Capítulo XLI. Donde todavía prosigue el cautivo su suceso

»No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía com-prada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y, para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares el-ches, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra.

»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y así, se iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y, aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía le había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y como y adonde quería, y que el tagarino, su compañero, no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto, hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían llevado toda la gente de remo, y éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía en astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que, aunque allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar.

»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver. Y así, determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día, antes de mi partida, fui allá, y la primera persona con quién encontré fue con su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la Berbería, y aun en Costantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos; digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era. Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada. Preguntóme, por el consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto; y, como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba; antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó y mandó que llegase.

»Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su usanza, traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones; y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para diminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la destruyen.

»Digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en todo estremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho me preguntó si era caballero y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió: ''En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos, porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros''. ''Bien podría ser eso, señora ­le respondí­, mas en verdad que yo la he tratado con mi amo, y la trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo''. ''Y ¿cuándo te vas?'', dijo Zoraida. ''Mañana, creo yo ­dije­, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él''. ''¿No es mejor ­replicó Zoraida­, esperar a que vengan bajeles de España, y irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos?'' ''No ­respondí yo­, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España, es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana; porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea''. ''Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra ­dijo Zoraida­, y por eso deseas ir a verte con tu mujer''. ''No soy ­respondí yo­ casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá''. ''Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste?'', dijo Zoraida. ''Tan hermosa es ­respondí yo­ que para encarecella y decirte la verdad, te parece a ti mucho''. Desto se riyó muy de veras su padre, y dijo: ''Gualá, cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad''. Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el padre de Zoraida, como más ladino; que, aunque ella hablaba la bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras.

»Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro corriendo, y dijo, a grandes voces, que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo su padre a Zoraida: ''Hija, retírate a la casa y enciérrate, en tanto que yo voy a hablar a estos canes; y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra''. Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero, apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: ''Ámexi, cristiano, ámexi''; que quiere decir: "¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la respondí: ''Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el primero jumá me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas; que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos''.

»Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas las razones que entrambos pasamos; y, echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo, ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le respondiese, dijo su padre: ''Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado''. Y, quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un suspiro y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: ''Ámexi, cristiano, ámexi'': "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre respondió: ''No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos. No te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues, como ya te he dicho, los turcos, a mi ruego, se volvieron por donde entraron''. ''Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho ­dije yo a su padre­; mas, pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre: quédate en paz, y, con tu licencia, volver[é], si fuere menester, por yerbas a este jardín; que, según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él''. ''Todas las que quisieres podrás volver ­respondió Agi Morato­, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que, por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas''.

»Con esto, me despedí al punto de entrambos; y ella, arrancándosele el alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros; y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía.

»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado; y, siguiendo todos el orden y parecer que, con discreta consideración y largo discurso, muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos; porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados, aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban.

»Sucedió, pues, que, así como yo me mostré y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca. Y, estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados, y los más dellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y, saltando él dentro primero, metió mano a un alfanje, y dijo en morisco: ''Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le cueste la vida''. Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.

»Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que, llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y, así como sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra, bajó en un instante, abrió la puerta y mostróse a todos tan hermosa y ricamente vestida que no lo acier[t]o a encarecer. Luego que yo la vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía. ''Pues será menester despertalle ­replicó el renegado­, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor este hermoso jardín.'' ''No ­dijo ella­, a mi padre no se ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos; y esperaros un poco y lo veréis''. Y, diciendo esto, se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería; que nos estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el ruido que andaba en el jardín; y, asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y, dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: ''¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!''; por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión. Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza, subió donde Agi Morato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena maña que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos. Mas, entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro.

»Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornóle a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo; y yo respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía, a causa que, si allí los dejaban apellidarían luego la tierra y alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silencio y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca.

»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y, asimismo, temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y todos juntos, presumíamos de que, si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.

»Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo se hizo con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese.

»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles como no iban cautivos, que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: ''Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, ¡oh cristianos!, mas el darme libertad, no me tengáis por tan simple que lo imagine; que nunca os pusistes vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo, y el interese que se os puede seguir de dármela; el cual interese, si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada hija mía, o si no, por ella sola, que es la mayor y la mejor parte de mi alma''. En diciendo esto, comenzó a llorar tan amargamente que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: ''¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y agora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte y sin haberte dado alguna nueva alegre de solenizalle con adornarte y pulirte, te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo''.

»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero, cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: ''No te canses, señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas; y así, quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio; ella va aquí de su voluntad, tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida y de la pena a la gloria''. ''¿Es verdad lo que éste dice, hija?'', dijo el moro. ''Así es'', respondió Zoraida. ''¿Que, en efeto ­replicó el viejo­, tú eres cristiana, y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos?'' A lo cual respondió Zoraida: ''La que es cristiana yo soy, pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se estendió a dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien''. ''Y ¿qué bien es el que te has hecho, hija?'' ''Eso ­respondió ella­ pregúntaselo tú a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que no yo''.

»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble presteza, se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de La Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar.

»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida, como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el viento, tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje.

»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: ''¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad? ¿Pensáis que es por piedad que de mí tiene? No, por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos; ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra''. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: ''¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha! ¿Adónde vas, ciega y desatinada, en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? ¡Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado!'' Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos entender que decía: ''¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida, si tú le dejas!'' Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni respondelle palabra, sino: ''Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién, que ha sido la causa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues, aunque quisiera no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala''. Esto dijo, a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España.

»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo, sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean; quiso, digo, que estando ya engolfados y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón, delante de nosotros atravesaba; y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo, hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos.

»Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos, y adónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: ''Ninguno responda; porque éstos, sin duda, son cosarios franceses, que hacen a toda ropa''. Por este advertimiento, ninguno respondió palabra; y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar; y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro mal alguno; pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y, echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro; y, viendo cuán pocos éramos y cómo el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber usado de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía de que habían de pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se vee harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos, serían castigados, siendo descubierto su hurto. Mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde había salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otra día, ya a vista de tierra de España, con la cual vista, todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.

»Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel; dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa a bogar que al poner del sol estábamos tan cerca que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.

»Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el suelo, y, con lágrimas de muy alegrísimo contento, dimos todos gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que ya nos sostenía. Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo [que] quisiéramos. Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero, aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo aquel trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría, llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado; y, mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo: ''¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma, arma!''

»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero, considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así, encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando, habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos estuvimos quedos aguardándolos; pero, como ellos llegaron y vieron, en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión por que un pastor había apellidado al arma. ''Sí'', dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo, sin dejarme a mí decir más palabra: ''¡Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido!, porque, si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío''. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a abrazar al mozo, diciéndole: ''Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo, y mi hermana, tu madre, y todos los tuyos, que aún viven; y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprehendo que habéis tenido milagrosa libertad''. ''Así es ­respondió el mozo­, y tiempo nos quedará para contároslo todo''.

»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Saliónos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse; y esto le había sacado al rostro tales colores que, si no es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese visto.

»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la merced recebida; y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.

»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada, a reducirse por medio de la Santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y yo, con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene; y, sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana es tanto y tal, que me admira y me mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mía me lo turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más, señores, que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mí sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros más de cuatro circustancias me ha quitado de la lengua.









Capítulo XLII. Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse

Calló, en diciendo esto, el cautivo, a quien don Fernando dijo:

­Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este estraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del mesmo caso. Todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que, aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara.

Y, en diciendo esto, don Fernando y todos los demás se le ofrecieron, con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente, le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.

En esto, llegaba ya la noche, y, al cerrar della, llegó a la venta un coche, con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera respondió que no había en toda la venta un palmo desocupado.

­Pues, aunque eso sea ­dijo uno de los de a caballo que habían entrado­, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene.

A este nombre se turbó la güéspeda, y dijo:

­Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.

­Sea en buen hora ­dijo el escudero.

Pero, a este tiempo, ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestía, mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda que a todos puso en admiración su vista; de suerte que, a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y, así como le vio, dijo:

­Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que, aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y devidirse y abajarse las montañas, para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo; aquí hallará las armas en su punto y la hermosura en su estremo.

Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y, sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que, a las nuevas de los nuevos güéspedes y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don Fernando, Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa doncella.

En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le desatinaba; y, habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.

El cautivo, que, desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquél era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquél era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y, alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también como aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si, después de descubierto, su her-mano, por verle pobre, se afrentaba o le recebía con buenas entrañas.

­Déjeseme a mí el hacer esa experiencia ­dijo el cura­; cuanto más, que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recebido; porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto.

­Con todo eso ­dijo el capitán­ yo querría, no de improviso, sino por rodeos, dármele a conocer.

­Ya os digo ­respondió el cura­ que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.

Ya, en esto, estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura:

­Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso lo tenía de desdichado.

­Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? ­preguntó el oidor.

­Llamábase ­respondió el cura­ Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que [a] su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tan bien que en pocos años, por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.

De aquí fue prosiguiendo el cura, y, con brevedad sucinta, contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido; a todo lo cual estaba tan atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían quedado; de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.

Todo lo que el cura decía estaba escuchando, algo de allí desviado, el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual, viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro y llenándosele los ojos de agua, dijo:

­¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que, contra toda mi discreción y recato, me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada en la conseja que, a vuestro parecer, le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano está en el Pirú, tan rico que con lo que ha enviado a mi padre y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo, ansimesmo, he podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre, muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre; que si él lo supiera, o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto por encubrir su hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano mío, y quién supiera agora dónde estabas; que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh, quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería; que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste!; ¡quién pudiera hallarse al renacer de tu alma, y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran!

Estas y otras semejantes palabras decía el oidor, lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lástima.

Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así, se levantó de la mesa, y, entrando donde estaba Zoraida, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que, tomándole a él asimesmo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los demás caballeros estaban, y dijo:

­Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada. Éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta, la hermosa mora que tanto bien le hizo. Los franceses que os dije los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho.

Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso ambas manos en los pechos por mirarle algo más apartado; mas, cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento,que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí, en breves razones, se dieron cuenta de sus sucesos; allí mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos; allí abrazó el oidor a Zoraida; allí la ofreció su hacienda; allí hizo que la abrazase su hija; allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos.

Allí don Quijote estaba atento, sin hablar palabra, considerando estos tan estraños sucesos, atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, para que, como pudiese, viniese a hallarse en las bodas y bautismo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba, a causa de tener nuevas que de allí a un mes partía la flota de Sevilla a la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje.

En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo; y, como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante o otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor estraño de don Quijote, de que no poco gusto recibió.

Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.

Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodádo-se como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo, como lo había prometido.

Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y, estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:

­Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta.

­Ya lo oímos, señor ­respondió Dorotea.

Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:







[Capítulo XLIII. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos]

­Marinero soy de amor,

y en su piélago profundo

navego sin esperanza

de llegar a puerto alguno.

Siguiendo voy a una estrella

que desde lejos descubro,

más bella y resplandeciente

que cuantas vio Palinuro.

Yo no sé adónde me guía,

y así, navego confuso,

el alma a mirarla atenta,

cuidadosa y con descuido.

Recatos impertinentes,

honestidad contra el uso,

son nubes que me la encubren

cuando más verla procuro.

¡Oh clara y luciente estrella,

en cuya lumbre me apuro!;

al punto que te me encubras,

será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz; y así, moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole:

­Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oír la mejor voz que quizá habrás oído en toda tu vida.

Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía; y, volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero, apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y, abrazándose estrechamente con Teodora, le dijo:

­¡Ay señora de mi alma y de mi vida!, ¿para qué me despertastes?; que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora era tenerme cerrados los ojos y los oídos, para no ver ni oír a ese desdichado músico.

­¿Qué es lo que dices, niña?; mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas.

­No es sino señor de lugares ­respondió Clara­, y el que le tiene en mi alma con tanta seguridad que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente.

Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían; y así, le dijo:

­Habláis de modo, señora Clara, que no puedo entenderos: declaraos más y decidme qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene. Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta; que me parece que con nuevos versos y nuevo tono torna a su canto.

­Sea en buen hora ­respondió Clara.

Y, por no oílle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual, estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera:

­Dulce esperanza mía,

que, rompiendo imposibles y malezas,

sigues firme la vía

que tú mesma te finges y aderezas:

no te desmaye el verte

a cada paso junto al de tu muerte.

No alcanzan perezosos

honrados triunfos ni vitoria alguna,

ni pueden ser dichosos

los que, no contrastando a la fortuna,

entregan, desvalidos,

al ocio blando todos los sentidos.

Que amor sus glorias venda

caras, es gran razón, y es trato justo,

pues no hay más rica prenda

que la que se quilata por su gusto;

y es cosa manifiesta

que no es de estima lo que poco cuesta.

Amorosas porfías

tal vez alcanzan imposibles cosas;

y ansí, aunque con las mías

sigo de amor las más dificultosas,

no por eso recelo

de no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principio a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro. Y así, le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo:

­Este que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte; y, aunque mi padre tenía las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue, ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte. Finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio a entender desde las ventanas de su casa con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y, aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quién comunicallo, y así, lo dejé estar sin dalle otro favor si no era, cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre; y así, el día que nos partimos nunca pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos. Pero, a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural que si yo no le trujera tan retratado en mi alma fuera imposible conocelle. Conocíle, admiréme y alegréme; él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos; y, como yo sé quién es, y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde él pone los pies pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere estraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé decir: que todo aquello que canta lo saca de su cabeza; que he oído decir que es muy gran estudiante y poeta. Y hay más: que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y, con todo eso, le quiero de manera que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado; que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho.

­No digáis más, señora doña Clara ­dijo a esta sazón Dorotea, y esto, besándola mil veces­; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.

­¡Ay señora! ­dijo doña Clara­, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.

No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien dijo:

­Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos.

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio; solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.

Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se le arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa:

­¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y, ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y, finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo su-dar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.

A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razo-namiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:

­Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.

A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:

­Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.

­No ha menester nada deso mi señora, señor caballero ­dijo a este punto Maritornes.

­Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? ­respondió don Quijote.

­Sola una de vuestras hermosas manos ­dijo Maritornes­, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja.

­¡Ya quisiera yo ver eso! ­respondió don Quijote­; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.

Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al darle la mano, dijo:

­Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

­Ahora lo veremos ­dijo Maritornes.

Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:

­Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.

Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Ro-cinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.

En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.

Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y, finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer, cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo:

­Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran.

­¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste ­dijo uno­, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras y pasar adelante, porque vamos de priesa.

­¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? ­respondió don Quijote.

­No sé de qué tenéis talle ­respondió el otro­, pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta.

­Castillo es ­replicó don Quijote­, y aun de los mejores de toda esta provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza.

­Mejor fuera al revés ­dijo el caminante­: el cetro en la cabeza y la corona en la mano. Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro.

­Sabéis poco del mundo ­replicó don Quijote­, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante.

Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que creyó o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque él quedó tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se estiren llegarán al suelo.









Capítulo XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta

En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces daba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y, levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:

­Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a singular batalla.

Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote, pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.

Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor, dijo:

­Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales.

­Así se hará ­respondió uno dellos.

Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le habían dado.

Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por esto como por el ruido que don Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:

­Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.

Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y el criado prosiguió diciendo:

­Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia.

­Pues, ¿cómo supo mi padre ­dijo don Luis­ que yo venía este camino y en este traje?

­Un estudiante ­respondió el criado­ a quien distes cuenta de vues-tros pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacía vuestro padre al punto que os echó de menos; y así, despachó a cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.

­Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare ­respondió don Luis.

­¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en volveros?; porque no ha de ser posible otra cosa.

Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que el cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.

Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada; y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí que, si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron.

Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.

­Eso no haréis vosotros ­replicó don Luis­, si no es llevándome muerto; aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.

Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar contra su voluntad aquel muchacho.

­Muévenos ­respondió uno de los cuatro­ dar la vida a su padre, que por la ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.

A esto dijo don Luis:

­No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas: yo soy libre, y volveré si me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.

­Harásela a vuestra merced la razón ­respondió el hombre­; y, cuando ella

no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo que somos obligados.

­Sepamos qué es esto de raíz ­dijo a este tiempo el oidor.

Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:

­¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?

Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y, abrazándole, dijo:

­¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra?

Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien; y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué venida había sido aquélla.

Y, en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:

­Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.

A lo cual respondió don Quijote, muy de espacio y con mucha flema:

­Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mi palabra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por serviros es lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.

­¡Pecadora de mí! ­dijo a esto Maritornes, que estaba delante­: primero que vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo.

­Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo ­respondió don Quijote­; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas.

Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer al ventero; pero, así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a su señor y marido.

­Deténgome ­dijo don Quijote­ porque no me es lícito poner mano a la espada contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho, que a él toca y atañe esta defensa y venganza.

Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.

Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, o si no, sufra y calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor, que le dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:

­Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo soy su único heredero: si os parece que éstas son partes para que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo; que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que las humanas voluntades.

Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.

Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues, por persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho, diciendo:

­¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis aparejos que me robastes!

Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero que le bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en el albarda; antes, alzó la voz de tal manera que todos los de la venta acudieron al ruido y pendencia, y decía:

­¡Aquí del rey y de la justicia, que, sobre cobrar mi hacienda, me quiere matar este ladrón salteador de caminos!

­Mentís ­respondió Sancho­, que yo no soy salteador de caminos; que en buena guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos.

Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armalle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir:

­Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la conozco como si la hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo quedaré por infame. Y hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva, que no se había estrenado, que era señora de un escudo.

Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder: y, poniéndose entre los dos y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta que la verdad se aclarase, dijo:

­¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual se lo quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con ligítima y lícita posesión! En lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sabré decir es que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y, de haberse convertido de jaez en albarda, no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía.

­¡Pardiez, señor ­dijo Sancho­, si no tenemos otra prueba de nuestra intención que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Malino como el jaez deste buen hombre albarda!

­Haz lo que te mando ­replicó don Quijote­, que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamento.

Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y, así como don Quijote la vio, la tomó en las manos y dijo:

­Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna.

­En eso no hay duda ­dijo a esta sazón Sancho­, porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.









Capítulo XLV. Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda, y otras aventuras sucedidas, con toda verdad

­¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores ­dijo el barbero­, de lo que afirman estos gentiles hombres, pues aún porfía[n] que ésta no es bacía, sino yelmo?

­Y quien lo contrario dijere ­dijo don Quijote­, le haré yo conocer que miente, si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces.

Nuestro barbero, que a todo estaba presente, como tenía tan bien conocido el humor de don Quijote, quiso esforzar su desatino y llevar adelante la burla para que todos riesen, y dijo, hablando con el otro barbero:

­Señor barbero, o quien sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen, y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno; y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y sé también qué es yelmo, y qué es morrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes a la milicia, digo, a los géneros de armas de los soldados; y digo, salvo mejor parecer, remitiéndome siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante y que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero está tan lejos de serlo como está lejos lo blanco de lo negro y la verdad de la mentira; también digo que éste, aunque es yelmo, no es yelmo entero.

­No, por cierto ­dijo don Quijote­, porque le falta la mitad, que es la babera.

­Así es ­dijo el cura, que ya había entendido la intención de su amigo el barbero.

Y lo mismo confirmó Cardenio, don Fernando y sus camaradas; y aun el oidor, si no estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara, por su parte, a la burla; pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco o nada atendía a aquellos donaires.

­¡Válame Dios! ­dijo a esta sazón el barbero burlado­; ¿que es posible que tanta gente honrada diga que ésta no es bacía, sino yelmo? Cosa parece ésta que puede poner en admiración a toda una Universidad, por discreta que sea. Basta: si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho.

