SAYAVEDRA:           ¿De dónde puede causarse
                 la pena que dices brava?
SEBASTIÁN:       De una vida que hoy se acaba
                 para jamás acabarse.
                     Ya sabé[i]s que aquí en Argel
                 se supo cómo en Valencia
                 murió por justa sentencia
                 un morisco de Sargel;
                     digo que en Sargel vivía,
                 puesto que era de Aragón,
                 y, al olor de su nación,
                 pasó el perro en Berbería;
                     aquí cosario se hizo,
                 con tan prestas crueles manos,
                 que con sangre de cristianos
                 la suya bien satisfizo.
                     Andando en corso fue preso,
                 y, como fue conocido,
                 fue en la Inquisición metido,
                 do le formaron proceso;
                     y allí se le averiguó
                 cómo, siendo batizado,
                 de Cristo había renegado
                 y en África se pasó,
                     y que, por su industria y manos,
                 traidores tratos esquivos,
                 habían sido cautivos
                 más de seiscientos cristianos;
                     y, como se le probaron
                 tantas maldades y errores,
                 los justos inquisidores
                 al fuego le condenaron.
                     Súpose del moro acá,
                 y la muerte que le dieron,
                 porque luego la escribieron
                 los moriscos que hay allá.
                     La triste nueva sabida
                 de los parientes del muerto,
                 juran y hacen concierto
                 de dar al fuego otra vida.
                     Buscaron luego un cristiano
                 para pagar este escote,
                 y halláronle sacerdote,
                 y de nación valenciano.
                     Prendieron éste a gran priesa
                 para ejecutar su hecho,
                 porque vieron que en el pecho
                 traía la cruz de Montesa,
                     y esta señal de victoria
                 que le cupo en buena suerte,
                 si le dio en el suelo muerte,
                 en el cielo le dio gloria;
                     porque estos ciegos sin luz,
                 que en él tal señal han visto,
                 pensando matar a Cristo,
                 matan al que trae su cruz.
                     De su amo lo compraron,
                 y, aunque eran pobres, a un punto
                 el dinero todo junto
                 de limosna lo allegaron.
                     En nuestro pueblo cristiano,
                 por Dios se pide a la gente,
                 para sanar al doliente,
                 no para matar al sano;
                     mas entre esta descreída
                 gente y maldito lugar,
                 no piden para sanar,
                 mas para quitar la vida.
                     Hoy en poder de sayones
                 he visto al siervo de Dios,
                 no sólo puesto entre dos,
                 sino entre dos mil sayones.
                     Iba el sacerdote justo
                 entre injusta gente puesto,
                 marchito y humilde el gesto,
                 a morir por Dios con gusto.
                     En darle penas dobladas
                 todo el pueblo se desvela:
                 cual sus blancas canas pela,
                 cual le da mil bofetadas.
                     Las manos que a Dios tuvieron
                 mil veces, hoy son tenidas
                 de dos sogas retorcidas
                 con que atrás se las asieron;
                     al yugo de otro cordel,
                 puesto el cuello humilde lleva,
                 haciendo seis moros prueba
                 cuánto pueden tirar dél.
                     A ningún lado miraba
                 que descubra un solo amigo:
                 que todo el pueblo enemigo
                 en torno le rodeaba.
                     Con voluntad tan dañada
                 procuran su pena y lloro,
                 que se tuvo por mal moro
                 quien no le dio bofetada.
                     A la marina llegaron
                 con la víctima inocente,
                 do con barbaria insolente
                 a un áncora le ligaron.
                     Dos áncoras a una mano
                 vi yo allí en contrario celo:
                 una, de hierro, en el suelo;
                 otra, de fe, en el cristiano.
                     Y, la una a la otra asida,
                 la de hierro se convierte
                 a dar cruda y presta muerte;
                 la de fe, a dar larga vida.
                     Ved si es bien contrario el celo
                 de las dos en esta guerra:
                 la una en el süelo afierra;
                 la otra se ase del cielo;
                     y, aunque corra tal fortuna
                 que espante al cuerpo y al alma,
                 como si estuviera en calma,
                 no hay desasirse la una.
                     Sin hierro al hierro ligado,
                 el siervo de Dios se hallaba,
