las galas y las atildaduras de los mancebos, que tanto daño hacen en la república, y mal hayan juntamente las espuelas que no son de rodaja, y los acicates que no son puntiagudos, y las mulas de alquiler que no se aventajan a las postas.

Con éstas fue ensartando otras razones equívocas; conviene a saber, de dos sentidos, que de una manera las entendían sus secretarias, y de otra los demás circunstantes. Ellas las interpretaban verdaderamente, y los demás, como desconcertados disparates.

¿Dónde vistes vos, señora dijo Marulo, a mi hijo Andrea? ¿Fue en Madrid o en Salamanca?

No fue sino en Illescas dijo Isabela, cogiendo guindas la mañana de San Juan, al tiempo que alboreaba; mas, si va a decir verdad, que es milagro que yo la diga, siempre le veo y siempre le tengo en el alma.

Aun bien replicó Marulo, que esté mi hijo cogiendo guindas y no espulgándose, que es más propio de los estudiantes.

Los estudiantes que son caballeros respondió Isabela, de pura fantasía pocas veces se espulgan, pero muchas se rascan; que estos animalejos, que se usan en el mundo tan de ordinario, son tan atrevidos que así se entran por las calzas de los príncipes como por las frazadas de los hospitales.

Todo lo sabes, malino dijo el médico; bien parece que eres viejo.

Y esto, encaminando su razón al demonio que pensaba que tenía Isabela en el cuerpo.

Estando en esto, que no parece sino que el mismo Satanás lo ordenaba, entró el tío de Isabela con muestras de grandísima alegría, diciendo:

¡Albricias, sobrina mía; albricias, hija de mi alma; que ya ha llegado el señor Andrea Marulo, hijo del señor Juan Bautista, que está presente! ¡Ea, dulce esperanza mía, cúmplenos la que nos has dado de que has de quedar libre en viéndole! ¡Ea, demonio maldito, vade retro, exi foras, sin que lleves pensamiento de volver a esta estancia, por más barrida y escombrada que la veas!

Venga, venga replicó Isabela ese putativo Ganimedes, ese contrahecho Adonis, y déme la mano de esposo, libre, sano y sin cautela; que yo le he estado aquí aguardando más firme que roca puesta a las ondas del mar, que la tocan, mas no la mueven.

Entró, de camino, Andrea Marulo, a quien ya en casa de su padre le habían dicho la enfermedad de la estranjera Isabela, y de cómo le esperaba para darle por señal de la salida del demonio. El mozo, que era discreto y estaba prevenido, por las cartas que Isabela le envío a Salamanca, de lo que había de hacer si la alcanzaba en Luca, sin quitarse las espuelas, acudió a la posada de Isabela, y entró por su estancia como atontado y loco, diciendo:

¡Afuera, afuera, afuera; aparta, aparta, aparta; que entra el valeroso Andrea, cuadrillero mayor de todo el infierno, si es que no basta de una escuadra!

Con este alboroto y voces casi quedaron admirados los mismos que sabían la verdad del caso, tanto que dijo el médico, y aun su mismo padre:

Tan demonio es éste como el que tiene Isabela.

Y su tío dijo:

Esperábamos a este mancebo para nuestro bien, y creo que ha venido para nuestro mal.

Sosiégate, hijo, sosiégate dijo su padre; que parece que estás loco.

¿No lo ha de estar dijo Isabela, si me vee a mí? ¿No soy yo, por ventura, el centro donde reposan sus pensamientos? ¿No soy yo el blanco donde asestan sus deseos?

Sí, por cierto dijo Andrea; sí, que vos sois señora de mi voluntad, descanso de mi trabajo y vida de mi muerte. Dadme la mano de ser mi esposa, señora mía, y sacadme de la esclavitud en que me veo a la libertad de verme debajo de vuestro yugo; dadme la mano, digo otra vez, bien mío, y alzadme de la humildad de ser Andrea Marulo a la alteza de ser esposo de Isabela Castrucho. Vayan de aquí fuera los demonios que quisieren estorbar tan sabroso nudo, y no procuren los hombres apartar lo que Dios junta.

Tú dices bien, señor Andrea replicó Isabela; y, sin que aquí intervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano de esposo y recíbeme por tuya.

Tendió la mano Andrea, y, en aquel instante, alzó la voz Auristela y dijo:

Bien se la puede dar, que para en uno son.

Pasmado y atónito, tendió también la mano su tío de Isabela y trabó de la de Andrea, y dijo:

¿Qué es esto, señores? ¿Úsase en este pueblo que se case un diablo con otro?

Que no dijo el médico; que esto debe de ser burlando, para que el diablo se vaya, porque no es posible que este caso que va sucediendo pueda ser prevenido por entendimiento humano.

Con todo eso dijo el tío de Isabela, quiero saber de la boca de entrambos qué lugar le daremos a este casamiento: el de la verdad o el de la burla.

El de la verdad respondió Isabela, porque ni Andrea Marulo está loco ni yo endemoniada. Yo le quiero y escojo por mi esposo, si es que él me quiere y me escoge por su esposa.

No loco ni endemoniado, sino con mi juicio entero, tal cual Dios ha sido servido de darme.

Y, diciendo esto, tomó la mano de Isabela, y ella le dió la suya, y con dos síes quedaron indubitablemente casados.

¿Qué es esto? dijo Castrucho; ¿otra vez? ¡Aquí de Dios! ¿Cómo, y es posible que así se deshonren las canas deste viejo?

No las puede deshonrar dijo el padre de Andrea ninguna cosa mía. Yo soy noble, y si no demasiadamente rico, no tan pobre que haya menester a nadie. No entro ni salgo en este negocio; sin mi sabiduría se han casado los muchachos: que en los pechos enamorados, la discreción se adelanta a los años, y si las más veces los mozos en sus acciones disparan, muchas aciertan; y, cuando aciertan, aunque sea acaso, exceden con muchas ventajas a las más consideradas. Pero mírese, con todo eso, si lo que aquí ha pasado puede pasar adelante, porque si se puede deshacer, las riquezas de Isabela no han de ser parte para que yo procure la mejora de mi hijo.

Dos sacerdotes que se hallaron presentes dijeron que era válido el matrimonio, presupuesto que, si con parecer de locos le habían comenzado, con parecer de verdaderamente cuerdos le habían confirmado.

Y de nuevo le confirmamos dijo Andrea.

Y lo mismo dijo Isabela.

Oyendo lo cual su tío, se le cayeron las alas del corazón y la cabeza sobre el pecho; y, dando un profundo suspiro, vuelto los ojos en blanco, dio muestras de haberle sobrevenido un mortal parasismo.

Lleváronle sus criados al lecho, levantóse del suyo Isabela, llevóla Andrea a casa de su padre, como a su esposa, y de allí a dos días entraron por la puerta de una iglesia un niño, hermano de Andrea Marulo, a bautizar; Isabela y Andrea a casarse, y a enterrar el cuerpo de su tío, porque se vean cuán estraños son los sucesos desta vida: unos a un mismo punto se bautizan, otros se casan y otros se entierran. Con todo eso, se puso luto Isabela, porque ésta que llaman muerte mezcla los tálamos con las sepulturas y las galas con los lutos.

Cuatro días más estuvieron en Luca nuestros peregrinos y la escuadra de nuestros pasajeros, que fueron regalados de los desposados y del noble Juan Bautista Marulo.

Y aquí dio fin nuestro autor al tercero libro desta historia.