­A mí albarda me parece ­dijo don Quijote­, pero ya he dicho que en eso no me entremeto.

­De que sea albarda o jaez ­dijo el cura­ no está en más de decirlo el señor don Quijote; que en estas cosas de la caballería todos estos señores y yo le damos la ventaja.

­Por Dios, señores míos ­dijo don Quijote­, que son tantas y tan estrañas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no me atreva a decir afirmativamente ninguna cosa de lo que acerca de lo que en él se contiene se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamento. La primera vez me fatigó mucho un moro encantado que en él hay, y a Sancho no le fue muy bien con otros sus secuaces; y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo ni cómo no vine a caer en aquella desgracia. Así que, ponerme yo agora en cosa de tanta confusión a dar mi parecer, será caer en juicio temerario. En lo que toca a lo que dicen que ésta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo respondido; pero, en lo de declarar si ésa es albarda o jaez, no me atrevo a dar sentencia difinitiva: sólo lo dejo al buen parecer de vuestras mercedes. Quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamentos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son real y verdaderamente, y no como a mí me parecían.

­No hay duda ­respondió a esto don Fernando­, sino que el señor don Quijote ha dicho muy bien hoy que a nosotros toca la difinición deste caso; y, porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera y clara noticia.

Para aquellos que la tenían del humor de don Quijote, era todo esto materia de grandísima risa; pero, para los que le ignoraban, les parecía el mayor disparate del mundo, especialmente a los cuatro criados de don Luis, y a don Luis ni más ni menos, y a otros tres pasajeros que acaso habían llegado a la venta, que tenían parecer de ser cuadrilleros, como, en efeto, lo eran. Pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía, allí delante de sus ojos, se le había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albarda pensaba sin duda alguna que se le había de volver en jaez rico de caballo; y los unos y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando tomando los votos de unos en otros, hablándolos al oído para que en secreto declarasen si era albarda o jaez aquella joya sobre quien tanto se había peleado. Y, después que hubo tomado los votos de aquellos que a don Quijote conocían, dijo en alta voz:

­El caso es, buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que a ninguno pregunto lo que deseo saber que no me diga que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo; y así, habréis de tener paciencia, porque, a vuestro pesar y al de vuestro asno, éste es jaez y no albarda, y vos habéis alegado y probado muy mal de vuestra parte.

­No la tenga yo en el cielo ­dijo el sobrebarbero­ si todos vuestras mercedes no se engañan, y que así parezca mi ánima ante Dios como ella me parece a mí albarda, y no jaez; pero allá van leyes..., etcétera; y no digo más; y en verdad que no estoy borracho: que no me he desayunado, si de pecar no.

No menos causaban risa las necedades que decía el barbero que los disparates de don Quijote, el cual a esta sazón dijo:

­Aquí no hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga.

Uno de los cuatro dijo:

­Si ya no es que esto sea burla pesada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, o parecen, todos los que aquí están, se atrevan a decir y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda; mas, como veo que lo afirman y lo dicen, me doy a entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad y la misma experiencia; porque, ¡voto a tal! ­y arrojóle redondo­, que no me den a mí a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que ésta no sea bacía de barbero y ésta albarda de asno.

­Bien podría ser de borrica ­dijo el cura.

­Tanto monta ­dijo el criado­, que el caso no consiste en eso, sino en si es o no es albarda, como vuestras mercedes dicen.

Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que había oído la pendencia y quistión, lleno de cólera y de enfado, dijo:

­Tan albarda es como mi padre; y el que otra cosa ha dicho o dijere debe de estar hecho uva.

­Mentís como bellaco villano ­respondió don Quijote.

Y, alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba a descargar tal golpe sobre la cabeza, que, a no desviarse el cuadrillero, se le dejara allí tendido. El lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros, que vieron tratar mal a su compañero, alzaron la voz pidiendo favor a la Santa Hermandad.

El ventero, que era de la cuadrilla, entró al punto por su varilla y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros; los criados de don Luis rodearon a don Luis, porque con el alboroto no se les fuese; el barbero, viendo la casa revuelta, tornó a asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho; don Quijote puso mano a su espada y arremetió a los cuadrilleros. Don Luis daba voces a sus criados que le dejasen a él y acorriesen a don Quijote, y a Cardenio, y a don Fernando, que todos favorecían a don Quijote. El cura daba voces, la ventera gritaba, su hija se afligía, Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa y doña Clara desmayada. El barbero aporreaba a Sancho, Sancho molía al barbero; don Luis, a quien un criado suyo se atrevió a asirle del brazo porque no se fuese, le dio una puñada que le bañó los dientes en sangre; el oidor le defendía, don Fernando tenía debajo de sus pies a un cuadrillero, midiéndole el cuerpo con ellos muy a su sabor. El ventero tornó a reforzar la voz, pidiendo favor a la Santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, sobresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces y efusión de sangre. Y, en la mitad deste caos, máquina y laberinto de cosas, se le representó en la memoria de don Quijote que se veía metido de hoz y de coz en la discordia del campo de Agramante; y así dijo, con voz que atronaba la venta:

­¡Ténganse todos; todos envainen; todos se sosieguen; óiganme todos, si todos quieren quedar con vida!

A cuya gran voz, todos se pararon, y él prosiguió diciendo:

­¿No os dije yo, señores, que este castillo era encantado, y que alguna región de demonios debe de habitar en él? En confirmación de lo cual, quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante. Mirad cómo allí se pelea por la espada, aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos peleamos, y todos no nos entendemos. Venga, pues, vuestra merced, señor oidor, y vuestra merced, señor cura, y el uno sirva de rey Agramante, y el otro de rey Sobrino, y pónganos en paz; porque por Dios Todopoderoso que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas.

Los cuadrilleros, que no entendían el frasis de don Quijote, y se veían malparados de don Fernando, Cardenio y sus camaradas, no querían sosegarse; el barbero sí, porque en la pendencia tenía deshechas las barbas y el albarda; Sancho, a la más mínima voz de su amo, obedeció como buen criado; los cuatro criados de don Luis también se estuvieron quedos, viendo cuán poco les iba en no estarlo. Sólo el ventero porfiaba que se habían de castigar las insolencias de aquel loco, que a cada paso le alborotaba la venta. Finalmente, el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo y la venta por castillo en la imaginación de don Quijote.

Puestos, pues, ya en sosiego, y hechos amigos todos a persuasión del oidor y del cura, volvieron los criados de don Luis a porfiarle que al momento se viniese con ellos; y, en tanto que él con ellos se avenía, el oidor comunicó con don Fernando, Cardenio y el cura qué debía hacer en aquel caso, contándoseles con las razones que don Luis le había dicho. En fin, fue acordado que don Fernando dijese a los criados de don Luis quién él era y cómo era su gusto que don Luis se fuese con él al Andalucía, donde de su hermano el marqués sería estimado como el valor de don Luis merecía; porque desta manera se sabía de la intención de don Luis que no volvería por aquella vez a los ojos de su padre, si le hiciesen pedazos. Entendida, pues, de los cuatro la calidad de don Fernando y la intención de don Luis, determinaron entre ellos que los tres se volviesen a contar lo que pasaba a su padre, y el otro se quedase a servir a don Luis, y a no dejalle hasta que ellos volviesen por él, o viese lo que su padre les ordenaba.

Desta manera se apaciguó aquella máquina de pendencias, por la autoridad de Agramante y prudencia del rey Sobrino; pero, viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la paz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto, acordó de probar otra vez la mano, resucitando nuevas pendencias y desasosiegos.

Es, pues, el caso que los cuadrilleros se sosegaron, por haber entreoído la calidad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la pendencia, por parecerles que, de cualquiera manera que sucediese, habían de llevar lo peor de la batalla; pero uno dellos, que fue el que fue molido y pateado por don Fernando, le vino a la memoria que, entre algunos mandamientos que traía para prender a algunos delincuentes, traía uno contra don Quijote, a quien la Santa Hermandad había mandado prender, por la libertad que dio a los galeotes, y como Sancho, con mucha razón, había temido.

Imaginando, pues, esto, quiso certificarse si las señas que de don Quijote traía venían bien, y, sacando del seno un pergamino, topó con el que buscaba; y, poniéndosele a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don Quijote, y halló que, sin duda alguna, era el que el mandamiento rezaba. Y, apenas se hubo certificado, cuando, recogiendo su pergamino, en la izquierda tomó el mandamiento, y con la derecha asió a don Quijote del cuello fuertemente, que no le dejaba alentar, y a grandes voces decía:

­¡Favor a la Santa Hermandad! Y, para que se vea que lo pido de veras, léase este mandamiento, donde se contiene que se prenda a este salteador de caminos.

Tomó el mandamiento el cura, y vio como era verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo convenía con las señas con don Quijote; el cual, viéndose tratar mal de aquel villano malandrín, puesta la cólera en su punto y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él, asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que, a no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quijote la presa. El ventero, que por fuerza había de favorecer a los de su oficio, acudió luego a dalle favor. La ventera, que vio de nuevo a su marido en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego Maritornes y su hija, pidiendo favor al cielo y a los que allí estaban. Sancho dijo, viendo lo que pasaba:

­¡Vive el Señor, que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora con quietud en él!

Don Fernando despartió al cuadrillero y a don Quijote, y, con gusto de entrambos, les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro, bien asidas tenían; pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayudasen a dársele atado y entregado a toda su voluntad, porque así convenía al servicio del rey y de la Santa Hermandad, de cuya parte de nuevo les pedían socorro y favor para hacer aquella prisión de aquel robador y salteador de sendas y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Quijote; y, con mucho sosiego, dijo:

­Venid acá, gente soez y malnacida: ¿saltear de caminos llamáis al dar libertad a los encadenados, soltar los presos, acorrer a los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos? ¡Ah gente infame, digna por vuestro bajo y vil entendimiento que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os dé a entender el pecado e ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia, de cualquier caballero andante! Venid acá, ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la Santa Hermandad; decidme: ¿quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? ¿Quién el que ignoró que son esentos de todo judicial fuero los caballeros andantes, y que su ley es su espada; sus fueros, sus bríos; sus premáticas, su voluntad? ¿Quién fue el mentecato, vuelvo a decir, que no sabe que no hay secutoria de hidalgo con tantas preeminencias, ni esenciones, como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero y se entrega al duro ejercicio de la caballería? ¿Qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? ¿Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? ¿Qué castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote? ¿Qué rey no le asentó a su mesa? ¿Qué doncella no se le aficionó y se le entregó rendida, a todo su talante y voluntad? Y, finalmente, ¿qué caballero andante ha habido, hay ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos a cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?







