November 8, 1997

JORNADA CUARTA

Tocan al arma con gran prisa, y a este rumor sale ESCIPIÓN, JUGURTA, y MARIO alborotados

ESCIPIÓN: ¿Qué es esto, capitanes? ¿Quién nos toca al arma en tal sazón? ¿Es, por ventura, alguna gente desmandada y loca que viene a demandar su sepultura? Mas no sea algún motín el que provoca tocar al arma en recia coyuntura; que tan seguro estoy del enemigo, que tengo más temor al que es amigo.

Sale QUINTO FABIO con el espada desnuda y dice

QUINTO FABIO: Sosiega el pecho, general prudente, que ya de esta arma la ocasión se sabe, puesto que ha sido a costa de tu gente, de aquél en quien más brío y fuerza cabe. Dos numantinos, con soberbia frente, cuyo valor será razón se alabe, saltando el ancho foso y la muralla, han movido a tu campo crüel batalla. A las primeras guardas embistieron, y en medio de mil lanzas se arrojaron, y con tal furia y rabia arremetieron, que libre paso al campo les dejaron. Las tiendas de Fabricio acometieron, y allí su fuerza y su valor mostraron de modo que en un punto seis soldados fueron de agudas puntas traspasados. No con tanta presteza el rayo ardiente pasa rompiendo el aire en presto vuelo, ni tanto la cometa reluciente se muestra y apresura por el cielo, como estos dos por medio de tu gente, pasaron, colorando el duro suelo con la sangre romana que sacaban sus espadas doquiera que llegaban. Queda Fabricio traspasado el pecho; abierta la cabeza tiene Eracio; Olmida ya perdió el brazo derecho, y de vivir le queda poco espacio. Fuéle ansimismo poco de provecho la ligereza al valeroso Estacio, pues el correr al numantino fuerte fue abreviar el camino de la muerte. Con presta diligencia discurriendo iban de tienda en tienda, hasta que hallaron un poco de bizcocho, el cual cogiendo, el paso, y no el furor, atrás tornaron. El uno de ellos se escapó huyendo; al otro mil espadas le acabaron; por donde infiero que la hambre ha sido quien les dio atrevimiento tan subido. ESCIPIÓN: Si estando deshambridos y encerrados muestran tan demasiado atrevimiento, ¿qué hicieran siendo libres y enterados en sus fuerzas primeras y ardimiento? Indómitos! ¡Al fin seréis domados, porque contra el furor vuestro violento se tiene de poner la industria nuestra, que de domar soberbios es maestra!

Vanse todos, y sale MARANDRO, herido y lleno de sangre, con una cesta de pan

MARANDRO: ¿No vienes, Leonicio? Di. ¿Qué es esto, mi dulce amigo? Si tú no vienes conmigo, ¿cómo vengo yo sin ti? Amigo que te has quedado, amigo que te quedaste; no eres tú el que me dejaste, sino yo el que te he dejado. ¿Que es posible que ya dan tus carnes despedazadas señales averiguadas de lo que cuesta este pan, y es posible que la herida que a ti te dejó difunto, en aquel instante y punto no me acabó a mí la vida? No quiso el hado crüel acabarme en paso tal, por hacerme a mí más mal y hacerte a ti más fïel. Tú, al fin, llevarás la palma de más verdadero amigo; yo a disculparme contigo, envïaré presto el alma, y tan presto, que el afán a morir me lleva y tira en dando a mi dulce Lira este tan amargo pan, pan ganado de enemigos pero no ha sido ganado sino con sangre comprado de dos sin ventura amigos.

Sale LIRA con alguna ropa para echarla en el fuego, y dice

LIRA: ¿Qué es esto que ven mis ojos? MARANDRO: Lo que presto no verán, según la prisa se dan de acabarme mis enojos. Ves aquí, Lira, cumplida mis palabras y porfías de que tú no morirías mientras yo tuviese vida. Y aun podré mejor decir que presto vendrás a ver que a ti te sobra el comer y a mí me falta el vivir. LIRA: ¿Qué dices, Marandro amado? MARANDRO: Lira, que acates la hambre entre tanto que la estambre de mi vida corta el hado; pero mi sangre vertida y con este pan mezclada, te ha de dar, mi dulce amada, triste y amarga comida. Ves aquí el pan que guardaban ochenta mil enemigos, que cuesta de dos amigos las vidas que más amaban. Y porque lo entiendas cierto y cuánto tu amor merezco, ya yo, señora, perezco, y Leonicio está ya muerto. Mi voluntad sana y justa recíbela con amor, que es la comida mejor y de que el alma más gusta. Y pues en tormenta y calma siempre has sido mi señora, ¡recibe este cuerpo agora, como recibiste el alma!