                 y en su cuerpo atado estaba
                 espíritu desatado.
                     El cuerpo no se rodea,
                 que le ata más de un cordel;
                 mas el espíritu dél
                 todos los cielos pasea.
                     La canalla, que se enseña
                 a hacer nueva crueldad,
                 trujo luego cantidad
                 de seca y humosa leña,
                     y una espaciosa corona
                 hicieron luego con ella,
                 dejando encerrada en ella
                 la sancta humilde persona;
                     y, aunque no tienen sosiego
                 hasta verle ya espirar,
                 para más le atormentar,
                 encienden lejos el fuego.
                     Quieren, como el cocinero
                 que a su oficio más mirase,
                 que se ase y no se abrase
                 la carne de aquel cordero.
                     Sube el humo al aire vano,
                 y a veces le da en los ojos;
                 quema el fuego los despojos
                 que le vienen más a mano;
                     vase ar[r]ugando el vestido
                 con el calor violento,
                 y el fuego, poco contento,
                 busca lo más escondido.
                     Esperad, simple cordero,
                 que esta ardiente llama insana,
                 si os ha quemado la lana,
                 os quiere abrasar el cuero.
                     Combátenle fuegos dos:
                 el uno, humano y visible;
                 el otro, sancto invisible,
                 que es fuego de amor de Dios.
                     Yo no sé a cuál más debía,
                 puesto que a los dos pagaba:
                 al que el cuerpo le abrasaba
                 o al que el alma le encendía.
                     Los que estaban a miralle,
                 la ira ansí les pervierte,
                 que mueren por darle muerte
                 y entretiénense en matalle.
                     Y, en medio deste tormento,
                 no movió el sancto varón
                 la lengua a formar razón
                 que fuese de sentimiento;
                     antes dicen, y yo he visto,
                 que, si alguna vez hablaba,
                 en el aire resonaba
                 el eco o nombre de Cristo;
                     y cuando en el agonía
                 última el triste se vio,
                 cinco o seis veces llamó
                 la Virgen Sancta María.
                     Al fuego el aire le atiza,
                 y con tal ardor revuelve,
                 que poco a poco resuelve
                 el sancto cuerpo en ceniza.
                     Mas, ya que morir le vieron,
                 tantas piedras le tiraron,
                 que las piedras acabaron
                 lo que las llamas no hicieron.
                     ¡Oh Santisteban segundo,
                 que me asegura tu celo
                 que miraste abierto el cielo
                 en tu muerte desde el mundo!
                     Queda el cuerpo en la marina,
                 quemado y apedreado;
                 el alma el vuelo ha tomado
                 hacia la región divina.
                     Queda el moro muy gozoso
                 del injusto y crudo hecho;
                 el turco está satisfecho;
                 el cristiano, temeroso.
                     Yo he venido a referiros
                 lo que no pudistes ver,
                 si os lo ha dejado entender
                 mis lágrimas y suspiros.
SAYAVEDRA:           Deja el llanto, amigo, ya;
                 que no es bien que se haga duelo
                 por los que se van al cielo,
                 sino por quien queda acá:
                     que, aunque parece ofendida
                 a humanos ojos su suerte,
                 el acabar con tal muerte
                 es comenzar mejor vida.
                     Mide por otro nivel
                 tu llanto, que no hay paciencia
                 que las muertes de Valencia
                 se venguen acá en Argel.
                     Muéstrase allá la justicia
                 en castigar la maldad;
                 muestra acá la crueldad
                 cuánto puede la injusticia.
SEBASTIÁN:           En tan amarga querella,
                 ¿quién detendrá los gemidos?
                 Ellos con culpa punidos;
                 nosotros, muertos sin ella.
LEONARDO:            Bastábanos ser cautivos,
                 sin temer más desconciertos,
                 pues si allá queman los muertos,
                 abrasan acá los vivos.
                     Usa Valencia otros modos
                 en castigar renegados,
                 no en público sentenciados:
                 ¡mueran a tósico todos!
                     Mas un moro viene acá:
                 no estemos juntos aquí;
                 Sayavedra, por allí,
                 tú, Sebastián, por allá.

FIN DE LA JORNADA PRIMERA

Last updated: October 4, 1997

Trato de Argel, part 4

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James T. Abraham, dh62258@goodnet.com or Vern G. Williamsen, vwilliam@u.arizona.edu