Capítulo XLVI. De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quijote

En tanto que don Quijote esto decía, estaba persuadiendo el cura a los cuadrilleros como don Quijote era falto de juicio, como lo veían por sus obras y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio adelante, pues, aunque le prendiesen y llevasen, luego le habían de dejar por loco; a lo que respondió el del mandamiento que a él no tocaba juzgar de la locura de don Quijote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trecientas.

­Con todo eso ­dijo el cura­, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejará llevarse, a lo que yo entiendo.

En efeto, tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quijote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros si no conocieran la falta de don Quijote; y así, tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rancor a su pendencia. Finalmente, ellos, como miembros de justicia, mediaron la causa y fueron árbitros della, de tal modo que ambas partes quedaron, si no del todo contentas, a lo menos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas y jáquimas; y en lo que tocaba a lo del yelmo de Mambrino, el cura, a socapa y sin que don Quijote lo entendiese, le dio por la bacía ocho reales, y el barbero le hizo una cédula del recibo y de no llamarse a engaño por entonces, ni por siempre jamás amén.

Sosegadas, pues, estas dos pendencias, que eran las más principales y de más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno quedase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar; y, como ya la buena suerte y mejor fortuna había comenzado a romper lanzas y a facilitar dificultades en favor de los amantes de la venta y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo y dar a todo felice suceso, porque los criados se contentaron de cuanto don Luis quería; de que recibió tanto contento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no conociera el regocijo de su alma.

Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía y alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma. El ventero, a quien [no] se le pasó por alto la dádiva y recompensa que el cura había hecho al barbero, pidió el escote de don Quijote, con el menoscabo de sus cueros y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Rocinante, ni el jumento de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el oidor, de muy buena voluntad, había también ofrecido la paga; y de tal manera quedaron todos en paz y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quijote había dicho, sino la misma paz y quietud del tiempo de Otaviano; de todo lo cual fue común opinión que se debían dar las gracias a la buena intención y mucha elocuencia del señor cura y a la incomparable liberalidad de don Fernando.

Viéndose, pues, don Quijote libre y desembarazado de tantas pendencias, así de su escudero como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje y dar fin a aquella grande aventura para que había sido llamado y escogido; y así, con resoluta determinación se fue a poner de hinojos ante Dorotea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase; y él, por obedecella, se puso en pie y le dijo:

­Es común proverbio, fermosa señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas y graves cosas ha mostrado la experiencia que la solicitud del negociante trae a buen fin el pleito dudoso; pero en ningunas cosas se muestra [más] esta verdad que en las de la guerra, adonde la celeridad y presteza previene los discursos del enemigo, y alcanza la vitoria antes que el contrario se ponga en defensa. Todo esto digo, alta y preciosa señora, porque me parece que la estada nuestra en este castillo ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño que lo echásemos de ver algún día; porque, ¿quién sabe si por ocultas espías y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante de que yo voy a destruille?; y, dándole lugar el tiempo, se fortificase en algún inexpugnable castillo o fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias y la fuerza de mi incansable brazo. Así que, señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego a la buena ventura; que no está más de tenerla vuestra grandeza como desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro contrario.

Calló y no dijo más don Quijote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de la fermosa infanta; la cual, con ademán señoril y acomodado al estilo de don Quijote, le respondió desta manera:

­Yo os agradezco, señor caballero, el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero, a quien es anejo y concerniente favorecer los huérfanos y menesterosos; y quiera el cielo que el vuestro y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo. Y en lo de mi partida, sea luego; que yo no tengo más voluntad que la vuestra: disponed vos de mí a toda vuestra guisa y talante; que la que una vez os entregó la defensa de su persona y puso en vuestras manos la restauración de sus señoríos no ha de querer ir contra lo que la vuestra prudencia ordenare.

­A la mano de Dios ­dijo don Quijote­; pues así es que una señora se me humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantalla y ponella en su heredado trono. La partida sea luego, porque me va poniendo espuelas al deseo y al camino lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro. Y, pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno, ninguno que me espante ni acobarde, ensilla, Sancho, a Rocinante, y apareja tu jumento y el palafrén de la reina, y despidámonos del castellano y destos señores, y vamos de aquí luego al punto.

Sancho, que a todo estaba presente, dijo, meneando la cabeza a una parte y a otra:

­¡Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el aldegüela que se suena, con perdón sea dicho de las tocadas honradas!

­¿Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciudades del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío, villano?

­Si vuestra merced se enoja ­respondió Sancho­, yo callaré, y dejaré [de] decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir a su señor.

­Di lo que quisieres ­replicó don Quijote­, como tus palabras no se encaminen a ponerme miedo; que si tú le tienes, haces como quien eres, y si yo no le tengo, hago como quien soy.

­No es eso, ¡pecador fui yo a Dios! ­respondió Sancho­, sino que yo tengo por cierto y por averiguado que esta señora que se dice ser reina del gran reino Micomicón no lo es más que mi madre; porque, a ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda, a vuelta de cabeza y a cada traspuesta.

Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando, alguna vez, a hurto de otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos (lo cual había visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura más era de dama cortesana que de reina de tan gran reino), y no pudo ni quiso responder palabra a Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fue diciendo:

­Esto digo, señor, porque, si al cabo de haber andado caminos y carreras, y pasado malas noches y peores días, ha de venir a coger el fruto de nuestros trabajos el que se está holgando en esta venta, no hay para qué darme priesa a que ensille a Rocinante, albarde el jumento y aderece al palafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y comamos.

¡Oh, válame Dios, y cuán grande que fue el enojo que recibió don Quijote, oyendo las descompuestas palabras de su escudero! Digo que fue tanto, que, con voz atropellada y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo:

­¡Oh bellaco villano, mal mirado, descompuesto, ignorante, infacundo, deslenguado, atrevido, murmurador y maldiciente! ¿Tales pa-labras has osado decir en mi presencia y en la destas ínclitas señoras, y tales deshonestidades y atrevimientos osaste poner en tu confusa imaginación? ¡Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe a las reales personas! ¡Vete; no parezcas delante de mí, so pena de mi ira!

Y, diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba en sus entrañas. A cuyas palabras y furibundos ademanes quedó Sancho tan encogido y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino volver las espaldas y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quijote, dijo, para templarle la ira:

­No os despechéis, señor Caballero de la Triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho, porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento y cristiana conciencia se puede sospechar que levante testimonio a nadie; y así, se ha de creer, sin poner duda en ello, que, como en este castillo, según vos, señor caballero, decís, todas las cosas van y suceden por modo de encantamento, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía lo que él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad.

­Por el omnipotente Dios juro ­dijo a esta sazón don Quijote­, que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso delante a este pecador de Sancho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo que por el de encantos no fuera; que sé yo bien de la bondad e inocencia deste desdichado, que no sabe levantar testimonios a nadie.

­Ansí es y ansí será ­dijo don Fernando­; por lo cual debe vuestra merced, señor don Quijote, perdonalle y reducille al gremio de su gracia, sicut erat in principio, antes que las tales visiones le sacasen de juicio.

Don Quijote respondió que él le perdonaba, y el cura fue por Sancho, el cual vino muy humilde, y, hincándose de rodillas, pidió la mano a su amo; y él se la dio, y, después de habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo:

­Agora acabarás de conocer, Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía de encantamento.

­Así lo creo yo ­dijo Sancho­, excepto aquello de la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria.

­No lo creas ­respondió don Quijote­; que si así fuera, yo te vengara entonces, y aun agora; pero ni entonces ni agora pude ni vi en quién tomar venganza de tu agravio.

Desearon saber todos qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó, punto por punto: la volatería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos; y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo que era encantamento; puesto que jamás llegó la sandez de Sancho a tanto, que creyese no ser verdad pura y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne y hueso, y no por fantasmas soñadas ni imaginadas, como su señor lo creía y lo afirmaba.

Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía estaba en la venta; y, pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden para que, sin ponerse al trabajo de volver Dorotea y don Fernando con don Quijote a su aldea, con la invención de la libertad de la reina Micomicona, pudiesen el cura y el barbero llevársele, como deseaban, y procurar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron fue que se concertaron con un carretero de bueyes que acaso acertó a pasar por allí, para que lo llevase en esta forma: hicieron una como jaula de palos enrejados, capaz que pudiese en ella caber holgadamente don Quijote; y luego don Fernando y sus camaradas, con los criados de don Luis y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden y parecer del cura, se cubrieron los rostros y se disfrazaron, quién de una manera y quién de otra, de modo que a don Quijote le pareciese ser otra gente de la que en aquel castillo había visto.

Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo y descansando de las pasadas refriegas. Llegáronse a él, que libre y seguro de tal acontecimiento dormía, y, asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos y los pies, de modo que, cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa más que admirarse y suspenderse de ver delante de sí tan estraños visajes; y luego dio en la cuenta de lo que su continua y desvariada imaginación le representaba, y se creyó que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que, sin duda alguna, ya estaba encantado, pues no se podía menear ni defender: todo a punto como había pensado que sucedería el cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho, de todos los presentes, estaba en su mesmo juicio y en su mesma figura; el cual, aunque le faltaba bien poco para tener la mesma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras; mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo a ver el paradero de su desgracia; que fue que, trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente que no se pudieran romper a dos tirones.