Cáese muerto y recógele en las faldas o regazo LIRA

LIRA: ¡Marandro, dulce bien mío! ¿Qué sentís, o qué tenéis? ¿Cómo tan presto perdéis vuestro acostumbrado brío? Mas, ¡ay triste, sin ventura, que ya está muerto mi esposo! ¡Oh caso el más lastimoso que se vio en la desventura! ¿Qué os hizo, dulce amado, con valor tan excelente, enamorado y valiente, y soldado desdichado? Hicisteis una salida, esposo mío, de suerte que, por excusar mi muerte, me habéis quitado la vida. ¡Oh pan de la sangre lleno que por mí se derramó! ¡No te tengo en cuenta, no, de pan, sino de veneno! ¡No te llegaré a mi boca por poderme sustentar, si no es para besar esta sangre que te toca!

Entra un MUCHACHO, hermano de LIRA, hablando desmayadamente

MUCHACHO: Lira, hermana, ya expiró mi madre, y mi padre está en términos, que ya, ya morirá, cual muero yo. El hambre le ha acabado. Hermana mía, ¿pan tienes? ¡Oh pan, y cuán tarde vienes, que no hay ya pasar bocado! Tiene el hambre apretada mi garganta en tal manera, que, aunque este pan agua fuera, no pudiera pasar nada. Tómalo, hermana querida, que, por más crecer mi afán, veo que me sobra el pan cuando me falta la vida.

Cáese muerto

LIRA: ¿Expíraste, hermano amado? ¡Ni aliento, ni vida tiene! Bueno es el mal cuando viene sin venir acompañado. Fortuna, ¿por qué me aquejas con un daño y otro junto, y por qué en un solo punto huérfana y viuda me dejas? ¡Oh duro escuadrón romano! ¿Cómo me tiene tu espada de dos muertos rodeada: uno esposo y otro hermano? ¿A cuál volveré la cara en este trance importuno, si en la vida cada uno fue prenda del alma cara? Dulce esposo, hermano tierno, yo os igualaré en quereros, porque pienso presto veros en el cielo o en el infierno. En el modo de morir a entrambos he de imitar, porque el yerro ha de acabar y el hambre mi vivir. Primero daré a mi pecho una daga que este pan; que a quien vive con afán es la muerte de provecho. ¿Qué aguardo? ¡Cobarde estoy! Brazo, ¿ya os habéis turbado? ¡Dulce esposo, hermano amado, esperadme, que ya voy!

Sale una MUJER huyendo, y tras ella un SOLDADO numantino con una daga para matarla

MUJER: ¡Eterno padre, Júpiter piadoso, favorecedme en tan adversa suerte! SOLDADO: ¡Aunque más lleves vuelo presuroso, mi dura mano te dará la muerte!

Éntrase la MUJER

LIRA: El hierro duro, el brazo belicoso contra mí, buen soldado, le convierte; deja vivir a quien la vida agrada, y quítame la mía, que me enfada. SOLDADO: Puesto que es decreto del senado que ninguna mujer quede con vida, ¿cuál será el brazo o pecho acelerado que en ese hermoso vuestro dé herida? Yo, señora, no soy tan mal mirado que me precie de ser vuestro homicida; otra mano, otro hierro ha de acabaros que yo sólo nací para adoraros. LIRA: Esa piedad que quiés usar conmigo, valeroso soldado, yo te juro, y al alto cielo pongo por testigo que yo la estimo por rigor muy duro. Tuviérate yo entonces por amigo cuando, con pecho y ánimo seguro, este mío afligido traspasaras y de la amarga vida me privaras. Pero, pues quiés mostrarte piadoso, tan en daño, señor, de mi contento, muéstralo agora en que a mi triste esposo demos el funeral y último asiento. También a éste mi hermano, que en reposo yace, ya libre del vital aliento. Mi esposo feneció por darme vida; de mi hermano, el hambre fue homicida. SOLDADO: Hacer yo lo que mandas está llano, con condición que en el camino cuentes quién a tu buen esposo y caro hermano trajo a los postrimeros accidentes. LIRA: Amigo, ya el hablar no está en mi mano. SOLDADO: ¿Que tan al cabo estás? ¿Que tal te sientes? Lleva a tu hermano, que es de menos carga; yo a tu esposo, que es más peso y carga.

Llevan los cuerpos, y sale una mujer armada con una lanza en la mano y un escudo, que significa la GUERRA, y trae consigo la ENFERMEDAD y la HAMBRE. La ENFERMEDAD arrimada a una muleta y rodeada de paños, la cabeza con una máscara amarilla, y la HAMBRE saldrá con un desnudillo de muerte, y encima una ropa bocací amarilla, y una máscara descolorida