Tomáronle luego en hombros, y, al salir del aposento, se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía:

­¡Oh Caballero de la Triste Figura!, no te dé afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso; la cual se acabará cuando el furibundo león manchado con la blanca paloma tobosina yog[u]i[e]ren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimoñesco; de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las rumpantes garras del valeroso padre. Y esto será antes que el seguidor de la fugitiva ninfa faga dos vegadas la visita de las lucientes imágines con su rápido y natural curso. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, no te desmaye ni descontente ver llevar ansí delante de tus ojos mesmos a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan alto y tan sublimado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha fecho tu buen señor. Y asegúrote, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra; y sigue las pisadas del valeroso y encantado caballero, que conviene que vayas donde paréis entrambos. Y, porque no me es lícito decir otra cosa, a Dios quedad, que yo me vuelvo adonde yo me sé.

Y, al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y diminuyóla después, con tan tierno acento, que aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían.

Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo la significación de ella; y vio que le prometían el verse ayuntados en santo y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y, creyendo esto bien y firmemente, alzó la voz, y, dando un gran suspiro, dijo:

­¡Oh tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado!, ruégote que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a cargo, que no me deje perecer en esta prisión donde agora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que, como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y, en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío de su bondad y buen proceder que no me dejará en buena ni en mala suerte; porque, cuando no suceda, por la suya o por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, o otra cosa equivalente que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse; que en mi testamento, que ya está hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a la posibilidad mía.

Sancho Panza se le inclinó con mucho comedimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas.

Luego tomaron la jaula en hombros aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.









Capítulo XLVII. Del estraño modo con que fue encantado don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos

Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo:

­Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que a los caballeros encantados los lleven desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires, con estraña ligereza, encerrados en alguna parda y escura nube, o en algún carro de fuego, o ya sobre algún hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí agora sobre un carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar a los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?

­No sé yo lo que me parece ­respondió Sancho­, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas.

­¿Católicas? ¡Mi padre! ­respondió don Quijote­. ¿Cómo han de ser católicas si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire, y como no consiste más de en la apariencia.

­Par Dios, señor ­replicó Sancho­, ya yo los he tocado; y este diablo que aquí anda tan solícito es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores; pero éste huele a ámbar de media legua.

Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler a lo que Sancho decía.

­No te maravilles deso, Sancho amigo ­respondió don Quijote­, porque te hago saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos, dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recebir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena. Y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, o tú te engañas, o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.

Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y, temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y, llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho; el cual lo hizo con mucha presteza.

Ya en esto, el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y to-mase de las riendas a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero, antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija y Maritornes a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien don Quijote dijo:

­No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa que, por sí sola, a pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor, Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, os he fecho, que, de voluntad y a sabiendas, jamás le di a nadie; y rogad a Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas merecen.

En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y del capitán y de su hermano y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote, asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él, asimesmo, le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra vez tornaron a nuevos ofrecimientos.

El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del curioso impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció, y, abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquélla, pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y así, la guardó, con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.

Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras el carro. Y la orden que llevaban era ésta: iba primero el carro, guiándole su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante. Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.

Y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto a los bueyes; y, comunicándolo con el cura, fue de parecer el barbero que caminasen un poco más, porque él sabía, detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así, tornaron a proseguir su camino.

En esto, volvió el cura el rostro, y vio que a sus espaldas venían hasta seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar presto a sestear a la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de los que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote, enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado a entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso salteador, o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:

­Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.

Oyó don Quijote la plática, y dijo:

­¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y perictos en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.

Y, a este tiempo, habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio.

El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:

­En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las Súmulas de Villalpando. Ansí que, si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.

­A la mano de Dios ­replicó don Quijote­. Pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la Fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas.

­Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha ­dijo a esta sazón el cura­; que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía enoja. Éste es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos se[r]án escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.

Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había acontencido; y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían. En esto, Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática, para adobarlo todo, dijo:

­Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre; él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen. Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará más que treinta procuradores.

Y, volviéndose a mirar al cura, prosiguió diciendo:

­¡Ah señor cura, señor cura! ¿Pensaba vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza la liberalidad. !Mal haya el diablo!; que, si por su reverencia no fuera, ésta fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde, por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor el de la Triste Figura como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo que es verdad lo que se dice por ahí: que la rueda de la Fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa, pues cuando podían y debían esperar ver entrar a su padre por sus puertas hecho gobernador o visor[r]ey de alguna ínsula o reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer a su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que a mi señor se le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.

­¡Adóbame esos candiles! ­dijo a este punto el barbero­. ¿También vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.

­Yo no estoy preñado de nadie ­respondió Sancho­, ni soy hombre que me dejaría empreñar, del rey que fuese; y, aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada a nadie; y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras; y, debajo de ser hombre, puedo venir a ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más pudiendo ganar tantas mi señor que le falte a quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro a Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo.

No quiso responder el barbero a Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y, por este mesmo temor, había el cura dicho al canónigo que caminasen un poco delante: que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el canónigo, y adelantóse con sus criados y con él: estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida, locura y costumbres de don Quijote, contándole brevemente el principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el disignio que llevaban de llevarle a su tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio a su locura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oír la peregrina historia de don Quijote, y, en acabándola de oír, dijo:

­Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías; y, aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar a leer ninguno del principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y, según a mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a enseñar: al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y, puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que vee o contempla en las cosas que la vista o la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura no nos puede causar contento alguno. Pues, ¿qué hermosura puede haber, o qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro o fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada a un gigante como una torre, y le divide en dos mitades, como si fuera de alfeñique; y que, cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por solo el valor de su fuerte brazo? Pues, ¿qué diremos de la facilidad con que una reina o emperatriz heredera se conduce en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las descubrió Tolomeo ni las vio Marco Polo? Y, si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así, no están obligados a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfeción de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros; en las hazañas, increíbles; en los amores, lascivos; en las cortesías, mal mirados; largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana, como a gente inútil.

El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hom-bre de buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su mesma opinión y tener ojeriza a los libros de caballerías, había quemado todos los de don Quijote, que eran muchos. Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, rencuentros y batallas; pintando un capitán valeroso con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador persuadiendo o disuadiendo a sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado; representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulixes, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialio, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón; y, finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto a un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos.

­Y, siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible a la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que, después de acabada, tal perfeción y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso.









Capítulo XLVIII. Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio

­Así es como vuestra merced dice, señor canónigo ­dijo el cura­, y por esta causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto semejantes libros sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.

­Yo, a lo menos ­replicó el canónigo­, he tenido cierta tentación de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes; y que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue un argumento que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representa, diciendo: ''Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas veces he procurado persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan el arte que no con las disparatadas, y están tan asidos y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: ''Decidme, ¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá se han hecho?'' ''Sin duda ­respondió el autor que digo­, que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por ésas digo ­le repliqué yo­; y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo. Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado''. Y otras cosas añadí a éstas, con que, a mi parecer, le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su errado pensamiento.

­En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo ­dijo a esta sazón el cura­, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías; porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga a ni[n]gún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundá[n]dose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gullurías. Pues, ¿qué si venimos a las comedias divinas?: ¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobrio de los ingenios españoles; porque los estranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues éste se consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico y torpe que sea; y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben estremadamente lo que deben hacer; pero, como las comedias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos más que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente y discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y, desta manera, los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que hacían, temorosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamen[te] de los ociosos, sino de los más ocupados; pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación.

A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando, adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:

­Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que, sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.

­Así me lo parece a mí ­respondió el cura.

Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecía. Y, así por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de don Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más que cebada.

­Pues así es ­dijo el canónigo­, llévense allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila.

En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su amo, y le dijo:

­Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa cerca de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado, sino trastornado el juicio.

­Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho ­respondió don Quijote­, que yo te satisfaré y responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos; pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasión de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones, que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y también lo habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú me dices que me acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra, yo me veo enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales, no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino que la manera de mi encantame[n]to excede a cuantas yo he leído en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados? Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a mañana.

­¡Válame Nuestra Señora! ­respondió Sancho, dando una gran voz­. Y ¿es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no, dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora Dulcinea cuando menos se piense...

­Acaba de conjurarme ­dijo don Quijote­, y pregunta lo que quisieres; que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.

­Eso pido ­replicó Sancho­; y lo que quiero saber es que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes...

­Digo que no mentiré en cosa alguna ­respondió don Quijote­. Acaba ya de preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y prevenciones, Sancho.

­Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como suele decirse.

­No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te responda derechamente.

­¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.

­¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame deste peligro, que no anda todo limpio!









Capítulo XLIX. Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Pan-za tuvo con su señor don Quijote

­¡Ah ­dijo Sancho­; cogido le tengo! Esto es lo que yo deseaba saber, como al alma y como a la vida. Venga acá, señor: ¿podría negar lo que comúnmente suele decirse por ahí cuando una persona está de mala voluntad: "No sé qué tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde a propósito a lo que le preguntan, que no parece sino que está encantado"? De donde se viene a sacar que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.

­Verdad dices, Sancho ­respondió don Quijote­, pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encantamentos, y podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De manera que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias. Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula, perezoso y cobarde, defraudando el socorro que podría dar a muchos menesterosos y necesitados que de mi ayuda y amparo deben tener a la hora de ahora precisa y estrema necesidad.

­Pues, con todo eso ­replicó Sancho­, digo que, para mayor abundancia y satisfación, sería bien que vuestra merced probase a salir desta cárcel, que yo me obligo con todo mi poder a facilitarlo, y aun a sacarle della, y probase de nuevo a subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, según va de malencólico y triste; y, hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más aventuras; y si no nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos a la jaula, en la cual prometo, a ley de buen y leal escudero, de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdichado, o yo tan simple, que no acierte a salir con lo que digo.

­Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano ­replicó don Quijote­; y cuando tú veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en todo y por todo; pero tú, Sancho, verás como te engañas en el conocimiento de mi desgracia.

En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante y el mal andante escudero, hasta que llegaron donde, ya apeados, los aguardaban el cura, el canónigo y el barbero. Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo. Entendióle el cura, y dijo que de muy buena gana haría lo que le pedía si no temiera que, en viéndose su señor en libertad, había de hacer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen.

­Yo le fío de la fuga ­respondió Sancho.

­Y yo y todo ­dijo el canónigo­; y más si él me da la palabra, como caballero, de no apartarse de nosotros hasta que sea nuestra voluntad.

­Sí doy ­respondió don Quijote, que todo lo estaba escuchando­; cuanto más, que el que está encantado, como yo, no tiene libertad para hacer de su persona lo que quisiere, porque el que le encantó le puede hacer que no se mueva de un lugar en tres siglos; y si hubiere huido, le hará volver en volandas. ­Y que, pues esto era así, bien podían soltalle, y más, siendo tan en provecho de todos; y del no soltalle les protestaba que no podía dejar de fatigalles el olfato, si de allí no se desviaban.

Tomóle la mano el canónigo, aunque las tenía atadas, y, debajo de su buena fe y palabra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito y en grande manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo fue estirarse todo el cuerpo, y luego se fue donde estaba Rocinante, y, dándole dos palmadas en las ancas, dijo:

­Aún espero en Dios y en su bendita Madre, flor y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos; tú, con tu señor a cuestas; y yo, encima de ti, ejercitando el oficio para que Dios me echó al mundo.

Y, diciendo esto, don Quijote se apartó con Sancho en remota parte, de donde vino más aliviado y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase.

Mirábalo el canónigo, y admirábase de ver la estrañeza de su grande locura, y de que, en cuanto hablaba y respondía, mostraba tener bonísimo entendimiento: solamente venía a perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caballería. Y así, movido de compasión, después de haberse sentado todos en la verde yerba, para esperar el repuesto del canónigo, le dijo:

­¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa letura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo que venga a creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de ser verdaderas como lo está la mesma mentira de la verdad? Y ¿cómo es posible que haya entendimiento humano que se dé a entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella turbamulta de tanto famoso caballero, tanto emperador de Trapisonda, tanto F[e]lixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sierpes, tantos endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género de encantamentos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas princesas enamoradas, tantos escuderos condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes; y, finalmente, tantos y tan disparatados casos como los libros de caballerías contienen? De mí sé decir que, cuando los leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que son todos mentira y liviandad, me dan algún contento; pero, cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con él en el fuego si cerca o presente le tuviera, bien como a merecedores de tal pena, por ser falsos y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como a inventores de nuevas sectas y de nuevo modo de vida, y como a quien da ocasión que el vulgo ignorante venga a creer y a tener por verdaderas tantas necedades como contienen. Y aun tienen tanto atrevimiento, que se atreven a turbar los ingenios de los discretos y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traído a términos que sea forzoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae o lleva algún león o algún tigre, de lugar en lugar, para ganar con él dejando que le vean. ¡Ea, señor don Quijote, duélase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fue servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra letura que redunde en aprovechamiento de su conciencia y en aumento de su honra! Y si todavía, llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces; que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes. Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Anibal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García de Paredes, Estremadura; un Garci Pérez de Vargas, Jerez; un Garcilaso, Toledo; un don Manuel de León, Sevilla, cuya leción de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. Ésta sí será letura digna del buen entendimiento de vuestra merced, señor don Quijote mío, de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía, y todo esto, para honra de Dios, provecho suyo y fama de la Mancha; do, según he sabido, trae vuestra merced su principio y origen.

Atentísimamente estuvo don Quijote escuchando las razones del canónigo; y, cuando vio que ya había puesto fin a ellas, después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo:

­Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república; y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas.

­Todo es al pie de la letra como vuestra merced lo va relatando ­dijo a está sazón el canónigo.

A lo cual respondió don Quijote:

­Añadió también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer la enmienda y mudar de letura, leyendo otros más verdaderos y que mejor deleitan y enseñan.

­Así es ­dijo el canónigo.

­Pues yo ­replicó don Quijote­ hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recebida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la mesma pena que vuestra merced dice que da a los libros cuando los lee y le enfadan. Porque querer dar a entender a nadie que Amadís no fue en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros de que están colmadas las historias, será querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta; porque, ¿qué ingenio puede haber en el mundo que pueda persuadir a otro que no fue verdad lo de la infanta Floripes y Guy de Borgoña, y lo de Fierabrás con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Carlomagno; que voto a tal que es tanta verdad como es ahora de día? Y si es mentira, también lo debe de ser que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los Doce Pares de Francia, ni el rey Artús de Ingalaterra, que anda hasta ahora convertido en cuervo y le esperan en su reino por momentos. Y también se atreverán a decir que es mentirosa la historia de Guarino Mezquino, y la de la demanda del Santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán y la reina Iseo, como los de Ginebra y Lanzarote, habiendo personas que casi se acuerdan de haber visto a la dueña Quintañona, que fue la mejor escanciadora de vino que tuvo la Gran Bretaña. Y es esto tan ansí, que me acuerdo yo que me decía una mi agüela de partes de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: ''Aquélla, nieto, se parece a la dueña Quintañona''; de donde arguyo yo que la debió de conocer ella o, por lo menos, debió de alcanzar a ver algún retrato suyo. Pues, ¿quién podrá negar no ser verdadera la historia de Pierres y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se vee en la armería de los reyes la clavija con que volvía al caballo de madera, sobre quien iba el valiente Pierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta? Y junto a la clavija está la silla de Babieca, y en Roncesvalles está el cuerno de Roldán, tamaño como una grande viga: de donde se infiere que hubo Doce Pares, que hubo Pierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes,

déstos que dicen las gentes

que a sus aventuras van.

Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo deciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme, asimesmo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos estranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso.

Admirado quedó el canónigo de oír la mezcla que don Quijote hacía de verdades y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas tocantes y concernientes a los hechos de su andante caballería; y así, le respondió:

­No puedo yo negar, señor don Quijote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca a los caballeros andantes españoles; y, asimesmo, quiero conceder que hubo Doce Pares de Francia, pero no quiero creer que hicieron todas aquellas cosas que el arzobispo Turpín dellos escribe; porque la verdad dello es que fueron caballeros escogidos por los reyes de Francia, a quien llamaron pares por ser todos iguales en valor, en calidad y en valentía; a lo menos, si no lo eran, era razón que lo fuesen y era como una religión de las que ahora se usan de Santiago o de Calatrava, que se presupone que los que la profesan han de ser, o deben ser, caballeros valerosos, valientes y bien nacidos; y, como ahora dicen caballero de San Juan, o de Alcántara, decían en aquel tiempo caballero de los Doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid no hay duda, ni menos Bernardo del Carpio, pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija que vuestra merced dice del conde Pierres, y que está junto a la silla de Babieca en la armería de los reyes, confieso mi pecado; que soy tan ignorante, o tan corto de vista, que, aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija, y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho.

­Pues allí está, sin duda alguna ­replicó don Quijote­; y, por más señas, dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho.

­Todo puede ser ­respondió el canónigo­; pero, por las órdenes que recebí, que no me acuerdo haberla visto. Mas, puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo a creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de caballeros como por ahí nos cuentan; ni es razón que un hombre como vuestra merced, tan honrado y de tan buenas partes, y dotado de tan buen entendimiento, se dé a entender que son verdaderas tantas y tan estrañas locuras como las que están escritas en los disparatados libros de caballerías.









Capítulo L. De las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos

­¡Bueno está eso! ­respondió don Quijote­. Los libros que están impresos con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros, finalmente, de todo género de personas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira?; y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia (y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto), sino léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos: aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: ''Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo desta negregura yacen?'' ¿Y que, apenas el caballero no ha acabado de oír la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y, cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa? Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas, que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra a lo brutesco adornada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente, él es de tan admirable compostura que, con ser la materia de que está formado no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar; y tomar luego la que parecía principal de todas por la mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que, por lo menos menos, dicen que suele valer una ciudad, y aun más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso y admirado?; ¿qué, el verle echar agua a manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada?; ¿qué, el hacerle sentar sobre una silla de marfil?; ¿qué, verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio?; ¿qué, el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la leyere. Y vuestra merced créame, y, como otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De mí sé decir que, después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y, aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula, como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra. Que, mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado.

Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo, a quien dijo:

­Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tan prometido de vuestra merced como de mí esperado, que yo le prometo que no me falte a mí habilidad para gobernarle; y, cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa;

y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan.

­Eso, hermano Sancho ­dijo el canónigo­, entiéndese en cuanto al gozar la renta; empero, al administrar justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto.

­No sé esas filosofías ­respondió Sancho Panza­; mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo; y, siéndolo, haría lo que quisiese; y, haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y, haciendo mi gusto, estaría contento; y, en estando uno contento, no tiene más que desear; y, no teniendo más que desear, acabóse; y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego a otro.

­No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados.

A lo cual replicó don Quijote:

­Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da el grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la Ínsula Firme; y así, puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde a Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.

Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote había dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero del Lago, de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído; y, finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahínco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido.

Ya en esto, volvían los criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y, haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que se detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y, asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo:

­¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved, volved, amiga; que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de guardar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?

Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo:

­Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra a su rebaño; que, pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo. Tomad este bocado y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto, descansará la cabra.

Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y luego dijo:

­No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.

­Eso creo yo muy bien ­dijo el cura­, que ya yo sé de esperiencia que los montes crían letrados y las cabañas de los pastores encierran filósofos.

­A lo menos, señor ­replicó el cabrero­, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.

A esto respondió don Quijote:

­Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo, por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.

­Saco la mía ­dijo Sancho­; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada que no aciertan a salir della en seis días; y si el hombre no va harto, o bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.

­Tú estás en lo cierto, Sancho ­dijo don Quijote­: vete adonde quisieres, y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.