GUERRA: Hambre, enfermedad, ejecutores de mis terribles manos y severos, de vida y salud consumidores, con quien no vale ruego, mando o fieros, pues ya de mi intención sois sabidores, no hay para qué de nuevo encareceros de cuánto gusto me será y contento que luego luego hagáis mi mandamiento. La fuerza incontrastable de los hados, cuyos efectos nunca salen vanos, me fuerza a que de mí sean ayudados estos sagaces mílites romanos. Ellos serán un tiempo levantados y abatidos también estos hispanos; pero tiempo vendrá en que yo me mude y dañe al alto y al pequeño ayude; que yo, que soy la poderosa Guerra, de tantas madres detestada en vano, aunque quien me maldice a veces yerra, pues no sabe el valor de ésta mi mano, sé bien que en todo el orbe de la tierra seré llevada del valor hispano en la dulce ocasión que están reinando un Carlos y un Felipo, y un Fernando. ENFERMEDAD: Si ya el hambre, nuestra amiga querida no hubiera tomado con instancia a su cargo de ser fiera homicida de todos cuantos viven en Numancia, fuera de mí tu voluntad cumplida de modo que se viera la ganancia fácil y rica que el romano hubiera, harto mejor de aquella que se espera. Mas ella, en cuanto su poder alcanza, ya tiene tal al pueblo numantino, que de esperar alguna buena andanza, le ha tomado la senda y el camino; mas del furor la rigurosa lanza, la influencia del contrario sino, le trata con tan áspera violencia que no es menester hambre ni dolencia. El furor y la rabia, tus secuaces, han tomado en su pecho tal asiento, que, cual si fuese de romanas haces, cada cual de su sangre está sediento. Muertos, incendios, iras, son sus paces; en el morir han puesto su contento, y por quitar el triunfo a los romanos, ellos mismos se matan con sus manos. HAMBRE: Volved los ojos, y veréis ardiendo de la ciudad los encumbrados techos. Escuchad los suspiros que saliendo van de mil tristes, lastimados pechos. Oíd la voz y lamentable estruendo de bellas damas a quien, ya deshechos los tiernos miembros de ceniza y fuego, no valen padre, amigo, amor ni ruego. Cual suelen las ovejas descuidadas, siendo del fiero lobo acometidas, andar aquí y allí descarriadas, con temor de perder las simples vidas, tal niños y mujeres desdichadas, viendo ya las espadas homicidas, andan de calle en calle, ¡oh hado insano!, su cierta muerte dilatando en vano. Al pecho de la amada y nueva esposa traspasa del esposo el hierro agudo. Contra la madre, ¡nunca vista cosa!, se muestra el hijo de piedad desnudo; y contra el hijo, el padre, con rabiosa clemencia levantado el brazo crudo, rompe aquellas entrañas que ha engendrado, quedando satisfecho y lastimado. No hay plaza, no hay rincón, no hay calle o casa que de sangre y de muertos no esté llena; el hierro mata, el duro fuego abrasa y el rigor ferocísimo condena. Presto veréis que por el suelo tasa hasta la más subida y alta almena, y las casas y templos más preciados en polvo y en cenizas son tornados. Venid; veréis que en los amados cuellos de tiernos hijos y mujer querida, Teógenes afila agora y prueba en ellos de su espada al crüel corte homicida, y cómo ya, después de muertos ellos, estima en poco la cansada vida, buscando de morir un modo extraño, que causó en el suyo más de un daño. GUERRA: Vamos, pues, y ninguno se descuide de ejecutar por eso, aquí su fuerza, y a lo que digo sólo atienda y cuide, sin que de mi intención un punto tuerza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..

Vanse y sale TEÓGENES con dos hijos pequeños y una hija, y su mujer

TEÓGENES: Cuando el paterno amor no me detiene de ejecutar la furia de mi intento, considerad, mis hijos, cuál me tiene el celo de mi honroso pensamiento. Terrible es el dolor que se previene con acabar la vida en fin violento y más el mío, pues al hado plugo que yo sea de vosotros crüel verdugo. No quedaréis, oh hijos de mi alma, esclavos, ni el romano poderío llevará de vosotros triunfo o palma, por más que a sujetarnos alce el brío. El camino más llano que la palma de nuestra libertad el cielo pío nos ofrece y nos muestra y nos advierte que sólo está en las manos de la muerte. Ni vos, dulce consorte, amada mía, os veréis en peligro que romanos pongan en vuestro pecho y gallardía los vanos ojos y las fieras manos. Mi espada os sacará de esta agonía, y hará que sus intentos salgan vanos, pues por más que codicia les atiza, triunfarán de Numancia hecha ceniza. Yo soy, consorte amada, el que primero di el parecer que todos perezcamos antes que al insufrible desafuero del romano poder sujetos seamos; y en el morir no pienso ser postrero, ni lo serán mis hijos. MUJER: ¿No podamos escaparnos, señor, por otra vía? ¡El cielo sabe si me holgaría! Mas no puede ser, según yo veo, y está ya mi muerte tan cercana, lleva de nuestras vidas tú el trofeo, y no la espada pérfida romana. Mas, ya que he de morir, morir deseo en el sagrado templo de Dïana. Allá nos lleva, buen señor, y luego entréganos al hierro, al rayo, al fuego. TEÓGENES: Ansí se haga, y no nos detengamos, que ya a morir me incita el triste hado. HIJO: Madre, ¿por qué lloráis? ¿Adónde vamos? Teneos, que andar no puedo de cansado. Mejor será, mi madre, que comamos, que el hambre me tiene fatigado. MUJER: Ven en mis brazos, hijo de mi vida, do te daré la muerte por comida.

La Numancia Jornada IV, verses 2120-2456

Return to COMEDIA home page

Electronic text by Vern G. Williamsen and J T Abraham