­Así las daremos todos a las nuestras ­dijo el canónigo.

Y luego, rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:

­Recuéstate junto a mí, Manchada, que tiempo nos queda para volver a nuestro apero.

Parece que lo entendió la cabra, porque, en sentándose su dueño, se tendió ella junto a él con mucho sosiego, y, mirándole al rostro, daba a entender que estaba atenta a lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera:









Capítulo LI. Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a don Quijote

­«Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a estender por todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más, si se estendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente; que, como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato proprio.

»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y, entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja entender que será desastrado.

»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias, y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.

»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua y media de escritura.

»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Rosa, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa que tenía la vista a la plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados, llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en él naciese presunción de solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y, primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba.

»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y, al cabo de tres días, hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada, le había creído; y, robando a su padre, se le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también como el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos.

»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.

»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra, crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas.

»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.» Y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia que prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.









Capítulo LII. De la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor

General gusto causó el cuento del cabrero a todos los que escuchado le habían; especialmente le recibió el canónigo, que con estraña curiosidad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero cuan cerca de mostrarse discreto cortesano; y así, dijo que había dicho muy bien el cura en decir que los montes criaban letrados. Todos se ofrecieron a Eugenio; pero el que más se mostró liberal en esto fue don Quijote, que le dijo:

­Por cierto, hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego luego me pusiera en ca-mino porque vos la tuviérades buena; que yo sacara del monesterio, donde, sin duda alguna, debe de estar contra su voluntad, a Leandra, a pesar de la abadesa y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hiciérades della a toda vuestra voluntad y talante, guardando, pero, las leyes de la caballería, que mandan que a ninguna doncella se le sea fecho desaguisado alguno; aunque yo espero en Dios Nuestro Señor que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador malicioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra si no es favorecer a los desvalidos y menesterosos.

Miróle el cabrero, y, como vio a don Quijote de tan mal pelaje y catadura, admiróse y preguntó al barbero, que cerca de sí tenía:

­Señor, ¿quién es este hombre, que tal talle tiene y de tal manera habla?

­¿Quién ha de ser ­respondió el barbero­ sino el famoso don Quijote de la Mancha, desfacedor de agravios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes y el vencedor de las batallas?

­Eso me semeja ­respondió el cabrero­ a lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que de este hombre vuestra merced dice; puesto que para mí tengo, o que vuestra merced se burla, o que este gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la cabeza.

­Sois un grandísimo bellaco ­dijo a esta sazón don Quijote­; y vos sois el vacío y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa puta que os parió.

Y, diciendo y haciendo, arrebató de un pan que junto a sí tenía, y dio con él al cabrero en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices; mas el cabrero, que no sabía de burlas, viendo con cuántas veras le maltrataban, sin tener respeto a la alhombra, ni a los manteles, ni a todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quijote, y, asiéndole del cuello con entrambas manos, no dudara de ahogalle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas y derramando y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quijote, que se vio libre, acudió a subirse sobre el cabrero; el cual, lleno de sangre el rostro, molido a coces de Sancho, andaba buscando a gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguinolenta venganza, pero estorbábanselo el canónigo y el cura; mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de sí a don Quijote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre como del suyo.

Reventaban de risa el canónigo y el cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, zuzaban los unos y los otros, como hacen a los perros cuando en pendencia están trabados; sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del canónigo, que le estorbaba que a su amo no ayudase.

En resolución, estando todos en regocijo y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste que les hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba; pero el que más se alborotó de oírle fue don Quijote, el cual, aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su voluntad y más que medianamente molido, le dijo:

­Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora; porque el doloroso son de aquella trompeta que a nuestros oídos llega me parece que a alguna nueva aventura me llama.

El cabrero, que ya estaba cansado de moler y ser molido, le dejó luego, y don Quijote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio a deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, a modo de diciplinantes.

Era el caso que aquel año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas y diciplinas, pidiendo a Dios abriese las manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle había.

Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla; y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines; y, como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arremetió a Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno y el adarga, y en un punto le enfrenó, y, pidiendo a Sancho su espada, subió sobre Rocinante y embrazó su adarga, y dijo en alta voz a todos los que presentes estaban:

­Agora, valerosa compañía, veredes cuánto importa que haya en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería; agora digo que veredes, en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes.

Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo:

­¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe.

Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar a los ensabanados y en librar a la señora enlutada, que no oyó palabra; y, aunque la oyera, no volviera, si el rey se lo mandara. Llegó, pues, a la procesión, y paró a Rocinante, que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y, con turbada y ronca voz, dijo:

­Vosotros, que, quizá por no ser buenos, os encubrís los rostros, atended y escuchad lo que deciros quiero.

Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban; y uno de los cuatro clérigos que cantaban las ledanías, viendo la estraña catadura de don Quijote, la flaqueza de Rocinante y otras circunstancias de risa que notó y descubrió en don Quijote, le respondió diciendo:

­Señor hermano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos a oír cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga.

­En una lo diré ­replicó don Quijote­, y es ésta: que luego al punto dejéis libre a esa hermosa señora, cuyas lágrimas y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su voluntad y que algún notorio desaguisado le habedes fecho; y yo, que nací en el mundo para desfacer semejantes agravios, no consentiré que un solo paso adelante pase sin darle la deseada libertad que merece.

En estas razones, cayeron todos los que las oyeron que don Quijote debía de ser algún hombre loco, y tomáronse a reír muy de gana; cuya risa fue poner pólvora a la cólera de don Quijote, porque, sin decir más palabra, sacando la espada, arremetió a las andas. Uno de aquellos que las llevaban, dejando la carga a sus compañeros, salió al encuentro de don Quijote, enarbolando una horquilla o bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba; y, recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don Quijote, con que se la hizo dos partes, con el último tercio, que le quedó en la mano, dio tal golpe a don Quijote encima de un hombro, por el mismo lado de la espada, que no pudo cubrir el adarga contra villana fuerza, que el pobre don Quijote vino al suelo muy mal parado.

Sancho Panza, que jadeando le iba a los alcances, viéndole caído, dio voces a su moledor que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal a nadie en todos los días de su vida. Mas, lo que detuvo al villano no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quijote no bullía pie ni mano; y así, creyendo que le había muerto, con priesa se alzó la túnica a la cinta, y dio a huir por la campaña como un gamo.

Ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quijo[te] adonde él estaba; y más los de la procesión, que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus ballestas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen; y, alzados los capirotes, empuñando las diciplinas, y los clérigos los ciriales, esperaban el asalto con determinación de defenderse, y aun ofender, si pudiesen, a sus acometedores; pero la fortuna lo hizo mejor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto.

El cura fue conocido de otro cura que en la procesión venía, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido temor de los dos escuadrones. El primer cura dio al segundo, en dos razones, cuenta de quién era don Quijote, y así él como toda la turba de los diciplinantes fueron a ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza, con lágrimas en los ojos, decía:

­¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! ¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual, faltando tú en él, quedará lleno de malhe[c]hores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede!

Con las voces y gemidos de Sancho revivió don Quijote, y la primer palabra que dijo fue:

­El que de vos vive ausente, dulcísima Dulcinea, a mayores miserias que éstas está sujeto. Ayúdame, Sancho amigo, a ponerme sobre el carro encantado, que ya no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos.

­Eso haré yo de muy buena gana, señor mío ­respondió Sancho­, y volvamos a mi aldea en compañía destos señores, que su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida que nos sea de más provecho y fama.

­Bien dices, Sancho ­respondió don Quijote­, y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre.

El canónigo y el cura y barbero le dijeron que haría muy bien en hacer lo que decía; y así, habiendo recebido grande gusto de las simplicidades de Sancho Panza, pusieron a don Quijote en el carro, como antes venía. La procesión volvió a ordenarse y a proseguir su camino; el cabrero se despidió de todos; los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el cura les pagó lo que se les debía. El canónigo pidió al cura le avisase el suceso de don Quijote, si sanaba de su locura o si proseguía en ella, y con esto tomó licencia para seguir su viaje. En fin, todos se dividieron y apartaron, quedando solos el cura y barbero, don Quijote y Panza, y el bueno de Rocinante, que a todo lo que había visto estaba con tanta paciencia como su amo.

El boyero unció sus bueyes y acomodó a don Quijote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el cura quiso, y a cabo de seis días llegaron a la aldea de don Quijote, adonde entraron en la mitad del día, que acertó a ser domingo, y la gente estaba toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Quijote. Acudieron todos a ver lo que en el carro venía, y, cuando conocieron a su compatrioto, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo a dar las nuevas a su ama y a su sobrina de que su tío y su señor venía flaco y amarillo, y tendido sobre un montón de heno y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fue oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron a los malditos libros de caballerías; todo lo cual se renovó cuando vieron entrar a don Quijote por sus puertas.

A las nuevas desta venida de don Quijote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él sirviéndole de escudero, y, así como vio a Sancho, lo primero que le preguntó fue que si venía bueno el asno. Sancho respondió que venía mejor que su amo.

­Gracias sean dadas a Dios ­replicó ella­, que tanto bien me ha hecho; pero contadme agora, amigo: ¿qué bien habéis sacado de vuestras escuderías?, ¿qué saboyana me traes a mí?, ¿qué zapaticos a vuestros hijos?

­No traigo nada deso ­dijo Sancho­, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento y consideración.

­Deso recibo yo mucho gusto ­respondió la mujer­; mostradme esas cosas de más consideración y más momento, amigo mío, que las quiero ver, para que se me alegre este corazón, que tan triste y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra ausencia.

­En casa os las mostraré, mujer ­dijo Panza­, y por agora estad contenta, que, siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje a buscar aventuras, vos me veréis presto conde o gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse.

­Quiéralo así el cielo, marido mío; que bien lo habemos menester. Mas, decidme: ¿qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo?

­No es la miel para la boca del asno ­respondió Sancho­; a su tiempo lo verás, mujer, y aun te admirarás de oírte llamar Señoría de todos tus vasallos.

­¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? ­respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.

­No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sélo yo de expiriencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.

Todas estas pláticas pasaron entre Sancho Panza y Juana Panza, su mujer, en tanto que el ama y sobrina de don Quijote le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo lecho. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El cura encargó a la sobrina tuviese gran cuenta con regalar a su tío, y que estuviesen alerta de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traelle a su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo; allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas y temerosas de que se habían de ver sin su amo y tío en el mesmo punto que tuviese alguna mejoría; y sí fue como ellas se lo imaginaron.

Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa, fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y buen entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que, según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba; en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mesmo don Quijote, con diferentes epitafios y elogios de su vida y costumbres.

Y los que se pudieron leer y sacar en limpio fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva y jamás vista historia. El cual autor no pide a los que la leyeren, en premio del inmenso trabajo que le costó inquerir y buscar todos los archivos manchegos, por sacarla a luz, sino que le den el mesmo crédito que suelen dar los discretos a los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo; que con esto se tendrá por bien pagado y satisfecho, y se animará a sacar y buscar otras, si no tan verdaderas, a lo menos de tanta invención y pasatiempo.

Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en la caja de plomo eran éstas:





LOS ACADÉMICOS DE LA ARGAMASILLA,

LUGAR DE LA MANCHA,

EN VIDA Y MUERTE DEL VALEROSO

DON QUIJOTE DE LA MANCHA,

HOC SCRIPSERUNT:



EL MONICONGO,

ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

A LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

El calvatrueno que adornó a la Mancha

de más despojos que Jasón decreta;

el jüicio que tuvo la veleta

aguda donde fuera mejor ancha,

el brazo que su fuerza tanto ensancha,

que llegó del Catay hasta Gaeta,

la musa más horrenda y más discreta

que grabó versos en la broncínea plancha,

el que a cola dejó los Amadises,

y en muy poquito a Galaores tuvo,

estribando en su amor y bizarría,

el que hizo callar los Belianises,

aquel que en Rocinante errando anduvo,

yace debajo desta losa fría.

DEL PANIAGUADO,

ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

In laudem Dulcineae del Toboso

Soneto

Esta que veis de rostro amondongado,

alta de pechos y ademán brioso,

es Dulcinea, reina del Toboso,

de quien fue el gran Quijote aficionado.

Pisó por ella el uno y otro lado

de la gran Sierra Negra, y el famoso

campo de Montïel, hasta el herboso

llano de Aranjüez, a pie y cansado.

Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,

que esta manchega dama, y este invito

andante caballero, en tiernos años,

ella dejó, muriendo, de ser bella;

y él, aunque queda en mármores escrito,

no pudo huir de amor, iras y engaños.

DEL CAPRICHOSO,

DISCRETÍSIMO ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

EN LOOR DE ROCINANTE,

CABALLO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

En el soberbio trono diamantino

que con sangrientas plantas huella Marte,

frenético, el Manchego su estandarte

tremola con esfuerzo peregrino.

Cuelga las armas y el acero fino

con que destroza, asuela, raja y parte:

¡nuevas proezas!, pero inventa el arte

un nuevo estilo al nuevo paladino.

Y si de su Amadís se precia Gaula,

por cuyos bravos descendientes Grecia

triunfó mil veces y su fama ensancha,

hoy a Quijote le corona el aula

do Belona preside, y dél se precia,

más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.

Nunca sus glorias el olvido mancha,

pues hasta Rocinante, en ser gallardo,

excede a Brilladoro y a Bayardo.

DEL BURLADOR,

ACADÉMICO ARGAMASILLESCO,

A SANCHO PANZA

Soneto

Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,

pero grande en valor, ¡milagro estraño!

Escudero el más simple y sin engaño

que tuvo el mundo, os juro y certifico.

De ser conde no estuvo en un tantico,

si no se conjuraran en su daño

insolencias y agravios del tacaño

siglo, que aun no perdonan a un borrico.

Sobre él anduvo ­con perdón se miente­

este manso escudero, tras el manso

caballo Rocinante y tras su dueño.

¡Oh vanas esperanzas de la gente;

cómo pasáis con prometer descanso,

y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!

DEL CACHIDIABLO,

ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

EN LA SEPULTURA DE DON QUIJOTE

Epitafio

Aquí yace el caballero,

bien molido y mal andante,

a quien llevó Rocinante

por uno y otro sendero.

Sancho Panza el majadero

yace también junto a él,

escudero el más fïel

que vio el trato de escudero.

DEL TIQUITOC,

ACADÉMICO DE LA ARGAMASILLA,

EN LA SEPULTURA DE DULCINEA DEL TOBOSO

Epitafio

Reposa aquí Dulcinea;

y, aunque de carnes rolliza,

la volvió en polvo y ceniza

la muerte espantable y fea.

Fue de castiza ralea,

y tuvo asomos de dama;

del gran Quijote fue llama,

y fue gloria de su aldea.

Éstos fueron los versos que se pudieron leer; los demás, por estar carcomida la letra, se entregaron a un académico para que por conjeturas los declarase. Tiénese noticia que lo ha hecho, a costa de muchas vigilias y mucho trabajo, y que tiene intención de sacallos a luz, con esperanza de la tercera salida de don Quijote.

Forsi altro canterà con miglior plectio.

Finis









TABLA DE LOS CAPÍTULOS

que contiene esta famosa

Historia del valeroso caballero

don Quijote de la Mancha













Primera parte del ingenioso (hidalgo) don Quijote de la Mancha. 37

Capítulo primero: que trata de la condición y ejercicio del famoso [y valiente] hidalgo don Quijote de la Mancha. 37

Capítulo segundo: que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote. 47

Capítulo tercero: donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero. 57

Capítulo cuarto: de lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta. 64

Capítulo quinto: donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero. 73

Capítulo sexto: del donoso (y grande) escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo. 80

Capítulo séptimo: de la segunda salida de nuestro buen caballero (don Quijote de la Mancha). 93

Capítulo octavo: del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento (con otros sucesos dignos de felice recordación) [etc.]. 101

(Segunda) Parte [segunda] del ingenioso (hidalgo) don Quijote de la Mancha. 111

Capítulo nono: donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron. 111

Capítulo décimo: de lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del peligro en que se vio con una (turba) [caterva] de yangüeses. 119

Capítulo undécimo: de lo que le sucedió a don Quijote con unos cabreros. 127

Capítulo duodécimo: de lo que contó un cabrero a los que estaban con don Quijote. 137

Capítulo trece: donde se da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos. 146

Capítulo catorce: donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros (no esperados) sucesos. 158



Tercera parte del ingenioso (hidalgo) don Quijote de la Mancha. 171

Capítulo quince: donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quijote en topar con unos desalmados yangüeses. 171

Capítulo deciséis: de lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él se imaginaba ser castillo. 181

Capítulo dicisiete: donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron (en la venta que, por su mal, pensó que era castillo) [etc.]. 191

Capítulo deciocho: donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas. 201

Capítulo decinueve: de las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto (con otros acontecimientos famosos) [etc.]. 215

Capítulo veinte: de la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote (de la Mancha). 225

Capítulo veinte y uno: que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino (con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero) [etc.]. 242

Capítulo veintidós: de la libertad que dio don Quijote a muchos desdichados [galeotes] (que, mal de su grado, los llevaban donde no quisieran ir). 257

Capítulo veintitrés: de lo que le aconteció al famoso don Quijote en Sierra Morena, que fue una de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuenta(n). 272

Capítulo veinticuatro: donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena. [Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática, dijo: "Quienquiera que seáis", etc.]. 285

Capítulo veinticinco: que trata de las estrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros. 295

Capítulo veintiséis: donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo [el nuestro] don Quijote en Sierra Morena. 316

Capítulo veintisiete: de cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten (en esta grande historia). 326



Cuarta parte [de la historia] del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. 345

Capítulo veintiocho: que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la m(e)[i]sma sierra. 345

Capítulo veintinueve: que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de (mucho) gusto y pasatiempo. 361

Capítulo treinta: que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto. 374

Capítulo treinta y uno: de los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos. 386

Capítulo treinta y dos: que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote. 397

Capítulo treinta y tres: donde se cuenta la novela del Curioso impertinente. 406

Capítulo treinta y cuatro: donde se prosigue la novela del Curioso impertinente. 426

Capítulo treinta y cinco: donde se da fin a la novela del Curioso impertinente. 447

Capítulo treinta y seis: que trata de la brava y descomunal batalla que don Quijote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta sucedieron. 457

Capítulo treinta y siete: que prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras. 467

Capítulo treinta y ocho: que trata del discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras. 479

Capítulo treinta y nueve: donde el cautivo cuenta su vida y sucesos. 484

Capítulo cuarenta: donde se prosigue la historia del cautivo. 495

Capítulo cuarenta y uno: donde todavía prosigue el cautivo su suceso. 509

Capítulo cuarenta y dos: que trata de lo que más sucedió en la venta, y de otras muchas cosas dignas de saberse. 529

[Capítulo cuarenta y tres: donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños acaecimientos en la venta sucedidos. Comienza:] "Marinero soy de amor". 536

Capítulo cuarenta y cuatro: donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta. 547

Capítulo cuarenta y cinco: donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la albarda (y otras aventuras sucedidas, con toda verdad). 556

Capítulo cuarenta y seis: de la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero (don Quijote). 565

Capítulo cuarenta y siete: del estraño modo con que fue encantado don Quijote (de la Mancha), con otros famosos sucesos. 575

Capítulo cuarenta y ocho: donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio. 586

Capítulo cuarenta y nueve: donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor don Quijote. 595

Capítulo cincuenta: de las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos. 604

Capítulo cincuenta y uno: que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a[l valiente] don Quijote. 612

Capítulo cincuenta y dos: de la pendencia que don Quijote tuvo con el cabrero, con la rara aventura de los deceplinantes, a quien dio felice fin a costa de su sudor. 618

Fin de la Tabla